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– Roger, señor.

El teniente coronel «Johnnie» Johnson se despegó del reactor real y puso rumbo hacia el Apache para interceptarlo. Le cerró el paso con su provocación volante. Vamos a jugar un poco, ¿por qué no? Luego pensó: ¿y si le damos al jodido un buen susto? Al cañón del ala aún debía de quedarle alguna munición después del ensayo para la Batalla de Inglaterra realizado la víspera. Métele un petardo por el culo y que el tío se mee en los pantalones. Puñeteros periodistas. El Hurricane se aproximó más. Johnson gritó por el interfono: «¡Éste es mío!», y enfiló la diana en el visor, apretó el gatillo y notó el temblor del fuselaje cuando escupió dos ráfagas de ocho segundos. Maniobró para un ascenso en flecha, como el manual ordenaba, y se estaba riendo entre dientes cuando oyó por radio que la voz inconfundible de «Ginger» Baker rompía el silencio. «Cristo, hostia», fueron sus inequívocas palabras.

El teniente coronel miró atrás. Al principio, lo único que alcanzó a ver fue un reguero de fuego en expansión. Poco a poco se convirtió en una línea vertical de caída, de un trazo muy fino, mientras la pancarta se enroscaba y ondeaba intacta. No aparecían paracaídas. El tiempo se lentificó. La radio enmudeció. Los tripulantes de la escuadrilla real observaron cómo los restos de la avioneta rebotaban brevemente contra la superficie lejana del agua y a continuación se hundían.

«Johnnie» Johnson volvió a alinear su caza a popa. Los acantilados orientales de la isla surgieron lentamente ante la vista. Entonces el capitán «Chalky» White emitió su señal de llamada.

– Diario de a bordo, capitán -dijo-. Me ha parecido un fallo de motor.

– Los boches suelen sentarse encima de sus propias bombas -añadió «Ginger» Baker.

Hubo una larga pausa. Finalmente el rey, tras haber reflexionado, habló por el interfono.

– Enhorabuena, teniente coronel. Yo diría bandidos en polvorosa.

La reina Denise tomó prestadas tres letras de su dama de honor y compuso la palabra BABOSO.

– Pan comido, señor -contestó «Johnnie» Johnson, recordando la frase que diría al final de la Batalla de Inglaterra.

– Yo diría, en conjunto, punto en boca -agregó el rey.

– Punto en boca, señor.

La escuadrilla emprendió el descenso hacia Ventnor y recibió autorización de aterrizar. Cuando se abrió la puerta del avión real y la banda de música atacó el himno monárquico, el rey trató de recordar exactamente qué le había dicho al teniente coronel para que se pusiera hecho un basilisco y derribara a Sandy Dexter en pleno Canal de la Mancha. Era lo malo de estar en la mira del público: cualquier cosa que dijeras se malinterpretaba espantosamente. El teniente coronel, a su vez, se preguntaba quién habría suplantado su munición de fogueo por fuego real.

Una tropa de paracaidistas corpulentos, con miriñaques inflados y huevos de goma bien pegados con cola a sus cestas de mimbre, descendió de un cielo sin viento hacia la plaza del pueblo, frente a Buckingham Palace.

– ¡Cielos, Betsy! -rugió Sir Jack desde la tribuna del desfile.

De pie, a su lado, el rey estaba cansado. La tarde era calurosa, y en parte se sentía un pelín culpable por el derribo, la víspera, de Sandy Dexter. Denise se había comportado muy bien: era una consorte fabulosa, Denise. Secretamente, le disgustaba una pizca la idea de achicharrar a periodistas, y había consultado a su edecán acerca de una donación anónima para la viuda de Dexter. El edecán había consultado, a su vez, con el jefe de prensa, quien informó de que Dexter no se distinguía por sus costumbres hogareñas -más bien al contrario- y esto, en cierto sentido, había sido un consuelo.

Luego se había celebrado el recibimiento oficial, y a pesar de la novedad que representaba la isla, ser recibido por Sir Jack Pitman no era muy distinto de ser recibido por algunos jefes de Estado que podía mencionar, sólo que por lo menos Pitman no había intentado besarle en ambas mejillas. El recorrido de la isla en helicóptero…, bueno, menos mal que eso había sido divertido. Una especie de versión de Inglaterra a cámara rápida: ahora el Big Ben, al minuto siguiente el cottage de Anne Hathaway, luego los acantilados blancos de Dover, el estadio de Wembley, Stonehenge, su propio Palacio y el bosque de Sherwood. Habían telefoneado a Robin Hood y su banda, y le habían respondido disparándoles flechas.

– Granujas y bribones -había gritado Pitman-, son incapaces de hacer nada de provecho.

El rey había sido el primero en reírse, y para mostrar su famosa sangre fría, había replicado:

– Menos mal que no les ha dado misiles tierra-aire.

Luego había habido la fila interminable de apretones de mano a todo género de pajarracos raros, Shakespeare, Francis Drake, Muffin the Mule, jubilados de Chelsea, un equipo completo de futbolistas, el Dr. Johnson, que parecía un sujeto bastante alarmante, Nell Gwyn, Boadicea, y más de cien puñeteros dálmatas. Era una sensación bastante rara estrechar la mano de tu propia bisabuela, sobre todo si no conseguías hacer risas con ella y se empeñaba en fingir que era la reina emperatriz. A todo esto, no estaba seguro de que hubieran debido presentarle a Oliver Cromwell. Qué mal gusto, realmente. Pero aquella Nell Gwyn era una tía de bandera, con aquel escote y, en fin, las naranjas. Pero la forma en que Denise había dicho: «¿Tú crees que son de verdad?», le había enfriado el ardor. A veces podía ser una auténtica perra, Denise; la mejor de las consortes, pero una auténtica perra. Si cuando menos no hubiese tenido aquel ojo infalible para el artificio cosmético; y Su Majestad era lo bastante anticuado para que le gustaran esos artificios sólo en el caso de que no se notaran. Se imaginaba la escena: unos cuantos retozos, las naranjas rodando por debajo de la cama, el buen Reyecito reclamando -¿cómo decían los gabachos?- su droit de seigneur, y luego, justo en el peor momento, recordando las palabras de Denise: «¿Tú crees que son de verdad?» Un corte regio, sería.

Almuerzo. Siempre había un almuerzo, esta vez con demasiadas copas de aquel vino Adgestone del que la isla, en su opinión, estaba excesivamente orgullosa. Siguieron horas en la tribuna presidencial bajo un sol fuerte. Había presenciado un desfile de la Guardia Real y otro de taxis de Londres (lo que francamente se parecía demasiado a lo que se veía desde la ventana de Buck House), de personajes históricos y montones de mitos. Había visto a Beefeaters y a petirrojos de un metro ochenta ejecutando un baile coordinado sobre nieve que se negaba a derretirse bajo el calor estival. Había escuchado a bandas de música, orquestas sinfónicas, grupos de rock y divos de la ópera sintetizados para él en el ciberespacio. Lady Godiva había pasado montada a caballo, y sólo para asegurarse de que ella no estaba en el ciberespacio él se había llevado el par de prismáticos a los ojos. Al notar que algo se rebullía a su izquierda, había levantado una palma regia para tranquilizar a su reina. Denise, en público, sabía guardar la compostura, y en esta ocasión no hubo pequeños comentarios subversivos sobre celulitis o arrugas. Era despampanante, aquella Lady Godiva.

– Vaya suerte tiene ese caballo -había murmurado al amigo Pitman, que estaba a su derecha.

– Ciertamente, señor. Aunque debo añadir que soy hombre de familia.

Joder, ¿por qué todo el mundo la tenía tomada hoy con él? Igual que esta mañana, durante el recorrido de la isla, en que había habido un desvío especial para sobrevolar cierto monumento conmemorativo. No era más que un estanque de pueblo con unos cuantos patos y algunos sauces llorones, pero habían bastado para que a su anfitrión gordo se le humedecieran los ojos y se pusiese a parlotear como el arzobispo de Canterbury.

Ahora presenciaba el descenso en paracaídas, al compás de una banda sonora patriótica, de unos hombres de la Fuerza Aérea Especial, o lo que fueran, todos disfrazados de mujeres y acarreando una cesta de huevos. No tenía la menor idea de qué pintaba aquel grupo en el programa. En un momento dado se trataba de un torneo real y al siguiente un total desbarajuste. Tenía la sensación de que cada miembro de la especie humana, amén del reino animal y un millón de personas disfrazadas de plantas, iba a desfilar uno por uno ante la tribuna y de que tendría que saludar, dar la mano y colgar chatarra hasta en el último de aquellos capullos. El vino de Adgestone le repetía en el estómago y la música tronaba.