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– Paaañalito -ronroneó Sir Jack-. Paaañalito.

– Un bonito pañalito -dijo Lucy. Llevaba un uniforme de niñera medio marrón, recién planchado, y su nombre de verdad era Heather; sin que lo supiera tía May, estaba preparando su doctorado en estudios psicosexuales en la Universidad de Reading. Pero aquí la llamaban Lucy y le pagaban al contado. Cogió del tocador el bote gigante de polvos y lo depositó encima de la barandilla del corral. Polvos perfumados llovieron de los agujeros grandes como el pitorro de una tetera. Víctor gorgoteaba y se remecía de placer. La niñera hizo una pausa y acto seguido frotó los polvos contra la piel del bebé con una fregona de pelo de camello atada al palo de una escoba. Él se tumbó de espaldas y ella le empolvó el otro lado. Luego cogió del tocador un pañal del tamaño y la tela de una toalla de baño. Sir Jack ocultaba la ayuda que prestaba y Lucy la cantidad de fuerza física requerida en manipular para envolverle en el paño mullido. El separaba y juntaba las piernas con absoluta autenticidad mientras ella le envolvía en el pañal y, por último, lo sujetaba con un imperdible de latón de 50 centímetros. Casi todos los bebés optaban por pañales de plástico acolchados y con cierres Velero; y el mero sonido del Velero al despegarse les causaba un efecto instantáneo. Pero el bebé Víctor prefería el pañal de felpa con su imperdible. Heather caviló sobre la infancia que ambos estaban reproduciendo: ¿los padres de Víctor habrían sido inexpertos, anticuados, o quizá simplemente pobres?

– ¿El bebé hambre? -preguntó Lucy. A este bebé también le gustaba el lenguaje infantil. Otros necesitaban frases de mayores, lo que tal vez delataba que en la infancia les habían tratado desde el principio como a adultos, y en consecuencia se les habían negado las experiencias genuinas de una crianza que ahora reclamaban; o quizá indicase un deseo de control adulto sobre la fantasía; o, incluso, una incapacidad de regresión más completa.

«¿A lo mejor el bebé quiere que le cambiemos el pañal?», decían con plena corrección gramatical. Pero aquel bebé exigía un trato de bebé absoluto. Pañales de tela, una entonación naturalista y… todo lo demás, que ella evitaba pensar de momento. Repitió, en cambio: «¿El bebé hambre?»

– Teta -murmuró él. Un comunicador precoz, ciertamente, para ser un bebé de tres meses, pero una inarticulación fiel hubiera hecho difícil la tarea.

Lucy fue a la puerta, la abrió y gritó «Bebé hambriento», con una voz afectada, arrulladora y a la vez pícara. Dos metros más arriba de la cabeza de Lucy, Gary Desmond alzó los pulgares de alegría por la calidad del sonido. Observó el monitor mientras Lucy cerraba la puerta y Sir Jack se ponía de pie en el corral. Avanzó hacia el tocador con talonazos torpes y un anadeo culibajo, abrió el cajón inferior y sacó una cofia azul a cuadros. Se ató las cuerdas debajo de la barbilla y luego trepó resueltamente por los peldaños reforzados del cochecito y se instaló dentro. El coche se meció sobre sus muelles como un trasatlántico, pero por lo demás no se movió. Tía May se había cerciorado de que estuviese bien atornillado al suelo.

Una vez sentado debajo de la capota levantada, con su orla de la bandera inglesa, Sir Jack empezó a lloriquear y a enseñar los dientes. Al cabo de un rato los pucheros cesaron y en una sala contigua una voz berreó: «¡TETA!»

Al oír esta señal, Heidi entró a trompicones. Todas las madres lactantes que tía May contrataba se llamaban Heidi; era una tradición de la casa. A la actual se le empezaba a cortar la leche, o tal vez estaba harta de que le succionaran los pechos bebés de edad mediana; en cualquier caso, habría que reemplazarla al cabo de una o dos semanas. Era la parte más ardua de la profesión de tía May. En una ocasión, desesperada, había contratado a una Heidi caribeña. ¡Qué rabieta había cogido Sir Jack aquel día! La idea había sido realmente funesta.

Víctor insistía también en que el sostén de amamantar fuese el adecuado. A algunos bebés les gustaba el que usan las bailarinas en topless, pero Víctor se tomaba en serio su condición de rorro. Heidi, que llevaba el pelo abombado en un pliegue francés, despegó la blusa un poco de su falda con peto, se encaramó sobre el costado del coche, se desabrochó y luego destapó la pezonera. Sir Jack gorgoteó «Teta» otra vez, se cubrió los dientes con los labios para poner una boca de lactante y aceptó el pezón al descubierto. Heidi se apretaba suavemente el pecho; Víctor alargó una pezuña de campañol y la posó contra el sostén; cerró los ojos sumido en una satisfacción profunda. Al cabo de unos minutos eternos, Heidi retiró el pezón, dejando que la leche salpicara las mejillas de Víctor, y le ofreció el otro pecho. Lo apretó, la boca del bebé volvió a succionarlo y tragó la leche a gorgoteos. A Heidi le costaba más trabajo llegar con este pecho hasta la boca lactante, y se concentró en que el suministro fuera exacto. Por último, él abrió los ojos tras una modorra profunda y apartó con suavidad a la nodriza. Esta le vertió encima unas gotas más de leche y estimó que Víctor estaba ya listo. Sabía que prefería que Lucy le limpiase la leche. Reajustó sus pezoneras, se abrochó la blusa y como casualmente deslizó la mano por la parte delantera del pañal abultado. Sí, el bebé Víctor estaba ya bien a punto.

Salió del cuarto. Sir Jack empezó a lloriquear para sí, primero en silencio y luego más fuerte. Finalmente estalló: «¡PAÑAL!», y Lucy, que aguardaba detrás de la puerta, con un cuenco de agua helada en las manos, entró corriendo.

– ¿Pañal mojado? -preguntó, preocupada-. ¿Pañal de bebé mojado? La niñera va a ver.

Cosquilleó la barriguita de Víctor, y lenta, cuidadosa, juguetonamente, soltó el imperdible. La erección de Sir Jack estaba en su apogeo, y Lucy la palpó con las manos frías.

– Pañal no mojado -dijo, con tono perplejo-. Bebé Víctor no mojado.

Los pucheros de Sir Jack la instaron a buscar otras causas. Limpió la leche de Heidi de los mofletes bovinos de Victor y después jugueteó suavemente con sus pelotas. Pareció que a la postre se le ocurría una idea. -¿Bebé con picor? -se preguntó en voz alta. -Picó -repitió Victor-. Picó. Lucy cogió el botellón de aceite para niños. -Picor -dijo, con voz tranquilizadora-. Pobre bebé. Niñera lo arregla.

Volcando la botella, vertió un chorrito sobre el vientre montañoso y los muslos paquidérmicos del bebé Victor, y sobre lo que ambos simulaban que era su colita. Después empezó a restregar los picores del bebé. -¿A bebé Victor le gusta el frote? -preguntó. -Uh…, uh…, uh -murmuró Sir Jack, dictando el ritmo preciso. A partir de entonces Lucy evitaba el contacto visual. Había procurado ser objetiva; ella era, en definitiva, Heather, y aquello era una útil y bien pagada investigación de campo. Pero descubrió que, extrañamente, sólo podía adoptar un pleno desapego involucrándose más, convenciéndose de que, en efecto, era Lucy y el cliente era efectivamente el bebé Victor, con el pañal suelto, desnudo salvo por la cofia azul, y despatarrado ante ella.

– Uh…, uh…, uh -prosiguió él mientras ella derramaba más aceite alrededor de su coronilla-. Uh…, uh -continuó mientras alzaba las caderas para indicarle que le untase un poco más los testículos-. Uh…, uh… -con un gruñido más pausado, para darle a entender que lo estaba haciendo a las mil maravillas. Luego, con un rugido más fuerte y más adulto, susurró-: Poti.

– ¿Bebé poti? -preguntó ella, alentadoramente, aunque no del todo convencida de que el bebé fuese capaz del acto supremo de la bebeidad. Había algunos bebés que querían que les dijesen que no, y obedecían. Otros querían que les dijesen que no para gozar la emoción de transgredir la orden. Pero el bebé Victor era un bebé auténtico; no había complicaciones ni ambigüedad en sus exigencias imperiosas. Lucy comprendió que se avecinaba la última.

Él impulsó hacia arriba las caderas, ella lo estrujó en respuesta con sus manos pringadas, y Sir Jack Pit-man, empresario, innovador, hombre de ideas, mecenas de las artes, restaurador urbanístico, Sir Jack Pit-man, más un auténtico almirante que un capitán de la industria, visionario, soñador, hombre de acción y patriota, acometió un crescendo ronco que culminó en un sforzando bramido de ¡POOOOOOOTI! Expulsó una ristra de pedos sólidos, se corrió a sacudidas en las manos unidas de Lucy y ejecutó una cagada espectacular en el pañal.