»Ahora bien, si consideramos las pruebas históricas de orientación hacia el mismo sexo, el caso de Maid Marian es fundamental. Según los relatos tan incompletos que han sobrevivido, Marian, cuyo verdadero nombre era Matilda Fitzwater, contrajo matrimonio con Hood en una ceremonia oficiada por Fray Tuck, lo que supuestamente convirtió en dudosa la validez eclesiástica del acto. Sin embargo, se negó a consumar el vínculo hasta que hubiese sido levantado el bando de bandolerismo que pesaba sobre su cónyuge. Entretanto, adoptó el nombre de Maid Marian, vivió en castidad, usaba ropas de hombre y participó en las correrías de la banda. ¿Alguna hipótesis, caballeros, señorita Cochrane?
Pero todos estaban demasiado pendientes tanto del relato del Dr. Max, o por lo menos de su capacidad pictórica, como de su audacia, por no decir temeridad vis-à-vis del propietario de los periódicos de familia. Sir Jack, por su parte, cavilaba en silencio.
– Tres posibilidades se nos ofrecen -prosiguió el Dr. Max suavemente-, cuando menos a mi instrumento cerebral imperfecto. En primer lugar, la posibilidad neutral, no interpretativa (si bien ningún historiador auténtico cree que sea posible la neutralidad no interpretativa), de que Maid Marian obedeciese el código caballeresco de los tiempos tal como lo entendía ella. Segundo, que se tratase de un ardid marital para evitar el sexo penetrativo. Los anales históricos no dilucidan la cuestión de si un voto de castidad se aplicaría también al sexo no penetrativo. Puede que Marian estuviese intentando, como si dijéramos, estar en misa y repicando al mismo tiempo. Tercero, que Matilda Fitzwater, aun siendo jurídica y bautismalmente mujer, era quizá biológicamente hombre, y se estaba sirviendo de alguna laguna técnica en la ley de la caballería para evitar que la descubrieran.
»Sin duda esperan con ansiedad mis conclusiones sobre todas estas cuestiones. Son las siguientes: que personalmente a mí me importan un bledo; que al elaborar este informe pocas veces me he sentido tan vejado en mi vida profesional; y que he enviado mi dimisión por correo. Gracias, caballeros, señorita Cochrane, presidente.
Dicho esto, el Dr. Max se levantó e hizo un airoso mutis por el foro. Todos aguardaron a que Sir Jack emitiese un veredicto. Pero el presidente, insólitamente, se negó a tomar la iniciativa. Por último, Jeff dijo:
– Yo diría que él mismo se ha disparado un tiro en el pie.
Sir Jack se encogió de hombros y se removió.
– Usted diría eso, ¿verdad, Jeff? -El desarrollista comprendió que su suposición había sido apresurada-. Yo diría, por mi parte, que la aportación del Dr. Max ha sido muy positiva. Provocadora, por supuesto, y por momentos rayana en ofensiva. Pero no he llegado a donde estoy empleando a personas dóciles, ¿o sí, Marco?
– No.
– ¿O quiere decir sí en esta ocasión? Da lo mismo. La sesión continuó su curso. Sir Jack indicó la dirección que debían seguir. Mark, que olfateaba todos los vientos, respaldó la propuesta de que hubiera un reclutamiento activo de homosexuales y minorías étnicas. Convino asimismo en que era necesario investigar más acerca del modo en que las condiciones del bandolerismo pudieran brindar a los discapacitados una contribución más plena que la que consentía la sociedad marginadora actual. ¿Pues quién tenía un olfato más agudo que las personas visualmente deficientes? ¿Qué torturado podía mostrar más entereza que un sordomudo?
Una última sugerencia fue inscrita en el acta. ¿No podría haber dos bandas separadas en Sherwood Forest, ideológicamente afines pero autónomas? Una, encabezada por Robin Hood, sería la organización tradicional panmasculina, aunque orientada hacia las minorías; y la otra un grupo de mujeres separatista dirigido por Maid Marian. Estas cuestiones fueron pospuestas para ulterior deliberación.
Cuando se estaban dispersando, Sir Jack engarfió un dedo señalando al desarrollador de concepto.
– Por cierto, Jeff, ¿se da cuenta de que le hago personalmente responsable?
– Gracias, Sir Jack.
– Bien.
El presidente se volvió hacia la última Susie.
– Em. Discúlpeme, Sir Jack. ¿De qué?
– ¿De qué qué?
– ¿De qué soy personalmente responsable?
– De garantizar que continúen las aportaciones pertinentes del Dr. Max a nuestro foro de ideas. Vaya a buscarle, cabeza de chorlito.
– Victor -dijo tía May-. Qué agradable sorpresa.
Le abrió de par en par la puerta principal de Ardoch. Algunos sobrinos querían que les recibiese una pupila: una pupila muy concreta. Pero al sobrino Victor le gustaba hacer las cosas como es debido: aquélla era la casa de la tía May, y por lo tanto tía May abría la puerta.
– Le he traído una botella de sherry -dijo Sir Jack.
– Un sobrino siempre tan considerado. -Hoy ella era una mujer elegante, con traje de tweed y reflejos de un azul plateado en el cabello; respetable, afectuosa, pero firme. Al día siguiente sería otra tía May-. La abriré más tarde. -Sabía que la bolsa marrón contendría asimismo el número correcto de billetes de mil euros-. Me siento mucho mejor después de tus visitas.
Era cierto. Algunas de las chicas se quejaban de que el suplemento no valía la pena, y de por qué a Victor se le consentía y a otros no. Bueno, no tendrían que preocuparse mucho más tiempo; y ella no debería molestarse en buscar una nueva Heidi cada pocos meses.
– ¿Puedo ir a jugar, tía?
De todos sus sobrinos, Victor era el que más pronto entraba en faena. Sabía lo que quería, cómo y cuándo. Lo echaría de menos. A veces le costaba siglos lograr que sobrinos nuevos expresaran sus deseos. Tratabas de ayudarles y equivocabas el tiro. «Ahora ya lo has estropeado», se quejaban.
– Ve a jugar, Victor, querido. Yo voy a echarme a descansar un rato. Ha sido un día agotador.
Los andares de Sir Jack cambiaron cuando se encaminaba hacia la escalera. Caminaba con el trasero más caído y las rodillas más blandas; sus pies apuntaban hacia fuera. Bajó la escalera con un bamboleo lateral, como si temiese tropezar en cualquier momento. Pero conservó el equilibrio; era un chico mayor ahora, y los chicos mayores sabían dónde ir. La primera vez la tía May había intentado acompañarle, pero él la disuadió enseguida.
El cuarto de juegos tenía doce metros por siete, estaba muy bien iluminado y había carteles alegres en sus paredes amarillas. Dos objetos lo presidían: un corral de madera de un metro y medio de alto y tres metros cuadrados de superficie, y un cochecito de niño de dos metros y medio de largo, con ruedas de gruesos radios y ejes sólidos. Orlaba la capota una bandera del Reino Unido. El bebé Victor ajustó los reguladores de intensidad de la luz situados a la altura de las rodillas y el silbido de la estufa de gas. Colgó la chaqueta y tiró la camisa y la ropa interior encima del caballito de balancín. Cuando fuese mayor montaría en el caballo, pero todavía era demasiado pequeño.
Desnudo, soltó el pestillo grande de latón y entró en el corral. En una bandeja de plástico para el té había una temblorosa gelatina verde, recién salida del molde y de medio metro de alto. A veces le gustaba vertérsela sobre el estómago. Otras veces prefería cogerla y lanzarla contra la pared, en cuyo caso se ganaría una regañina y una tunda. Hoy no le tentaba. Se tumbó de bruces y enterró la nariz en la estera de felpa de color ciruela, despatarrado como una rana. Se volvió a medias y miró de hito en hito el tocador. La enorme pila de pañales, la botella de lubricante para bebés, de medio metro de alta, y el bote de polvos a juego. Tía May sabía sin duda cómo se hacían las cosas. Había tenido que investigar, pero se merecía cada euro.
En el momento justo se abrió la puerta del cuarto.
– ¡Bebé! ¡Bebé Víctor!
– ¡Gu-gu-gu-gu!
– El culito del bebé. El culito del bebé necesita pañalito.