Todos los activos de la empresa habían sido transferidos al extranjero, lejos del alcance de la venganza irritada de Westminster. El contrato de arrendamiento de Pitman House (I) expiraba al cabo de unos pocos meses, y estaban dando largas a los propietarios. Algunos bienes muebles serían transferidos en el momento oportuno, a menos que los incautase el gobierno británico. Sir Jack confiaba más bien en que lo hiciese: en ese caso, podría llevar ante el Tribunal Internacional a los hipócritas y a los hombrecillos. De todas formas, le habían informado de que era hora de actualizar la mayoría de los bienes de equipo. Lo mismo cabía decir del matériel humano.
Sus ayudantes más timoratos eran partidarios de no golpear en todas direcciones al mismo tiempo. Alegaban que así se diluiría el efecto. Sir Jack discrepó: era el momento del Big Bang; no era sólo el asunto principal del día, sino una historia en movimiento. En todo caso, ¿cómo lo hacías? Lo hacías haciéndolo. Los sucesos de aquel día, por consiguiente, se desarrollarían en rápida sucesión en Reigate, Ventnor, La Haya y Bruselas. Sir Jack reservaría para Reigate una pequeña parte de su pensamiento y una doble página de sus periódicos. El inspector de comercio e industria, que parecía haber prosperado últimamente, se quedaría perplejo a la hora del desayuno en compañía de su deliciosa esposa, al ver que el correo contenía varios sobres certificados con sellos de Sudamérica y escritos con una letra notablemente similar a la suya propia. Unos pocos minutos separarían la llegada a su puerta del amable cartero y la de los representantes mucho más puritanos del servicio de aduanas de Su Majestad. Estos últimos poseían la gratificante y feroz potestad de entrada y registro, y asimismo tenían convicciones muy sólidas -tanto más después de una campaña reciente en determinada prensa- sobre el sucio tráfico de drogas letales dirigido por testaferros aparentemente respetables cuya avaricia desmedida arrastraba a los niños del país a una espiral del infierno.
Más o menos a la misma hora en que un par de pantalones oscuros abandonaban, cubiertos por una manta, una vivienda de falso estilo Tudor en Reigate, mientras paparazzi sorprendentemente bien informados gritaban: «¡Aquí, señor Holdsworth!», Sir Jack agitaba su tricornio de gobernador desde un landó abierto de su propiedad. Los empleados formaban una hilera a su paso rumbo a los nuevos edificios del consejo de la isla, sitos en Ventnor. Primero, Sir Jack, tocado con sombrero duro y empuñando una paleta chapada en oro, participó en la ceremonia consistente en poner la última paletada del techado, y fue fotografiado compartiendo la áspera camaradería de techadores y albañiles. Después, ya en suelo firme, Sir Jack cortó una serie de cintas, declaró inaugurados los edificios y procedió a su entrega formal al pueblo de la isla, representado por el presidente del cabildo, Harry Jeavons. A continuación las cámaras se desplazaron al interior, donde los miembros del cabildo juraron su cargo y aprobaron de inmediato el texto legislativo final. Los ediles proclamaron unánimemente que al cabo de siete siglos de opresión, la isla se deshacía del yugo de Westminster. Se declaró, por consiguiente, la independencia, se elevó el cabildo al rango de parlamento y se instó a los patriotas isleños a que ondearan por doquier las banderas patrocinadas por la Piteo que habían sido arrojadas desde la comitiva motorizada de Sir Jack.
Sin mudar de sede, el parlamento promulgó acto seguido su primer decreto ejecutivo, por el que se otorgaba a Sir Jack Pitman el título de gobernador de la isla. Su nombramiento era meramente honorífico, aunque técnicamente le investía de la facultad residual -consignada en el primer documento de vitela por el maestro calígrafo- de disolver el parlamento y la constitución en caso de emergencia nacional, y de gobernar personalmente. Dichos poderes se expresaron y redactaron en latín, lo que disminuyó el impacto sobre quienes los refrendaron. Sir Jack, sentado en un trono dorado, habló de un deber sagrado y evocó a precedentes gobernadores y capitanes de la isla, en especial al príncipe Henry de Battenberg, que había probado su patriotismo mediante una muerte heroica en la guerra de Ashanti en 1896. Su viuda, la noble princesa Beatrice, posteriormente había ocupado el cargo de gobernador -Sir Jack puntualizó que en su gramática el masculino abarcaba siempre el femenino- hasta su muerte, casi medio siglo más tarde. Sir Jack confesó una modesta ignorancia acerca de su propia cita con la Parca, pero en calidad de devoto esposo propuso el nombre de Lady Pitman como posible sucesor (a).
Al tiempo que tañían alegremente las campanas, en la otra orilla del Canal una doncella insular, personalmente elegida por Sir Jack para representar a Isabella de Fortuibus, hacía entrega al Tribunal Internacional de La Haya de una solicitud de anulación de la compra de la isla realizada en 1293. Luego un carro de Boadicea la transportó al Deutsche Bank, donde abrió una cuenta en nombre del «pueblo británico» y depositó la suma de seis mil marcos y un euro. La acompañaba un guardaespaldas descendiente de los rústicos de fines del siglo XIII, cuya presencia tenía por objeto subrayar que la llamada «compra» de la isla por parte de Eduardo I había sido un fraude perpetrado contra gentes sencillas a quienes nunca les habían explicado correctamente el tratado. Entre los rústicos había varios ejecutivos de Piteo que habían preparado alocuciones tanto sobre la expropiación de la tierra original como sobre el ulterior encubrimiento de la misma a lo largo de los siglos.
Isabella de Fortuibus prosiguió en carro su ruta hasta la estación, donde la esperaba un expreso especial con destino a Bruselas. A su llegada fue recibida por abogados de Pitman Offshore International, que habían elaborado la solicitud isleña de instantánea adhesión de emergencia a la Unión Europea. Era el momento decisivo, declaró a los medios de comunicación el negociador principal de POI, el momento que compendiaba la larga lucha de los isleños por su liberación, un combate marcado por el valor y el sacrificio en el curso de los siglos. En lo sucesivo contarían con Bruselas, Estrasburgo y La Haya para la salvaguarda de sus derechos y libertades. La coyuntura entrañaba una gran oportunidad, pero asimismo un gran peligro: la Unión tendría que actuar de un modo firme y resuelto. Sería más que una tragedia que se produjese una situación análoga a la de la antigua Yugoslavia en el umbral septentrional de Europa.
Mientras que el mercado bursátil de Londres atravesaba por un martes tan negro que las cotizaciones fueron suspendidas a la hora del almuerzo, para el futuro inmediato, las acciones de Piteo subían en flecha en todo el mundo. Esa noche, Sir Jack tomó una copa mirando los leños de roble insular que llameaban patrióticamente en su chimenea neo-bávara. Repasó las pruebas en vídeo y en forma anecdótica. Acogió con una risita las repeticiones de sus parlamentos grabados de antemano. Mantenía abierta media docena de líneas telefónicas mientras pasaba de un oyente sobrecogido a otro. Permitió que le pusieran con unos cuantos jefes de redacción de periódicos que le expresaban su enhorabuena. Lo llamaban el primer coup d'état incruento en el mundo desde tiempo inmemorial. Un avance hacia la nueva Europa. Rompiendo moldes. Pitman el pacificador. Los papas invocaban a David y Goliat. También a Robin Hood. La jornada dramática recordó a un editorialista uno de los títulos más melodiosos de Fidelio: ¿qué ruptura de cadenas no se había producido? Sí, en efecto, a juicio del nuevo gobernador, determinada persona podría haberlo aprobado. En su homenaje -no, más con un sentido de afinidad-, consintió que la poderosa Heroica festejase su victoria.