Pese al gran desencanto de la ciudadanía, el Palacio, el Ministerio de Turismo y Sir Jack sabían que la familia real era la industria más emblemática y rentable del país. El equipo negociador de Sir Jack se esforzó en recalcar que el traslado a la isla reportaría al trono ventajas financieras y ocio de calidad. Habría un Buckingham Palace totalmente modernizado, además de Osborne House para los fines de semana retro; no habría críticas ni interferencias, sino tan sólo adulación ad libitum; la familia real no pagaría impuestos, y un mecanismo de reparto de beneficios supliría a la asignación para gastos personales del monarca; no podría haber intrusión periodística en la vida privada de los soberanos, puesto que la isla sólo poseía un diario -The Times of London- y su propietario era un auténtico patriota; los deberes tediosos se reducirían al mínimo; los viajes al extranjero serían puramente recreativos, y a los jefes de Estado aburridísimos se les negaría el visado; el Palacio debería aprobar todas las monedas, medallas y sellos emitidos en la isla, y hasta las postales si lo deseaba; por último, quedaría zanjado para siempre el asunto de las bicicletas; de hecho, la finalidad subyacente en el traslado era restaurar el encanto y el dinamismo tan insolentemente arrebatados a la familia real en los últimos decenios. Las cifras que se habían barajado igualaban las de los traspasos de futbolistas, pero el Palacio seguía sin ceder. Se había acordado -tras no pocas lisonjas, en su mayor parte económicas- que el rey y la reina volarían a la isla para asistir a la ceremonia inaugural. Pero esto último era estrictamente facultativo, como se había puntualizado tantas veces.
La cínica oficial trató de considerar el lado positivo. -Miren -dijo-, ya hemos conseguido a Isabel I, a Carlos I y a la reina Victoria. ¿Para qué necesitamos a un puñado de gorrones carísimos e insulsos?
– Los necesitamos, por desgracia -contestó Sir Jack.
– Bueno, si todos los presentes, incluido el Dr. Max, lo cual me sorprende, prefieren la réplica al original, consigamos réplicas.
– Creo -dijo Sir Jack- que si vuelvo a oír esa idea voy a hacerle daño a alguien. Por supuesto, tenemos un plan de reserva. Hace meses que están aleccionando a la «Familia real». Lo harán muy bien, cuentan con mi plena confianza. Pero no es en absoluto lo mismo.
– Lo que lógicamente significa que podría ser mejor.
– Por desgracia, Martha, hay veces en que la lógica, como el cinismo, no nos llevan más lejos. Estamos hablando de ocio de calidad. Estamos hablando de superdólar y yen largo. Estamos varados sin Buck House, y ellos lo saben.
Se alzó una voz singular.
– ¿Y si invitamos a salir del monasterio al viejo Jorge?
Sir Jack ni siquiera dedicó una mirada a su captador de ideas. El joven se había vuelto resueltamente impertinente en las últimas semanas. ¿No habría entendido que su trabajo consistía en captar ideas y no en exponer sus insignificantes ocurrencias? Sir Jack atribuía aquellos prontos de autoafirmación a la formidable buena suerte de haberse infiltrado en el lecho de Martha Cochrane. ¿Piteo se había visto reducido a aquello, a ser una mera agencia de citas para empleados? Habría represalias en su debido momento, pero no todavía.
Sir Jack dejó que el chico se cociera un rato en el creciente silencio y luego le murmuró a Mark:
– Eso sí que sería un disparate. La risa de superioridad de Mark puso punto final a la reunión.
– Un instante, Paul, si tiene tiempo.
Paul observó el desfile de los demás hacia la puerta; o, mejor dicho, observó el desfile de las piernas de Martha.
– Sí, es una mujer hermosa -dijo Sir Jack, con tono de aprobación-. Lo digo como entendido. Y como hombre de familia, por supuesto. Una hermosa mujer. Caliente como un horno, no me extrañaría.
Paul no respondió.
– Me acuerdo de la primera vez en que puse los ojos en ella. Así como recuerdo cuando los puse en usted, Paul. En circunstancias menos formales.
– Sí, Sir Jack.
– Ha progresado, Paul. Con mi patrocinio. Ella también. Con mi patrocinio.
Sir Jack se detuvo ahí. Vamos, chico, no me defraudes. Demuéstrame que por lo menos tienes algo dentro de los pantalones.
– ¿Me está diciendo -el tono agresivo de Paul era nuevo; su afectación, por el contrario, conocida- que mi… relación con… la señorita Cochrane es inaceptable para usted?
– ¿Por qué iba a serlo?
– ¿O que, en consecuencia, ha empeorado mi trabajo?
– Nada de eso, Paul.
– ¿O que, en consecuencia, ha empeorado el de ella?
– Nada de eso.
Sir Jack estaba satisfecho. Rodeó a Paul con el brazo y notó una rigidez gratificante en sus hombros mientras le conducía hacia la puerta.
– Es un hombre con suerte, Paul. Le envidio. Juventud. El amor de una buena mujer. La vida por delante. -Extendió la mano hacia el pomo de la puerta-. Mis bendiciones. A ambos.
Paul estaba seguro de una cosa: que Sir Jack no hablaba en serio. Pero ¿qué querría decir?
Robin Hood y su alegre pandilla. Correteando por el Glen. Daban a los pobres lo que robaban a los ricos. Robin Hood, Robin Hood. Un mito primario; mejor aún, un mito primario inglés. Un mito de libertad y rebelión: rebelión justificada, por supuesto. Sabios -aunque ad hoc- principios de recaudación y redistribución de ingresos. El individualismo como medio de atemperar los excesos del libre mercado. La fraternidad humana. Un mito cristiano, asimismo, a pesar de ciertos aspectos anticlericales. El monasterio bucólico de Sherwood Forest. El triunfo de los virtuosos, que sin embargo eran más ladrones, al parecer, que el arquetípico magnate. Y, por añadidura, ocupaba el número 7 en la lista de las cincuenta quintaesencias de la inglesidad, posteriormente retocada por Sir Jack. El mito de Robin Hood había recibido una atención prioritaria desde el principio. Parkhurst Forest fue convertido fácilmente en Sherwood Forest, y las inmediaciones de la Cave habían sido arbóreamente realzadas por la repatriación de varios centenares de robles adultos procedentes de la mansión de un príncipe saudí. Los martillos neumáticos estaban devolviendo una autenticidad añeja al revestimiento de piedra de la Cave, y se había aplicado al dormitorio una segunda capa de pintura. Habían instalado la tubería de gas hasta la barbacoa, grande como para un buey, y se estaba haciendo la entrevista final para contratar a los miembros de la alegre pandilla de Robin. Martha Cochrane apenas ejerció de cínica -era más un ocioso garabato mental- cuando, en el comité del jueves, dijo:
– A propósito, ¿por qué todos los miembros de la pandilla son hombres?
– ¿Es católico el Papa? -contestó Mark. -Prescinda del feminismo, Martha -dijo Jeff-. Al superdólar y al yen largo no les interesa. -Era sólo…
Pero el Dr. Max acudió en su ayuda, caballeroso pero malévolo.