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La dulzura del triunfo era tanto mayor cuanto que quienes aclamaban tus victorias ignoraban lo grandes que en realidad habían sido. Por ejemplo, no tenía intención de introducir a la isla en la Unión Europea. Los efectos de la legislación laboral y las normativas bancadas europeas, por no mencionar más que dos aspectos, serían desastrosos. Sólo necesitaba que Europa le resguardase de Westminster hasta que las aguas se hubieran calmado. ¿La oferta de recompra de la isla por seis mil marcos y un euro? Sólo un simple creería que aquello era algo más que un corte de mangas contra la metrópoli; había ordenado cancelar la cuenta antes de que la tropa de periodistas hubiese embarcado en el tren a Bruselas. Análogamente, no creía que la denuncia jurídica del tratado de 1293 tuviese la más mínima posibilidad de prosperar: imagínate qué lata de gusanos estaría abriendo Europa si lo dejaba pasar. En cuanto al puto parlamento insular: bastaba con ver a aquellos ediles con ínfulas comportándose como si cada uno fuese Garibaldi…, bastaba eso para que él se levantase del trono de gobernador y les dijera, en inglés, y no en latín, para que los idiotas y tontos de baba entendiesen, que proyectaba disolver la asamblea al cabo de una semana. No, era un vocablo demasiado complicado para ellos: más valía emplear algo sencillo. Había una emergencia nacional, provocada por la absurda creencia del parlamento insular de que sería capaz de gobernar por sí solo la isla. Cerraba el organismo porque no había otra alternativa. No era algo que él, Sir Jack Pitman, quisiera hacer. Y los ediles con ínfulas, por lo que a él respectaba, podían embarcar en el primer barco para Dieppe. A menos que quisieran aprovechar su breve experiencia actual en el cargo. El Proyecto Pitman continuaba entrevistando a candidatos para la experiencia de una Cámara de los Comunes propia. Se habían asignado escaños, pero estaban buscando diputados sin voz, válidos para una coreografía sencilla: ponerse en pie a una señal del presidente de la cámara, agitar el orden del día con falsa urgencia y volver a sentarse en sus escaños de cuero verde. También se les pediría que profiriesen ruidos no verbales pero interpretables: las categorías principales del catálogo comprendían los aullidos de desprecio, los gruñidos sicofánticos, los murmullos furibundos y las risas insinceras. Pensó que estarían a la altura de semejante encargo.

Sir Jack siguió bebiendo. Siguió telefoneando. Recibió más elogios. A las dos de la mañana convocó a Martha Cochrane y le dijo que llevase a su amante jo-vencito y lloriqueante escribidor de notas por si acaso él, Sir Jack, tenía un sueño vibrante. En realidad, habría podido llamarle «ese puto muñeco», pues el mejor armagnac acababa desatando la lengua. En cualquier caso, a ella no le hizo gracia que la distrajeran del asunto que se traía entre manos. En cuanto al jo-vencito Paul, se puso de morros en cuanto Sir Jack le hizo un comentario ligeramente procaz respecto… Oh, que se jodan, que se jodan todos. Le tenía sin cuidado lo que cada cual estuviese haciendo, pero quería a su alrededor gente que disfrutase. No necesitaba a contradictores insolentes como aquella pareja, que daban sorbos de armagnac con la boca tensa y rencorosa. En especial un día semejante. Sir Jack ya se había adentrado en su perorata cuando espontáneamente resolvió incluirles en sus planes de reestructuración. -Lo que pasa con el cambio es que nadie está nunca dispuesto a hacerlo. El Palacio de Westminster acaba de descubrirlo, y el supuesto parlamento de la isla no tardará en hacer lo mismo. Si no llevas un salto de ventaja estás dos pasos más atrás. Casi todo el mundo se las ve y se las desea para no perder comba mientras yo duermo. Ustedes dos, mismamente.

Hizo una pausa. Sí, eso había suscitado su atención. Les dirigió su mirada escudriñadora. Justo lo que él pensaba: la mujer le devolvió una mirada insolente y el chico fingió que buscaba algo por un lado de su asiento.

– Supongo que se figuraban que una vez embarcados en el tren de la salsa de Sir Jack, todo era cuestión de untar el pan en la salsa hasta que empezasen a cobrar la pensión. Pues les tengo preparada una gran sorpresa… pareja de vinagres. Ahora que el Proyecto está de pie y en marcha no quiero que una caterva de llorones y quejicas trate de cargárselo. Así que permítanme el honor de informarles de que son los dos primeros empleados que me propongo despedir. Que he despedido. Ya mismo. A partir de ahora. Considérense despedidos. Y lo que es más, en virtud de la legislación laboral que quizá o quizá no promulgue a través de mi parlamento insular de pacotilla o, si prefieren, en virtud de los nuevos contratos que serán retroactivamente válidos y que alguien está ya elaborando, no recibirán indemnización alguna por despido. Quedan despedidos por cojones, los dos, y si no han recogido sus bártulos para la hora en que zarpa el transbordador de la mañana, yo mismo tiraré personalmente en el puerto sus pertenencias de mierda.

Martha Cochrane lanzó una breve mirada de reojo a Paul, y éste asintió.

– Bueno, Sir Jack, no parece que nos deje ninguna otra alternativa.

– No, por cojones que no, y les diré por qué.

Se levantó, mostrándoles su completa figura romboidal, dio otro sorbito, les apuntó con el dedo al uno después del otro y a continuación, a modo de climax o de tardía ocurrencia, se apuntó a sí mismo.

– Porque, para decirlo simplemente, puesto que siempre he pensado que en mi fuero interior hay una simplicidad básica, porque soy un genio. Por eso.

Estaba extendiendo la mano hacia la campanilla barroca, con objeto de expulsar de su vida a aquella perra criticona y a aquel amante tontaina de una mujer más mayor, cuando Martha Cochrane pronunció las dos palabras que él menos esperaba oír.

– Tía May.

– ¿Cómo dice?

– Tía May -repitió Martha. Y, alzando los ojos hacia la corpulencia bamboleante de Sir Jack-: Teta. Pañal. Poti.

Tres

UNA MECA TURÍSTICA ASENTADA EN UN MAR DE PLATA

Hace dos años, un emprendedor grupo de actividades de recreo fundó una nueva empresa en la costa meridional de Inglaterra. Se ha convertido rápidamente en uno de los destinos más frecuentados por los turistas pudientes. La redactora Kathleen Su se pregunta si el nuevo Estado insular puede resultar modélico para algo más que la industria del ocio.

Es el clásico día de primavera a las puertas del Buckingham Palace. Las nubes son altas y algodonosas, los narcisos de William Wordsworth vuelan impulsados por el viento y los miembros de la Guardia Real, con sus tradicionales bushies (gorros altos de piel de oso) están en posición de firmes delante de sus garitas de centinela. Multitudes ávidas aprietan la nariz contra las verjas para vislumbrar a la familia real inglesa.

A las once horas, puntualmente, las altas ventanas dobles que hay tras el balcón se abren. Los popularísimos rey y reina aparecen y saludan con la mano, sonrientes. Una salva de diez cañones rasga el aire. Los centinelas presentan armas y las cámaras disparan sus objetivos, como torniquetes anticuados. Un cuarto de hora después, a las 11.15 en punto, las altas ventanas vuelven a cerrarse hasta el día siguiente.

Las apariencias engañan, sin embargo. La muchedumbre y las cámaras son reales; lo son también las nubes. Pero los soldados son actores, el Buckingham Palace es una réplica de la mitad de tamaño y la salva de cañones un truco electrónico. Corre el rumor de que el rey y la reina tampoco son de verdad, y de que el contrato que firmaron hace dos años con el Grupo Piteo de Sir Jack Pitman les exoneraba de este rito diario. Fuentes de Palacio confirman que existe una cláusula a tal efecto en el contrato real, pero que Sus Majestades aprecian los honorarios que perciben por salir al balcón.