– ¿Por qué, entonces, he supuesto siempre que usted despreciaba el Proyecto?
– Oh, señorita Cochrane, entre nous, es cierto, es cierto. Pero no pasa de ser un juicio social y estético. Para cualquier criatura de gusto y discernimiento, es una monstruosidad planeada y concebida, si así puede caracterizar a nuestro amado Duce, por otra monstruosidad. Pero como historiador, debo decir que apenas tengo objeciones.
– ¿A pesar de que todo está… estructurado?
El autor con seudónimo de «Notas naturales» sonrió benévolo.
– La realidad es como un conejo, si me disculpa el aforismo. El gran público, esa gente lejana, felizmente lejana, que nos paga, quiere que la realidad sea como un conejito. Quiere que corretee torpemente y que dé saltitos pintorescos en su conejera y que coma lechuga de nuestra mano. Si les da algo auténtico, algo agreste que muerda y, con perdón, cague, no sabrán qué hacer con ello. Salvo estrangularlo y comérselo.
»En cuanto a que está estructurado…, bueno, también usted, señorita, y también yo lo estoy. La mía, mi estructura, si me permite decirlo, es un tanto más artificiosa que la suya.
Martha mordisqueó su bocadillo y observó el avión que pasaba lentamente por encima de sus cabezas.
– No pude evitar fijarme en que cuando usted dirigió la palabra al comité el otro día, sus nerviosos titubeos desaparecieron totalmente.
– A-sombrosos, los e-fectos de la a-drenalina.
Martha se rió de buena gana, y posó la mano en el brazo del Dr. Max. Él se estremeció ligeramente. Ella se rió de nuevo.
– Dígame, ese pequeño temblor de su brazo. ¿Ha sido artificioso?
– P-ero qué cí-nica, señorita Cochrane. De la misma manera, yo podría preguntarle si su pregunta lo era. Pero en cuanto a mi temblor, sí, ha sido artificioso en la medida en que es una reacción aprendida y deliberada a un gesto concreto…, entiéndame, no me lo he tomado como una ofensa. No es una reacción que haya tenido en mi cochecito de niño. Puede que, en algún periodo jurásico de mi desarrollo psicológico, lo haya elegido, seleccionado de entre el gran catálogo de reacciones que se vende por correo. Puede que lo haya comprado hecho. Puede que lo haya fabricado artesanalmente. Sin descartar que lo haya robado. La mayoría de las personas, en mi opinión, roban gran parte de lo que son. Si no lo hicieran, de qué mala calidad serían. Usted también está fabricada, a su estilo menos… brioso, sin ánimo de faltarle.
– ¿Por ejemplo?
– Por e-jemplo, esta pregunta. Usted no responde «no, imbécil» o «sí, don sabio», sino que se limita a decir: «¿por ejemplo?». Se repliega. Mi observación, y lo digo en el contexto, señorita Cochrane, del aprecio que le tengo, es que usted participa activamente, pero de una forma estilizada, interpretando el papel de mujer sin ilusiones, lo cual es una manera de no participar, o guarda un silencio provocativo, animando a los demás a que hagan el ridículo. Y conste que no estoy en contra de que la gente exhiba su estupidez. Pero de un modo u otro, usted no se presta a examen ni, aventuraría, al contacto.
– ¿Me está echando los tejos, Dr. Max?
– Es e-xactamente lo que quiero decir. Cambia de tema, hace una pregunta, evita el contacto.
Martha se calló. No hablaba así con Paul. La suya era una intimidad normal, cotidiana. Aquello también era intimidad, pero adulta, abstracta. ¿Tenía algún sentido? Intentó pensar en alguna pregunta que no fuese una forma de eludir el contacto. Siempre había pensado que hacer preguntas era ya una forma de contacto. Dependía de las respuestas, desde luego. Por último, con un optimismo juvenil, dijo:
– ¿Eso es un ganso del Canadá?
– La ig-norancia de los jóvenes, señorita Cochrane. Frío, realmente, frío. Eso es un pato real perfectamente corriente y bastante astroso, a decir verdad.
Martha sabía lo que quería: la lista podría incluir verdad, simplicidad, amor, deferencia, compañerismo, diversión y buen sexo. Sabía asimismo que era una bobada confeccionar tales listas; muy humano, pero tonto. A la par, por tanto, que abría su corazón, en su mente había persistido la inquietud. Paul se comportaba como si su relación fuese algo dado: sus parámetros decididos, su finalidad fija, todos los problemas estrictamente postergados al futuro. Reconocía ese rasgo demasiado bien, la desenfadada urgencia de formar una pareja antes de haber dejado establecidas las partes constitutivas y las normas operativas del emparejamiento. Conocía esa experiencia. En parte deseaba no haberla conocido; en ocasiones sentía que le lastraba su historia personal.
– ¿Tú crees que yo evito el contacto?
– ¿Qué?
– ¿Crees que evito el contacto?
Estaban en el sofá de Martha, con sendas bebidas en la mano. Paul acariciaba la parte interior del antebrazo de Martha. En un punto determinado, justo encima de la muñeca, al tercer o cuarto roce, ella lanzaba un grito suave de placer y retiraba de un tirón el brazo. Él lo sabía, esperó hasta entonces y respondió:
– Sí. Quod erat demonstrandum.
– ¿Pero tú crees que soy, ah, irritantemente silenciosa o que represento un número?
– No.
– ¿Seguro?
Paul tenía una expresión de complacencia divertida.
– Dicho de este modo, no me he fijado.
– Pues si no te has fijado, tanto podría ser sí como no.
– Mira, te he dicho que es no. ¿Qué mosca te ha picado? -Vio que ella no estaba convencida del todo-. Pienso únicamente que eres… real. Y me haces sentirme real. ¿Te basta con eso?
– Sé que debería bastarme. -A continuación, como cambiando de tema, dijo-: He estado charlando con el Dr. Max a la hora del almuerzo. -Paul lanzó un gruñido de indiferencia-. ¿Sabes esa extensión de pantanos detrás de Pirman House?
– ¿El estanque, te refieres?
– Es una extensión pantanosa, Paul. He estado hablando de ella con el Dr. Max. Es ornitólogo aficionado. ¿Sabías que era el que firmaba «Ratón de campo» en el Times todos los sábados? Paul suspiró, sonriente.
– Eso es seguramente el dato informativo menos interesante que me has comunicado en todo el tiempo que llevamos juntos. Ratón de campo…, qué nombre más inadecuado para un marica huevón que te habla como si todavía estuviese en la tele. No me extrañaría nada que Jeff le soltase un puñetazo uno de estos días. Oh, me revientan sus pe-queños ti-tubeos cuando ha-bla.
– Es interesante. No hace falta que te guste alguien para que te resulte interesante. De todos modos, a mí me gusta él. De hecho, le tengo mucho cariño.
– Yo le de-testo.
– No, no es cierto.
– S-ií.
Paul la agarró otra vez del brazo.
– No. Me ha contado algo fascinante. Al parecer diseñaron ese pantano de una forma especial. Tuvieron en cuenta el paisajismo, la plantación de juncos, la altura de las orillas, la dirección del agua. La finalidad es que no se posen allí los gansos del Canadá. Me figuro que son una plaga, o que asustan a las demás aves. Había un pato real muy bonito en el agua a la hora del almuerzo.