Con la certeza de su lógica infantil, sabía que no debía creer las explicaciones de su madre. Hasta se sentía un poco superior ante la incomprensión y las lágrimas maternas. Para Martha era perfectamente sencillo. Papá había salido a buscar Nottinghamshire. Creía que lo tenía en el bolsillo, pero cuando lo buscó no estaba. Por eso no estaba sonriendo a Martha ni echando la culpa al gato. El sabía que no podía decepcionarla, y había salido en busca de la pieza y le costaba más tiempo del que él se había figurado. Cuando volviera, todo estaría arreglado.
Más tarde -y ese más tarde llegó demasiado pronto-, invadió su vida un sentimiento horrible que aún no sabía describir con palabras. Una razón súbita, lógica, rítmica (cla cla) de por qué papi se había marchado. Ella había perdido la pieza, ella había perdido Nottinghamshire, no recordaba dónde la había puesto, o quizá la hubiese dejado en un sitio donde un ladrón habría podido llevársela, y por eso su padre, que la amaba, que decía que la amaba, y no quería nunca verla frustrada, y no quería que Ratoncita sacara así, hacia afuera, el labio, se había ido a buscar la pieza, y la busca sería larga, muy larga, si los libros y los cuentos merecían aún crédito. Podía ser que su padre tardase años en volver, y para entonces le habría crecido la barba, que estaría cubierta de nieve, y parecería -¿cómo se decía?- consumido por la desnutrición. Y todo por culpa de ella, porque había sido descuidada o estúpida, y ella era la causa de la desaparición de su padre y la desdicha de su madre, y por tanto nunca debería volver a ser estúpida ni negligente, pues si lo era sucedían cosas como aquélla.
En el pasillo junto a la cocina había encontrado una hoja de roble. Su padre siempre transportaba hojas en los pies. Decía que era porque se daba mucha prisa en volver a ver a Martha. Mamá le decía con voz irritada que no fuera tan cuentista, y que Martha podía esperar tranquilamente hasta que él se hubiese limpiado los pies. La misma Martha, temiendo provocar reproches similares, siempre se limpiaba los pies a conciencia, y al hacerlo se sentía bastante engreída. Ahora sostenía una hoja de roble en la palma de la mano. Con sus bordes festoneados parecía una pieza de rompecabezas, y por un momento se le elevó el ánimo. Era un signo, o una coincidencia, o algo parecido: si ella guardaba la hoja como un recordatorio de papi, él a su vez conservaría Nottinghamshire y volvería a casa. No se lo dijo a su madre, pero metió la hoja en el folleto rojo de la feria agrícola.
En cuanto a Jessica James, amiga y traidora, la ocasión de venganza se presentó en su día, y Martha la aprovechó. Ella no era cristiana, y el perdón era una virtud que practicaban otros. Jessica James, piadosa y de ojos porcinos, con una voz como de rezo matutino, Jessica James, cuyo padre nunca desaparecería, empezó a salir con un chico alto y desgarbado, cuyas manos rojas poseían la inarticulación húmeda y fofa de una juntura ósea. Martha olvidó enseguida su nombre, pero siempre recordaba sus manos. De haber sido mayor, Martha quizá hubiese concebido que lo más cruel era dejar que Jessica y su cortejador risueño continuaran su presuntuoso roce de rodillas hasta el día en que ambos recorrieran la nave por delante del cruzado con el perro a los pies para internarse en los años crepusculares de sus vidas.
Pero Martha no era todavía tan rebuscada. En vez de eso, Kate Bellamy, amiga y conspiradora, le hizo saber al chico que Martha podría estar interesada en salir con él si estaba pensando en plantar a la otra. Martha había descubierto ya que podía gustar a casi cualquier chico siempre que a ella él no le gustase. Ahora había que debatir diversos planes. Podía simplemente robarle el chico, exhibirlo un tiempo y humillar a Jessica delante de toda la escuela. O podrían organizar un numerito tonto: Kate llevaría a Jessica a dar un paseo inocente, y por casualidad llegarían a un sitio donde su corazoncito mojigato quedaría desgarrado por la escena de una mano cochina prensada contra un pecho blando.
Martha, sin embargo, optó por la venganza más cruel, y la que menos exigía de ella. Kate Bellamy, de voz inocente y alma artera, persuadió al chico de que Manha podría aprender a amarle de verdad -una vez que llegara a conocerle-, pero puesto que ella era seria en cuestiones de amor, y en todas las cosas que el amor representaba, si deseaba una oportunidad él primero tendría que romper pública e irrevocablemente con Sor Piedad. Al cabo de unos días de cavilación y codicia, el chico rompió con Jessica y las lágrimas de ésta obraron debidamente como una recompensa. Transcurrieron más días, Martha se mostraba por doquier sonriente, pero no emitía el menor mensaje. Inquieto, el chico abordó a la cómplice, que se hizo la tonta y dijo que seguramente había un malentendido: ¿que Marta Cochrane saliera con él? Vaya una idea. Furioso y humillado, el chico salió al encuentro de Martha al terminar la escuela; ella se burló de que él se arrogara la presunción de adivinar los sentimientos de ella. El chico se repondría; los chicos lo hacían. Por lo que atañe a Jessica James, nunca descubrió a la artífice de su desdicha, cosa que complació a Martha hasta el día en que abandonó la escuela.
Conforme transcurrían los inviernos, poco a poco cobró conciencia de que ni Nottinghamshire ni su padre volverían. Continuó creyendo que quizá volviesen mientras su madre siguiera llorando, recurriera a una de las botellas del estante alto, la abrazase muy fuerte y le dijera que todos los hombres eran malos o débiles, y algunos las dos cosas. Martha también lloraba en esas ocasiones, como si las lágrimas unidas pudieran devolverle a su padre.
Después se mudaron a otro pueblo, que estaba más lejos de la escuela, y ella tenía que tomar el autobús. No había un estante alto para botellas; su madre dejó de llorar y se cortó el pelo. Sin duda se estaba forjando un carácter. En la nueva casa, que era más pequeña, no había fotos del padre. Su madre le decía menos a menudo que los hombres eran malvados o débiles. Le decía, en cambio, que las mujeres tenían que ser fuertes y cuidar de sí mismas porque no podían confiar en que alguien las cuidase.
Martha, en respuesta, tomó una decisión. Todas las mañanas, antes de salir para la escuela, sacaba la caja del rompecabezas de debajo de la cama, abría la tapa con los ojos cerrados y sacaba un condado. Nunca miraba, por si acaso era uno de sus favoritos: quizá Somerset o Lancashire. Claro que reconocía a Yorkshire como la pieza que apenas podía rodear con los dedos, pero nunca había sentido un afecto especial por Yorkshire. En el autobús, metía la mano por detrás de ella y empujaba el condado hacia el fondo del asiento. Un par de veces, sus dedos tropezaron con otro condado que había encajado, algunos días o semanas antes, entre la tapicería prieta. Deshacerse de unos cincuenta condados le llevó casi todo el trimestre. Tiró el mar y la caja al cubo de la basura.
No sabía si pretendía recordar u olvidar el pasado. A aquel paso nunca se forjaría un carácter. Confiaba en que no hubiese nada malo en pensar tanto en la feria; de todos modos, no conseguía expulsarla de su memoria. La última vez que salieron en familia. La columpiaban muy alto por los aires en un lugar donde, a pesar del ruido y los empujones, había orden y reglas y la cordura de hombres con chaquetas blancas como médicos. Tenía la impresión de que muchas veces te juzgaban injustamente en la escuela, y lo mismo en casa, pero que en la feria se impartía una justicia superior.
Por supuesto que ella no lo expresaba así. Su aprensión inmediata, cuando preguntó si podía concursar en la feria, fue que su madre pudiera enfadarse y que su lista de premios fuese confiscada por haberle «dado ideas». Esto era otro de los pecados infantiles que no acertaba a prever. ¿Te estás poniendo insolente, Martha? El cinismo es una virtud muy solitaria, ¿sabes? ¿Y quién te ha metido esas ideas?