Establecer el primer contacto era siempre la parte más peliaguda, puesto que la ignorancia de Desmond se hallaba en su apogeo, y siempre había la posibilidad de que «la mosca de la fruta número uno» gritase: «¡Vete a joder a otro sitio, baboso hijo de puta!», corriera al teléfono y avisara a la tía May, echando así al traste toda la operación. Pero al tímido piloto aéreo, un cincuentón divorciado, inepto y bastante calvo, al que Gary Desmond decidió abordar -en el pub local que frecuentaba el hombre, donde una conducta imprevisible era menos probable-, le tranquilizaron en principio los modales de Gary y sus mentiras. No era alguien, por descontado, tan agresivo como un periodista; su documentación le acreditaba como investigador especial del servicio de aduanas de Su Majestad. Era un caso de drogas a escala planetaria, con algún que otro homicidio, y uno de los principales implicados era un visitante asiduo de una determinada vivienda. Desmond hizo hincapié a su víctima, de repente alarmada, en que no se trataba de un caso policial, en que no tenía nada que ver con la prensa y en que no tramaban nada contra el establecimiento de la tía May. Por lo que atañía al servicio de aduanas, los ciudadanos respetuosos de la ley y en regla con el fisco podían hacer en su vida privada lo que les viniese en gana, con tal de que no involucraran a menores ni comerciaran con especies protegidas y ciertas sustancias secretas. ¿Podían, entonces, ir a hablar a algún sitio donde él no fuera tan conocido?
Al término de la velada Gary pagó la cuenta del restaurante y, con un gesto de congoja, depositó un sobre encima de la mesa. No era su modo de hacer las cosas, pero sus superiores insistían en que había que sufragar los gastos de quienes ayudaban al servicio. El piloto rehusó. Gary lo entendió perfectamente, al tiempo que añadía que no era preciso justificar aquel dinero: no había nombres ni recibos. Le intrigaba que ellos lo llamasen «calderilla»; era la palabra más inapropiada del mundo. Considérelo un reembolso del Ministerio de Hacienda. Al cabo de un rato, el piloto cogió el sobre sin mirar dentro. Gary tenía casi la seguridad de que no necesitarían más su ayuda, aunque por supuesto ellos sabían dónde encontrarle (a él y a sus patrones) en caso necesario. Hablando de un modo estrictamente confidencial, la investigación tal vez exigiera otro par de meses, al cabo de los cuales la tía May tendría un cliente menos, pero en todos los demás sentidos todo volvería a la normalidad.
La fase siguiente era más sencilla: la averiguación rutinaria de nombres, horas, contactos, precios, alternativas y métodos. Por último había que afrontar una decisión ardua: ¿necesitaban a la tía May o no? Si cedía al pánico o huía o simplemente adoptaba una actitud de lealtad, el plan entero podría peligrar. Pero si colaboraba, aviniéndose a grabar tan sólo un par de horitas… Gary Desmond recreó su personaje. Quizá esta vez perteneciera a los servicios secretos y tuviese contactos con cierto dictador árabe, ¿se acuerda de aquellos niños degollados?, escalofriantes las fotos, ¿eh?, se trata sólo de disuadir a un cliente, sí, una cara muy conocida, de hecho conocidísima, pero es probable que ella prefiera las caras anónimas. De los gastos ni hablamos, por cierto, no hablamos para nada. Ellos propusieron, en cambio, hasta insistieron, pingües honorarios. Una suma considerable, realmente. Sólo tres horas. La pequeña abertura que haga falta abrir en el yeso, entrar, salir y nos esfumamos.
Gary Desmond consideró que valía la pena correr el riesgo.
– Bucle House -dijo Sir Jack-. Sin Buck House estamos varados.
Los hoteles tenían alfombras y árboles en tiestos, las torres gemelas del estadio de Wembley estaban esperando que las superasen, instalaban en Pitman House (II) una réplica del coqueto cubo doble, y tres pistas de golf embellecían ya Tennyson Down. Todo estaba listo para que abriesen los centros comerciales y empezaran los concursos de perros pastores. Estaba ya trazado el laberinto de Hampton Court; habían erigido una Casa Blanca en la colina de piedra caliza, y en un acantilado orientado al oeste un paisajista había emplazado grandes superficies con escenas de la historia de Inglaterra que brillaban como un friso negro contra el sol poniente. Tenían un Big Ben la mitad de pequeño; tenían la tumba de Shakespeare y la de la princesa Diana; tenían a Robin Hood (y a su alegre pandilla), los acantilados blancos de Dover, los taxis como escarabajos negros que a través de la niebla de Londres llegaban a pueblos de Cotswold llenos de cottages con techo de paja donde servían té con nata de Devonshire; tenían la Batalla de Inglaterra, el criquet, los pubs con juego de bolos, Alicia en el país de las maravillas, el periódico Times y los 101 dálmatas. Habían excavado y plantado de sauces llorones el Mausoleo Marital de Stacpoole. Había Beefeaters adiestrados para servir grandes desayunos ingleses; el Dr. Johnson escogía sus parlamentos para la experiencia de la cena en el Cheshire Cheese, al tiempo que mil petirrojos se aclimataban a la nieve perpetua. El Manchester United recibiría a los equipos visitantes en el Wembley de la isla, y a continuación de cada partido, un equipo de suplentes volvería a jugarlo, con idéntico resultado, en el Old Trafford. No habían conseguido atraer a sus filas a parlamentarios; pero un puñado de actores, aun con muy pocos ensayos, los reemplazaba sin que se notase. Habían armado e inaugurado la National Gallery. Tenían el paisaje campestre de las Brontë y la casa de Jane Austen, el bosque primigenio y la fauna del parque nacional; tenían el music hall, la mermelada, los bailes folklóricos, la Royal Shakespeare Company, Stonehenge, el labio superior tieso, los sombreros hongo, los seriales clásicos de la tele, los entramados de madera, los alegres autobuses rojos, ochenta marcas de cerveza caliente, Sherlock Homes y una Nell Gwynn cuyo físico impedía cualquier posible rumor de pedofilia. Pero no tenían la Buck House.
En un sentido, sin embargo, la tenían. La fachada del palacio y las verjas estaban completas; los soldados con piel de oso de la Guardia Real habían sido aleccionados para no atacar con la bayoneta a los encantadores bebés a gatas que les manchaban de helado la puntera de los zapatos; las banderas -todo un arco iris- aguardaban para desfilar. Todo ello se hacía por medio de noticias filtradas deliberadamente que de un modo natural inducían a la gente a presumir que la familia real había accedido a mudar de residencia. Los desmentidos periódicos de Buckingham Palace sólo servían para confirmar el rumor. Pero el hecho era que no tenían la Buck House.
Tendría que haber sido fácil. En la metrópoli, la reputación de la familia había conocido una temporada de horas bajas. La muerte de Isabel II y la consiguiente interrupción del principio hereditario se consideraban en círculos amplios como el fin de la monarquía tradicional. El proceso de consultas públicas sobre la sucesión diluyó aún más la mística de la realeza. El rey y la reina jóvenes habían hecho todo lo posible, participado en programas de entrevistas, contratado a los mejores guionistas, mantenido más o menos secretas sus infidelidades recíprocas. Veinte páginas de fotos en la revista Tremendo habían enternecido a los lectores cuando se enteraron de que la funda de un almohadón diseñada personalmente por la reina Denise ostentaba el apodo que ella le había puesto a su consorte: «Reyecito.» Pero, en general, el país estaba descontento, consternado por la normalidad del trono, quejoso de lo que costaba, o simplemente cansado de otorgarle milenios de amor.
Esto debiera haber contribuido a la causa de Sir Jack, pero el Palacio se mostraba extrañamente testarudo. Los consejeros del rey eran expertos en dar largas, y dieron a entender abiertamente que las cuentas bancarias de los Windsor en el extranjero dejarían a la familia bien provista durante muchos más decenios. Al fondo del Mall se estaba desarrollando una mentalidad de bunker, amenizada por arranques esporádicos de lo que parecía sátira. Cuando el primer ministro repitió, más veces de lo conveniente, la expresión «monarquía a pedales», un portavoz de Palacio replicó que aunque las bicicletas no eran ni nunca podrían ser medios de transporte monárquicos, el rey, en vista de las circunstancias económicas y de que decrecía el suministro de combustibles fósiles, estaba dispuesto a convertir a la Casa de Windsor en una monarquía motociclada. Y, en efecto, de vez en cuando una figura con casco y la divisa real en la espalda del chaquetón de cuero aceleraba por el Mall, con el silenciador desconectado como en virtud de una prerrogativa; con todo, no llegó a descubrirse si el motorista era el rey, su perverso primo Rick, un sustituto o un payaso.