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– Martha -dijo Paul, contundente-, sé que eres una chica del campo, pero ¿por qué me cuentas esto? ¿Está planeando el Dr. Max una sección de aves para el Proyecto? ¿No se acuerda de la consigna de Sir Jack, que se jodan los frailecillos?

– Creí que habías desistido de citar pitmanismos. Creí que estabas curado. No, eso me dio que pensar. O sea, ¿crees que somos así?

– ¿Nosotros?

– No tú y yo. La gente en general. Toda la cuestión de con quién… congenias y con quién no. Es un misterio, en definitiva, ¿no? ¿Por qué tú me pareces atractivo y no cualquier otro?

– Ya hemos hablado de eso. Porque soy más joven, más bajo, llevo gafas, no gano tanto y…

– Vamos, Paul. Estoy intentando avanzar. No estoy diciendo que sea… una tontería que me atraigas.

– Gracias. Qué alivio. ¿Por qué te acuestas conmigo? Simplemente para demostrar que te atraigo.

– Mira, si alguien intentara ser objetivo al respecto, podría pensar que tiene algo que ver con mi padre.

– Un segundo. -Paul no sabía muy bien si aquello le divertía o le irritaba-. Pero estamos de acuerdo en que soy más joven que tú.

– Cierto. Así pues, por ejemplo, no me fío de hombres mayores. Algo parecido.

– Eso, como me dijiste no hace mucho, es más bien psicología barata.

– Perdona -dijo Martha-. O se podría decir que eres un contraste con respecto a los hombres con quienes he salido antes. O se podría decir que simplemente no hay una pauta fija.

– ¿Como que los dos somos heterosexuales y casualmente trabajamos en la misma oficina y el destino nos ha unido?

– O cabría decir que sí existe una pauta, pero que la ignoramos y no la entendemos. Que hay algo que nos orienta sin que lo sepamos.

– Un segundo. Un segundo. Para el carro. -Paul se levantó y se plantó delante de ella. Levantó un dedo para que ella no dijera nada más-. Ya lo tengo, creo que por fin lo tengo. Creo que lo que me impulsó fue la idea de que el Dr-Mer-mer-mer Max podría tener algo remotamente pertinente que decir sobre el tema de las relaciones humanas. Y aquí estoy. Tú eres una extensión de pantano, y no entiendes por qué todos esos preciosos gansos del Canadá no se detienen y por qué te has conformado con un latoso pato real como yo.

– No. No del todo. En absoluto. De todos modos, los patos reales son muy bonitos.

– Si eso es un halago eficaz, no estoy seguro de que pueda aguantarlo.

– ¿Entonces qué crees?

– No creo nada, grazno.

– No realmente.

– Cua cua.

– Paul, vale ya.

– Cua. Cua. Cua. -Vio a Martha en la cúspide de la risa-. Cua.

Gary Desmond nunca llegaba demasiado pronto. Es lo que sus colegas, con admiración, decían de él. Tenía buenos contactos, se aseguraba sus fuentes, hacía el trabajo de investigación, comprobaba hasta tres veces si el asunto era turbio, y sólo presentaba el reportaje al editor cuando ya era un abceso a punto de reventar. Tenía asimismo la ventaja, en cuanto comprador y proveedor de historias de sexo, que no parecía uno de ellos. Mucha gente se imaginaba a un tosco, compinchado y chantajista humanoide que lúbricamente chupaba un lápiz mientras tomaba notas y que tenía manchas en la trinchera que podrían haber sido de cerveza pero probablemente no lo eran.

Llevaba un traje oscuro y una corbata sobria, y en determinadas ocasiones un anillo de boda; era inteligente, educado y raramente ejercía una presión perceptible sobre sus informadores. Su estilo era -o parecía ser- simpático pero formal. Aquella historia había sido sometida a la atención del periódico, la habían verificado de cabo a rabo, y su publicación estaba prevista en breve; pero antes querían, por cortesía, y de hecho por obligación moral, cotejarla con el protagonista principal. Había ciertos hechos que él quizá quisiera clarificar, y evidentemente al diario le gustaría ser de utilidad en lo que se ofreciese cuando los rivales cogiesen la historia y -seamos realistas al respecto- convencieran a terceros de que diesen un sesgo diferente al asunto. En suma, había un problema, y un problema insoluble, pero allí estaba Gary Desmond para prestar su ayuda. En lugar de sugerentes chupadas de lápiz, tomaba notas premiosas con una estilográfica de plumilla de oro, la clase de semiantigualla que se podía convertir en tema de conversación, y su actitud era infinitamente paciente y levemente servil, hasta el punto de que a la postre era el otro quien acababa mencionando el dinero. Sólo hacía falta un discreto: «Supongo que se me abonarán los gastos», o un más ostensible: «¿Saco yo algo en limpio?», y antes de que te dieras cuenta estabas en «un escondrijo secreto bajo nombre falso», lo que sonaba más exótico que un hotel de conferencias, cerca de una carretera de circunvalación, en algún condado de las inmediaciones, pero aun así… Y la grabadora daba vueltas y vueltas -la agradable estilográfica hacía tiempo que había sido guardada- mientras Gary Desmond escuchaba una y otra vez cosas que ya sabía, o que parecía que sabía pero quería comprobar varias veces. Para entonces el informador ya había firmado el contrato y había visto los billetes de avión. El apego a Gary -como ahora le llamaban- había llegado, efectivamente, al punto de que el confidente se preguntaba incluso, con una sacudida efectista del pelo desteñido, si él no le acompañaría para compartir aquellos cinco días al sol en espera de que la noticia estallara. Y algunas veces Gary lo hacía y otras, por desgracia, era contrario a las normas.

Toda aquella tregua profesional no te preparaba para una portada que dijese MIS LÚBRICOS RETOZOS FORRADA DE DROGA CON EL PRÍNCIPE RICK. Dentro, a lo largo de dos páginas, te veías tumbada, con un corpiño francés de escote profundo, en una mesa de snooker sosteniendo en la mano traviesamente dos bolas de marfil. Luego venía la llamada de tus padres por teléfono, que siempre habían estado tan orgullosos de ti pero que ahora no podrían ir con la cabeza alta y mucho menos entrar en un pub; sólo que era mamá la que llamaba porque papá no tenía ganas ni ánimo de hablar contigo. Y después de eso las declaraciones de antiguos novios leales de varios años atrás («Meterse en la cama con un caniche gordo y dejar que Mugsie hiciera todo el trabajo… Había comprado ya el anillo cuando ella le dejó plantado y se ligó a un pez gordo… Siempre había sido una calentorra, pero quién hubiese dicho que la llevaría a las drogas duras y a esos tríos de cama…»). Todo era tan injusto, y los periódicos tan depravados, y al fin y al cabo era sólo coca y casi todo había sido idea de Petronella. Entonces recurrías al apoyo de Gary Desmond y sí, él seguía al pie del cañón, aunque te devolvía las llamadas un poco más despacio que antes; pero no, lástima, no tenía tiempo para comer juntos esta semana, estaba trabajando en un gran reportaje fuera de la ciudad, tal vez una copa un día de éstos, pero alegra esa cara, chica, a juicio de Gary habías salido bien parada, llena de dignidad, y como se decía, mata siempre al mensajero, ¿eh? Sólo que si seguías lloriqueando, entonces Gary endurecía un poquito el tono y te recordaba que aquello era un mundo de lobos y que si uno jugaba con fuego acababa quemándose, y que si querías que te diese un consejo ya tenías el cheque en la mano y por qué no te ibas a gastar una parte, él no conocía en toda su experiencia a ninguna chica a quien no le animase un trapo nuevo, lo siento, mi amor, ando con prisa. Y no te daba tiempo a proponerle que te acompañase a la tienda para poder decirte que te conservabas guapa y no eras un putón asqueroso como te habían llamado ayer mismo sin mediar provocación alguna. ¿Cuántas de ésas te ha dicho el médico que tomes para no dormir?

La furgoneta azul oscuro de Gary Desmond, que tenía aspecto de ocuparse de un mantenimiento importante en un sector no especificado, permaneció algún tiempo estacionada delante de la casa de la tía May en Chorleywood. En la cabina no había nadie y ningún paseante de perro ni vecino fisgón sospechaba que las rejillas de ventilación fuesen mirillas y que dentro Gary estaba trabajando con una libreta, una grabadora y película rápida. Para identificar a los visitantes de Ardoch hubo que subcontratar servicios; le pagó una buena ronda de copas a un antiguo compadre para que le facilitase acceso a tarjetas de crédito; pero mantuvo un silencio hermético, y el nombre del abejorro principal, aquel sonoro zumbido, no llegó a mencionarse.