Vio que estaba citada a las 10.15 con Nell Gwynn. Era un nombre del pasado. Qué lejanos parecían ahora los debates mantenidos durante el desarrollo del concepto. Aquel día el Dr. Max había hecho estragos, pero su intervención, probablemente, les había ahorrado no pocos problemas ulteriores. Tras varios informes, se había acordado finalmente que Nell mantuviese su lugar en la historia inglesa; pero su ausencia en la lista de las cincuenta principales quintaesencias confeccionada por Jeff había legitimado la decisión de minimizar su mito.
En la actualidad, era una muchacha simpática y sin ambiciones que regentaba un tenderete de zumos a unos centenares de metros de las verjas de Palacio. Pero habían concentrado su esencia, al igual que ella concentraba sus zumos, y había pasado a ser una versión de lo que antiguamente había sido, o cuando menos de lo que los visitantes -incluso los lectores de los periódicos de familia- esperaban que hubiese sido. Pelo de azabache, ojos chispeantes, una blusa holgada blanca y con escote, pintura de labios, joyas de oro y vivacidad: una Carmen inglesa. Esa mañana, sin embargo, estaba sentada en actitud gazmoña frente a Martha, abotonada hasta el cuello y con un aire totalmente impropio de su personaje.
– ¿Nell 2 lleva la barraca? -preguntó Martha, rutinariamente.
– Nell 2 ha pillado un virus -contestó Nell, reteniendo al menos su acento aprendido-. Connie lleva la barraca.
– (Connie) Cristo… ¿qué…? -Martha pulsó el botón del interfono con la oficina ejecutiva-. Paul, ¿puedes arreglarme esto? Connie Chatterley está al cargo del puesto de Nell. Sí, no preguntes, lo sé. Exacto. ¿Puedes agenciarte ahora mismo una Nell 3 de Utilería? No sé para cuánto tiempo. Gracias. Gao.
Se volvió hacia Nell 1.
– Conoces las normas. Están clarísimas. Si Nell 2 está enferma te vas derecha a Utilería.
– Lo siento, señorita Cochrane, sólo que, bueno, últimamente he estado un poco pachucha. No, no es eso, me he metido en una especie de lío.
Nell había dejado de ser Nell, y la pantalla que Martha tenía delante confirmaba que su apellido original era compuesto y que había terminado sus estudios en Suiza.
Martha aguardó, luego la urgió:
– ¿Qué clase de lío?
– Oh, es una bobada. Pero ha ido a peor. Creí que podría tomármelo a broma, ya sabe, no hacer ningún caso, pero lo siento… -Se enderezó y cuadró los hombros. Su nellidad se había desarmado por completo-. Tengo que presentar una queja oficial. Connie está de acuerdo conmigo.
En lo que Nell Gwynn y Connie Chatterley estaban de acuerdo era en que la encargada de turno del puesto de zumos que regentaba Nell no tenía por qué soportar conductas lascivas ni acoso sexual por parte de nadie, ni siquiera si ese alguien era el rey de Inglaterra. Que en el caso presente resultó que lo era. Al principio él se comportaba de un modo agradable y le había pedido que le llamase Reyecito, cosa de la que ella, por descontado, se abstenía. Pero luego había habido comentarios, él se había tomado a chirigota su anillo de prometida e insinuado cosas sobre la mercancía. Ahora había empezado a burlarse de ella delante de los clientes, que se reían como si formara parte del espectáculo. Era algo insufrible.
Martha dio el día libre a Nell y exigió la presencia del rey en su despacho a las 15 horas de la tarde. Había verificado el horario del monarca: solamente tenía un torneo de tenis mixto, para profesionales y aficionados, en Tennyson Down por la mañana, y después nada más hasta la condecoración, a las 16.15, de héroes de la Batalla de Inglaterra. Aun así, el rey se presentó malhumorado. Todavía no se había acostumbrado a la idea de que le convocaran al cuartel general de la isla. Al principio había intentado seguir sentado en su trono y esperar a que Martha acudiese a verle. Pero sólo acudió el vicegobernador Sir Percy Nutting, ex diputado y consejero de la reina, que combinó la pleitesía histórica con una insistencia compungida en los deberes obvios del soberano, tanto en virtud de la legislación contractual como respecto de la autoridad ejecutiva que ahora gobernaba la isla. Martha le había convocado varias veces, y sabía que él iba a comparecer corrido y quejumbroso.
– ¿Qué he hecho ahora? -preguntó él, fingiendo que era un chiquillo llamado a capítulo para un castigo.
– Me temo que han formulado una queja oficial contra Su Majestad.
Martha utilizó el tratamiento no por deferencia, sino para recordarle sus obligaciones de monarca.
– ¿De quién, esta vez?
– De Nell Gwynn.
– ¿Nell? -dijo el rey-. Bueno, Jesús, ¿no nos estamos subiendo a la parra de repente?
– ¿Reconoce, entonces, que la queja es fundada?
– Señorita Cochrane, si uno no puede hacer unas bromas sobre mermelada…
– Es más serio que eso.
– Oh, muy bien, dije… -El rey miró a Martha con un cuarto de sonrisa, invitándola a la complicidad-. Le dije que ella podía sacar zumo de mis clementinas siempre que ella quisiera.
– ¿De cuál de sus guionistas ha sacado esa ocurrencia?
– Qué descaro, señorita Cochrane. Es de mi cosecha.
Lo dijo con evidente orgullo.
– Le creo. Me limito a discernir si eso lo mejora o lo empeora. ¿Y los gestos obscenos fueron también espontáneos?
– ¿Los qué? -La mirada de Martha era severa; al verla, él agachó la cabeza-. Oh, bueno, ya sabe, un simple cachondeo. Habla de la política de moralidad. Es usted tan mala como Denise. Hay veces en que deseo que ojalá estuviera otra vez allí. Cuando era rey de verdad.
– No es una cuestión de moralidad -dijo Martha.
– ¿No?
Tal vez quedase esperanza. Siempre había tenido problemas con esa palabra y con lo que significaba exactamente.
– No, a mi entender es puramente contractual. El acoso sexual es un incumplimiento del contrato. Es, por lo tanto, una conducta que puede menoscabar el buen nombre de la isla.
– Ah, quiere decir, como conducta normal.
– Majestad, voy a verme obligada a impartirle la consigna ejecutiva de abstenerse de mantener relaciones con la señorita Gwynn. Hay algo… bastante controvertido en su historial.
– Oh, Dios, no me diga que ha pillado una gonorrea.
– No, más bien se trata de que no queremos que la gente hurgue en su pasado. Algunos clientes podrían no entender. Tiene que tratarla como si ella tuviese, pongamos… quince años.
El rey alzó una mirada belicosa.
– ¿Quince? Si esa potranca no ha sobrepasado de sobra la edad del consentimiento, entonces yo soy el rey de Saba.
– Sí -dijo Martha-. Desde el punto de vista de la partida de nacimiento. Digamos que en la isla, en la isla, Nell tiene quince años. Del mismo modo que Su Alteza, en la isla…, es el rey.
– Soy el puto rey de todos modos -gritó-. En cualquier sitio, en todas partes, siempre.
Sólo mientras te comportes, pensó Martha. Eres rey por contrato y por permiso. Si desobedeces una orden ejecutiva y te ponemos en un barco a Dieppe mañana por la mañana, dudo de que hubiese una insurrección armada. Acaso un problema de organización. Siempre hubo alguien en alguna parte que quería el trono. Y sí a la monarquía se le subían los humos, siempre podían reclutar a Oliver Cromwell para un ratito. ¿Por qué no, en realidad?
– La cosa es, señorita Cochrane -dijo el rey, lastimeramente-, que Nell me gusta de verdad. Me doy cuenta de que es más que la chica de los zumos. Estoy seguro de que congeniaríamos si nos conociéramos mejor. Podría enseñarle a hablar correctamente. Lo que pasa -miró hacia abajo y se manoseó el anillo de sello- es que por lo visto uno ha empezado con mal pie.