Выбрать главу

– Majestad -dijo Martha con un tono más suave-, ahí fuera hay cantidad de mujeres que pueden «gustarle de verdad». Y que son de la edad adecuada.

– ¿Ah, sí? ¿Por ejemplo?

– No lo sé.

– No, no lo sabe. Nadie sabe lo difícil que es estar en mi pellejo. La gente no deja de mirarte un segundo y no me está permitido devolverles la mirada sin que te arrastren delante de este… tribunal industrial.

– Bueno; por ejemplo, Connie Chatterley.

– ¿Connie Chatterley? -El rey se mostró incrédulo-. Folla con chusma.

– Lady Godiva.

– Agua pasada -dijo el rey.

– No digo Godiva 1. Me refiero a Godiva 2. ¿No estuvo Su Alteza en la entrevista de contratación?

– ¿Godiva 2? -Al rey se le iluminó la cara, y Martha tuvo un atisbo del «encanto legendario» del que hablaba ritualmente The Times of London-. Oiga, señorita Cochrane, es usted una verdadera camarada. No es que Denise no lo sea -se apresuró a añadir-. Es una fabulosa compañera. Pero no siempre es muy comprensiva, si capta usted lo que quiero decir. ¿Godiva 2? Sí, recuerdo haber pensado que podría ser una chica de bandera para los gustos del Reyecito. Tengo que pegarle un toque. Invitarla a tomar un cappuccino. Usted no podría…

– Biggin Hill -dijo Martha.

– ¿Qué?

– Biggin Hill primero. Condecorar a héroes.

– ¿Todavía no tienen suficientes medallas, esos héroes? ¿No podría arreglar que lo hiciese Denise?

– Dirigió una mirada suplicante a Martha-. No, supongo que no. Está en mi contrato, ¿eh? Cada jodida cosa está en el jodido contrato. Así y todo. Godiva 2. Es usted una camarada, señorita Cochrane.

La partida del rey fue tan garbosa como huraña había sido su llegada. Martha Cochrane conectó un monitor con la Biggin Hill de la RAF. Todo parecía normaclass="underline" había visitantes agolpados ante la pequeña escuadrilla de Hurricanes y Spitfires, otros se entretenían con simuladores de vuelo o deambulaban por los refugios Nissen que había al borde de la pista. Allí podían observar a los héroes, con sus guerreras de piloto, de piel de borrego, calentándose las manos sobre estufas de parafina, jugando a las cartas y esperando a que la orden de despegar interrumpiera la música de baile del gramófono de cuerda. Podían hacerles preguntas y recibir respuestas de la época en muletillas auténticas. Pan comido. Mal rollo. El boche se sentó encima de su propia bomba. Hasta la mismísima coronilla. Punto en boca. Luego los héroes reanudaban su partida de cartas, y mientras barajaban, cortaban y repartían, los visitantes podrían reflexionar sobre el albur más vasto que regía la vida de aquellos hombres: a veces el destino jugaba de comodín, a veces resultaba que salía, hosca, la reina de picas. Las medallas que el rey se disponía a entregar eran completamente merecidas.

Martha llamó por el interfono a su secretaria personal.

– Vicky, cuando llame Biggin Hill pidiendo el número de teléfono de Godiva 2, puedes dárselo. Godiva 2, no Godiva 1. Gracias.

Vicky. Suponía un cambio con respecto a la sucesión de Susies de Sir Jack. Insistir en el verdadero nombre de la secretaria personal había sido una de las primeras iniciativas de Martha al convertirse en presidenta ejecutiva. Había asimismo dividido el refugio del doble cubo en una cafetería y unos urinarios de hombres. El mobiliario del gobernador -o los muebles considerados de la empresa más que propiedad personal- habían sido dispersados. Había habido una discusión a propósito del Brancusi. El Palacio había solicitado las chimeneas bávaras, que ahora se utilizaban como porterías domésticas de hockey para la sala de deportes.

Martha había reducido el personal al servicio del gobernador, le había limitado el transporte a un simple landó y le había reinstalado en un alojamiento más adecuado. Paul había protestado de que algunas de las acciones de Martha -como insistir en que el nuevo secretario privado de Sir Jack fuese un varón- eran meramente vengativas. Había habido peleas. Los mohines de Sir Jack habían sido cuasi victorianos, sus rabietas teatrales, su factura de teléfono wagneriana. Martha se había negado a autorizarla. Igualmente le había negado el permiso de conceder entrevistas, ni siquiera a los periódicos de los que todavía era el propietario. Le consentía usar su uniforme y su título y cumplir determinadas funciones protocolarias. A su entender, ya era suficiente.

La disputa sobre los derechos y privilegios de Sir Jack -o los embargos y humillaciones, como él prefiriese- había contribuido a eclipsar el hecho de que el nombramiento de Martha como presidenta ejecutiva en realidad cambiaba muy poco las cosas. Había sido un acto de autodefensa necesario para reemplazar a una autocracia egomaníaca por una oligarquía relativamente responsable de sus actos; pero el Proyecto en sí mismo apenas había sufrido alteraciones. Las estructuras financieras habían sido obra de un experto que lucía los tirantes del Tesoro de Su Majestad; los ajustes introducidos en el desarrollo del Proyecto y en la selección de visitantes eran mínimos. El impasible Jeff y el titilante Mark habían permanecido en sus puestos. La principal diferencia entre el presidente antiguo y la presidenta actual era que Sir Jack creía vocingleramente en su producto, mientras que Martha Cochrane, en privado, no creía en él.

– Pero si un Papa venal pudo gobernar el Vaticano… -había dicho ella, como de pasada, al término de una jornada fatigosa. Paul le había dirigido una mirada de censura. Desaprobaba toda frivolidad acerca de la isla.

– Creo que esa comparación es estúpida. Y, de todos modos, yo no diría que el Vaticano haya funcionado mejor con un Papa corrupto. Al contrario.

Martha había suspirado para sus adentros.

– Supongo que tienes razón.

En su momento habían hecho causa común contra Sir Jack, lo cual debería haber fortalecido su vínculo mutuo. Al parecer, el efecto había sido el opuesto. ¿Creía Paul sinceramente en «Inglaterra, Inglaterra»? ¿O era su lealtad un signo de culpa remanente?

– O sea, podríamos llamar a tu infrautilizado compadre Dr. Max y preguntarle su opinión sobre si las grandes organizaciones políticas y religiosas las dirigen mejor idealistas o cínicos o personas prosaicamente prácticas. Estoy seguro de que tendría criterios larguísimos.

– Olvídalo. Tienes razón. Aquí no estamos dirigiendo la Iglesia católica.

– Es perfectamente evidente.

Ella no soportaba su tono, que le parecía pedante y farisaico.

– Mira, Paul, esto se ha convertido ya en una discusión, y no sé por qué. No suelo saberlo en los últimos tiempos. Pero si estamos hablando de cinismo, pregúntate hasta dónde hubiese llegado Sir Jack sin una buena dosis del mismo.

– Eso es cínico también.

– Entonces desisto.

Ahora, en su despacho, ella pensó: Paul tiene razón en un sentido. Considero la isla poco más que un medio verosímil y bien planeado de ganar dinero. Aunque probablemente la dirijo como habría hecho Pitman. ¿Eso es lo que ofende a Paul?

Se acercó a la ventana y contempló el panorama principal que antes había pertenecido a Sir Jack. A sus pies, en una calle de adoquines sobrevolada por un entramado de madera, los visitantes se alejaban de mercachifles y buhoneros amables para observar a un pastor que conducía su rebaño al mercado. A la media distancia, el sol destellaba sobre los paneles solares de un autobús de dos pisos estacionado junto al Monumento Marital Stacpoole; detrás, en el prado comunal, un jugador corría para lanzar la bola en una partida de criquet. Arriba, en la única zona a la vista que no era propiedad de Piteo, un avión isleño se escoraba para ofrecer a los pasajeros una panorámica de adiós a Tennyson Down.