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Dios mío, parecía que se había ido por las ramas. Pero -sacado de la manga- podrían inventarse algún título honorífico que no fuese incompatible con la constitución que decidiesen promulgar. ¿Qué tenían aquellos viejos condados de Inglaterra? ¿El tipo con la espada y el casco con plumas? Lord Lugarteniente. No, eso sonaba demasiado al poder central. Mark fingió hojear el resumen histórico del Dr. Max. Eso es, tienen capitanes y gobernadores, ¿no es así? Uno u otro podrían valer, aunque capitán despedía en nuestros días un tufillo a subalterno. Y con tal de que todo el mundo entendiera que los poderes de Sir Jack, por más que se enunciasen teóricamente en caligrafía inclinada sobre vitela de marfil, no se invocarían nunca realmente. Por supuesto, él facilitaría su propio vehículo y el uniforme. Aunque no se hubiesen comentado con él tales cuestiones.

Entretanto, el futuro gobernador oteaba el horizonte. Siempre había que deslizar el sobre. Juega breve y piensa largo. Que hombres inferiores sueñen con planes de poca monta; Sir Jack soñaba con el gran dólar. Osadía y más osadía; la verdadera mente creativa jugaba con arreglo a otro libro de reglas; el éxito generaba su propia legitimidad. La posición multinacional de Piteo había persuadido a los bancos y a los fondos de que invirtieran capital; pero había sido un arranque de inspiración -a veces, ¡cuánto se parecía la imaginación financiera a la del artista!- prestar secretamente aquellos dineros (la palabra en plural siempre sonaba deliciosa a Sir Jack) a una de sus filiales propias en las Bahamas. Naturalmente, eso significaba que el primer cobro sobre los ingresos sería para pagar los honorarios por la gestión de Piteo. Sir Jack movió la cabeza con falsa compasión. Eran lamentablemente elevadas hoy en día, las tarifas de gestión; lamentablemente onerosas.

Luego se planteaba la cuestión de lo que sucedería inmediatamente después de la independencia. Supongamos que el nuevo parlamento de la isla -contrariando de plano, como estaba en el perfecto derecho de hacer, al consejo público de Sir Jack- optaba por una política de nacionalizaciones. Mala noticia, ciertamente, para los bancos y los accionistas: pero ¿qué podían hacer? Era una lástima que la isla no fuera todavía parte contratante de ningún acuerdo internacional. Y entonces -tras dejarles correr con la pelota un rato- Sir Jack podría verse obligado a ejercer sus poderes de gobernador en caso de emergencia. Momento en el cual técnicamente -y también jurídicamente- todo pasaría a pertenecerle. Por supuesto que prometería saldar la deuda con los acreedores. En su debido momento. A un determinado porcentaje. Tras no poca renegociación de la deuda. Oh, se sentía bien sólo de pensarlo. Pensar en lo engañados que estarían. Los cerdos de los abogados se darían la gran vida. Tal vez se iniciasen acciones contra él en los grandes centros financieros. Bueno, la isla no había firmado ningún tratado de extradición. Podía capear el temporal y esperar a un arreglo negociado. Y podía mandarles a tomar por el culo y refugiarse en Pitman House. En definitiva, había dejado a la espalda sus ansias de conocer mundo.

Y sin embargo…, ¿no era todo aquello demasiado complejo, demasiado belicoso? ¿Iba a permitir que su talante combativo primara sobre su vieja y juiciosa cabeza? Quizá la idea de nacionalizar fuese un error. La palabra misma no tenía buena prensa en los tiempos que corrían entre los turistas de primera, y con toda razón. No debía perder de vista el balón, tenía que mirar el cuadro entero. ¿Cuál era su plan de juego, el balance final? Coger la isla y salir corriendo. Exacto. Y si las previsiones actuales se hallaban en el estadio correcto, el Proyecto tenía todas las posibilidades de alcanzar un éxito clamoroso. Por naturaleza, Sir Jack siempre contaba con la posibilidad de tener que decepcionar a los inversores. Pero ¿y si su última magna idea funcionaba realmente? ¿Y si eran capaces de afrontar los pagos de intereses e incluso repartir dividendos? ¿Y si -invirtiendo la máxima- la legitimidad genera éxito? En tal caso, sería ciertamente una ironía.

– ¿Se ha inventado esa historia, Dr. Max? -preguntó Martha. Estaban tomando bocadillos de pan árabe en la terraza de madera noble renovable que daba a la región de pantanos. El Dr. Max vestía un conjunto de fin de semana: un chaleco sin mangas mariquita, de cuello en pico, y una pajarita amarilla estampada. -¿Qué historia? -La de la mujer y los huevos. -¿Inventar? Soy historiador. El historiador oficial, no lo olvide. -Refunfuñó un momento, pero era sólo una rabieta escénica. Masticó el bocadillo y contempló la extensión de agua-. De hecho, me ofende que nadie me pidiera que citara mis fuentes. Es perfectamente respetable, por no decir clerical.

– No era mi intención… Me refiero a que el motivo de que hubiera podido inventarla es que habría sido muy inteligente.

El Dr. Max refunfuñó de nuevo, como si lo que había hecho en realidad no fuese inteligente, o como si no lo fuera lo que él decía normalmente, o como si… -Verá, supuse que la había inventado porque pensó que un proyecto ficticio tenía que tener un logotipo ficticio.

– Demasiado inteligente para mí, señorita Cochrane. Claro que el propio Kilvert no vio la ropa interior de la mujer voladora, se limitaba a informar del suceso, pero es posible que algo semejante sucediera, por emplear la jerga vernácula.

Martha se lamió los dientes delanteros, donde una hoja de mostaza había quedado reducida a una hebra de hilo dental.

– Pero… ¿no cree que el Proyecto es ficticio?

– ¿Ficticio? -El Dr. Max abandonó su enfado. Cualquier pregunta directa que no fuese obviamente insultante y que permitiese la posibilidad de una larga respuesta, le ponía de buen humor-. ¿Ficticio? No, no me lo parece. No me lo parece en absoluto. Vulgar, sí, indudablemente, en cuanto se basa en una simplificación burda de casi todo. Asombrosamente comercial en un sentido que un pobre ratón de campo como yo a duras penas acierta a creer. Horrible en muchas de sus manifestaciones secundarias. Manipulativo en su filosofía intrínseca. Todo eso sí, pero no ficticio, en mi opinión.

»Ficticio supone, a mi entender, una autenticidad que se traiciona. Pero me pregunto, ¿es así en este caso? ¿Acaso el concepto mismo de lo auténtico no es, en cierto modo y a su manera, ficticio? Veo que mi paradoja es quizá un poco demasiado fuerte e intensa para usted, señorita Cochrane.

Ella le sonrió; había una cierta pureza conmovedora en el amor que se tenía el Dr. Max.

– Déjeme elucubrar -prosiguió-. Tomemos lo que tenemos delante, esta zona inesperada de pantanos sospechosamente próxima al gran Wen. Quizá hubo aquí, aunque fuese hace muchos siglos, una zona de amerizaje para el comercio ambulante, quizá no. En conjunto probablemente no. Por lo tanto es inventada. ¿Eso la vuelve ficticia? Indudablemente no. Su intención y propósito es simplemente que la abastezca el hombre, en vez de la naturaleza. En efecto, cabría argumentar que esa intencionalidad, más que la dependencia del azar brutal de la naturaleza, convierte en algo superior a esta extensión de agua.

El Dr. Max descendió dos dedos como dientes de un tenedor hacia bolsillos de un chaleco que ese día no existían, y sus manos se deslizaron hacia sus muslos.

– Lo cierto es que esta agua es superior, en el sentido siguiente. Porque la ornitología es una de las muchas cuerdas de mi arco. Qué frase más curiosa. ¿No deberían ser más bien las cuerdas de mi violín? De todos modos, esta expansión pantanosa, como supongo que usted sabe, ha sido trazada con arreglo a una pauta especial, plantada de una forma específica, para fomentar la presencia de determinadas especies deseables avalentando la de una gran pelmazo de otra especie, id est el ganso del Canadá. Tiene algo que ver con aquel cañaveral de allí, sin ser demasiado concreto.

»Así que podríamos llegar a la conclusión de que se ha operado una mejora positiva respecto al modo en que antes eran las cosas. Y, por ampliar el argumento, no ocurre lo mismo cuando analizamos conceptos tan ensalzados y, de hecho, fetichizados como, oh, lanzo algunos al azar, la democracia ateniense, la arquitectura de Palladio, culto de una secta del desierto que todavía tiene a muchos extasiados, no hay un verdadero momento de comienzo, de pureza, por mucho que lo pretendan sus adeptos. Podemos congelar un instante y decir que todo «comenzó» entonces, pero en mi calidad de historiador debo decirle que semejante etiqueta es intelectualmente insostenible. Lo que estamos buscando es casi siempre una réplica, si tal es el término local de moda, de algo anterior. No existe un momento primigenio. Es como decir que un buen día un orangután adoptó una postura erecta, se puso una pechera de celuloide y anunció que los cuchillos de pesca eran vulgares. O -soltó una risita por los dos- que un gibón de repente escribió Gibbon. No es muy verosímil, ¿verdad?