A algunos bebés les gusta que los limpien, los sequen y les pongan polvos, lo que costaba unos cuantos miles de euros más y era impopular entre las chicas. Pero la tarea de Lucy ya había terminado; el bebé Victor prefería que llegado a aquel punto le dejasen solo. En la secuencia final de la cámara se le veía saltar del cochecito y caminar como un adolescente incipiente hacia la ducha. Gary Desmond no se molestó en documentar el tempo ni el narcisismo de Sir Jack vistiéndose.
Tía May acompañó a Victor hasta la puerta, como hacía siempre, le dio las gracias por la botella de sherry y le comunicó que esperaba su visita el mes siguiente. Se preguntó si él acudiría. No le agradaba la idea de perder a uno de sus sobrinos más asiduos. Pero si era cierto que él tenía algo que ver con aquella carnicería espantosa…, y la suma del coronel Desmond había sido asombrosamente generosa…, y no tendrían que acordarse de poner la bandera nacional en el cochecito… Y las chicas no aprobaban realmente a los cagones. Decían que era llevar demasiado lejos el juego de las niñeras.
Sir Jack Pitman salió piafando de Ardoch y silbó a la limusina. Se sentía rejuvenecido. Allí estaba Woodie, con la gorra debajo del brazo, sujetando la puerta abierta. La gente como Woodie era la sal de la tierra. Un chófer excelente; leal, además. No como el joven Harrison, que ponía la nariz respingona cuando le ofrecían la ocasión de conducir la limusina de Sir Jack. Ansioso de irse a casa a besuquearse con la Cochrane. Martha Cochrane era una disidente que intentaba subvertir al «guardián de sus ideas.» Pero ni siquiera la breve rememoración de aquella sórdida pareja pudo nublar su buen humor. Lealtad. Sí, tenía que dar a Woodie una opípara propina cuando llegasen a casa. ¿Y qué oirían en el camino? ¿La séptima, quizá? Le mantenía a uno alegre si uno estaba en vena, le alegraba a uno en caso contrario. Sí, la séptima. Un tío cojonudo, el bueno de Ludwig.
El rey pilotaba el avión real desde Northolt a Ventnor. En todo caso, creía que pilotaba; y así era, más o menos. Pero desde que se había producido la secuencia de incidentes reales, habían instalado un sistema que anulaba el automatismo. El copiloto oficial -que había demostrado ineficiencia en el curso de la trágica incineración del centro de asistencia diurna perpetrada por el príncipe Rick- estaba allí sólo para hacer bonito. Cruzado de brazos, no hacía nada más que sonreír y aprobar, como un pasmarote ante el cual el piloto real podía sentirse superior. Había un minúsculo desfase entre las exigencias de vuelo del rey y su refrendo por parte del comandante del aire (Patrimonio) en Aldershot. Hoy, con cielos despejados y una ligera brisa de suroeste, el rey estaba virtualmente al mando. Poca cosa debía hacer Aldershot; el copiloto, por su parte, podía sonreír al plácido paisaje y aguardar la cita al oeste de Chichester.
Aparecieron, chatos y estrepitosos, dos Spitfires y un Hurricane, oscilando sus alas redondeadas, listos para escoltar al reactor rumbo a la inauguración oficial de la isla. Aldershot anuló brevemente los mandos reales y desaceleró para recuperar la velocidad de vuelo convenida. Los Spitfires ajustaron la posición de sus alas y el Hurricane se situó a popa.
El sistema de comunicación de los cazas último modelo llevaba incorporadas interferencias de época.
– Teniente general «Johnnie» Johnson informando, señor. En el ala estribor tiene al comandante «Ginger» Baker, y a babor al capitán «Chalky» White.
– Bienvenidos a bordo, caballeros -dijo el rey-. Pónganse cómodos y disfruten del espectáculo, ¿eh? ¿Roger, o cómo?
– Roger, señor.
– Sólo por curiosidad, teniente coronel, ¿quién era Roger?
– ¿Señor?
– Me parece recordar que trabajaba para una empresa llamada Wilco.
– Me temo que no le sigo, señor.
– Era sólo una broma, teniente coronel. Corto y fuera.
El rey lanzó una mirada a su copiloto y movió la cabeza decepcionado. Habían repasado el guión esa mañana, en Palacio, y él había ensayado su texto con Denise mientras esperaban para despegar. Ella casi se hizo pis. Era una consorte fabulosa, Denise. ¿Pero de qué servía pagar tanto dinero si el auditorio no lo entendía?
Cruzaron la costa cerca de Selsey y enfilaron rumbo al suroeste a través del Canal de la Mancha.
– Una joya engastada en un mar de plata, ¿eh? -murmuró el rey. -Así es, señor.
El copiloto asintió como si Su Majestad acuñase a menudo frases semejantes.
La pequeña escuadrilla prosiguió su vuelo por encima de las olas. Al rey siempre le inspiraba cierta melancolía comprobar lo pronto que se llegaba al mar y lo pequeño que era su reino comparado con el que antaño habían regentado sus antepasados. Tan sólo unas generaciones atrás, su-sin-embargo-muchas-veces-bi-sabuelo había gobernado un tercio del planeta. En Palacio, cuando juzgaban que su amor propio juvenil era un poco endeble, exhumaban atlas engañosos para enseñarle lo rosa que había sido el mundo en una época y la importancia aplastante de su linaje. Ahora todo aquello se había esfumado, toda la justicia y la majestad y la paz y el poder y el ser el puñetero número uno, se habían esfumado, ido, muchísimas gracias, guiri. Hoy día el país era tan pequeño que apenas cabía un alfiler; se había encogido hasta el tamaño de los tiempos en que el rey Alfredo quemó los pasteles. Solía decirle a Denise que si el país no se espabilaba, los dos acabarían haciendo repostería casera, como en la época de Alfred.
Apenas estaba concentrado; había largos lapsos en que el avión parecía volar solo. De pronto le cosquilleó los oídos una ráfaga de chisporroteos.
– Enemigos en las tres en punto, señor.
El rey miró a donde apuntaba el copiloto. Una avioneta se dirigía hacia las proas de la escuadrilla, remolcando una larga pancarta. Leyó: SANDY DEXTER Y EL «DAILY PAPER» SALUDAN A SU ALTEZA.
– Qué huevones -murmuró el rey. Se volvió y gritó a través de la puerta abierta de la cabina-: Eh, Denise, ven a ver a estos huevones.
La reina recogió sus fichas de Scrabble porque no podía fiarse totalmente de que su dama de honor no le hiciera trampas, y asomó la cabeza por la cabina.
– Huevones -dijo la reina-. Putos huevones.
Ninguno de los dos tenía tiempo que dedicar a Sandy Dexter. En opinión de ambos, Dexter era un baboso y el Daily Paper no valía ni para limpiarse el culo. Por supuesto que ambos lo habían leído por separado, para ver qué basura y qué mentiras querían que sus súbditos tragasen. Así se había enterado la reina Denise de las frecuentes visitas que su marido hacía a aquella maldita furcia que se había agenciado las tetas en Norteamérica, Daphne Lowestoft. Necesitaría muchísimos más artificios cosméticos si alguna vez ponía el pie en el palacio cuando Denise estuviese allí. En el Daily Paper era también donde el rey había descubierto que el reciente y encomiástico interés de su esposa en salvar delfines lo compartía alguien con traje de neopreno cuyo nombre él no soportaba siquiera pronunciar. Curioso cómo sobresalía todo en aquellos trajes de buceo, como en un anuncio.
Ahora, mientras lo observaban, el pequeño Apache de Dexter viró y volvió a pasar por delante de las proas en dirección opuesta. El rey se imaginó al chupaculos descojonándose y diciéndole al fotógrafo hacia dónde tenía que enfocar la punta del largo objetivo. Probablemente ya habían sacado una foto de la cabina del avión real.
– Reyecito -dijo la reina-. Haz algo. -Puto huevón -repitió el rey-. ¿Cómo librarnos de ese baboso?