Pero su madre se limitó a asentir y abrió el folleto. De su interior cayó la hoja de roble.
– ¿Qué es esto? -preguntó su madre.
– Algo que guardo -contestó Martha, temiendo una regañina o que el motivo fuera descubierto. Pero su madre volvió a meter la hoja entre las páginas, y con el nuevo brío que denotaba en los últimos tiempos empezó a consultar las categorías en la sección de niños.
– ¿Un espantapájaros (altura máxima 30 centímetros)? ¿Un producto hecho con pasta salada? ¿Una tarjeta de felicitación? ¿Un gorro de punto? ¿Una máscara de cualquier material?
– Judías -dijo Martha.
– Veamos, hay cuatro galletas de mantequilla, cuatro bizcochos de mariposa, seis dulces de mazapán, un collar de pasta. Esto parece bonito, un collar de pasta.
– Judías -repitió Martha.
– ¿Judías?
– Nueve trepadoras redondas.
– No estoy segura de que puedas participar con eso. No está en la sección de niños. Vamos a ver las normas. Sección A. Para propietarios y dueños de huertos en un radio de diez millas de la sede de la feria. ¿Eres propietaria, Martha?
– ¿Y lo del huerto?
– No hay ninguno por aquí, me temo. Sección B. Para todo el mundo. Ah, es sólo para flores. ¿Dalias? ¿Caléndulas? -Martha movió la cabeza-. Sección C. Reservada a jardineros que residan dentro de tres millas a la redonda de la feria. No veo dónde entramos nosotras. ¿Eres jardinera, Martha?
– ¿Dónde conseguimos las semillas?
Cavaron juntas un pedazo de tierra, echaron dentro estiércol de caballo y construyeron dos wigwams. El resto fue incumbencia de Martha. Calculó con cuántas semanas de antelación había que plantar las semillas, metió las judías, las regó, esperó, desherbó, regó, esperó, desherbó, retiró torpemente unos terrones de donde podría ser que emergieran, vio aflorar del suelo los brotes relucientes y flexibles, auxilió a los zarcillos en su ascensión espiral, vio formarse y retoñar las flores rojas, las regó cuando surgieron las vainas diminutas, regó, desherbó, regó y regó y, exactamente unos pocos días antes de la feria, tenía setenta y nueve trepadoras redondas donde escoger. Al apearse del autobús de la escuela se iba derecha a examinar su parcela. Porque tuyo es el wigwam, las flores y la historia. No sonaba en absoluto blasfemo.
Su madre alabó la inteligencia de Martha y sus hábiles dedos. Martha señaló que sus judías no se parecían mucho a las de A. Jones. Las de él habían sido planas y lisas, y del mismo color verde en todas partes, como si las hubieran rociado con un pulverizador. Las de ella tenían bultos como juanetes donde estaban las judías, y motitas amarillas en diversos puntos de la vaina. Su madre dijo que era así como crecían. Así era como forjaban su carácter.
El sábado de la feria se levantaron temprano y su madre la ayudó a coger las judías del techo del wig-wam. Luego Martha escogió. Había pedido terciopelo negro, pero el único retal que había en la casa estaba todavía prendido a un vestido, y tuvo que conformarse con papel de seda negro que su madre planchó, pero que aún parecía bastante arrugado. Martha se sentó en la trasera de un coche, con los pulgares sobre el papel de seda, y observó cómo las judías se removían y rodaban de un lado para otro en la bandeja cuando doblaban esquinas.
– No conduzcas tan rápido -dijo, con voz severa, en un momento dado.
Luego entraron dando botes sobre los surcos de un aparcamiento y tuvo que rescatar de nuevo sus judías. En la tienda de horticultura un hombre con chaqueta blanca le dio un impreso con un simple número para que los jueces supieran quién era ella y la enviaron hacia una mesa larga donde otras personas estaban exponiendo también sus productos. Jardineros veteranos, con tono jovial, dijeron: «¡Mirad quién ha venido!», aunque no la conocían de nada, y «¡Ahora tendrás que vigilar tus laureles, Jonesie!». No pudo por menos de observar que todas las demás judías eran distintas de las suyas, pero debía de ser porque cultivaban variedades diferentes. Todos tuvieron que salir de la carpa cuando entraron los jueces.
Ganó A. Jones. Otro concursante obtuvo el segundo premio. Un tercero recibió una mención. «¡Mejor suerte la próxima!», dijo todo el mundo. Manos enormes con artejos nudosos se tendieron, solemnes, para consolarla. «El año que viene tendremos que vigilar nuestros laureles», repitieron los viejos.
Más tarde, su madre dijo: «Saben muy bien, a pesar de todo.» Martha no contestó. Su labio inferior se estiraba hacia afuera, húmedo y tozudo. «Me como las tuyas, entonces», dijo su madre, y extendió el tenedor hacia su plato. Martha se sentía tan desdichada que ni siquiera le siguió la corriente.
Hombres en coche venían a veces a buscar a su madre. Ellas no podían comprar un automóvil, y ver lo deprisa que se llevaban a su madre -una mano que se agita a modo de despedida, una sonrisa, un brusco movimiento de cabeza y su madre volviéndose hacia el conductor antes incluso de que el coche se perdiera de vista-, ver esta escena le hacía pensar siempre que su madre también desaparecía. No le gustaban las visitas de hombres. Algunos procuraban congraciarse, le daban palmaditas como si fuera un gato, y otros la miraban a distancia, pensando que allí había un escollo. Ella prefería que los hombres la vieran como un problema.
No era solamente que la abandonaran. Era también que abandonaban a su madre. Ella miraba a aquellos hombres de paso, y ya se acuclillaran en jarras para preguntarle las cosas habituales sobre los deberes y la televisión, ya removieran, de pie, sus llaves con un tintineo y musitaran: «Vámonos», ella los veía a todos de la misma manera: como hombres que harían daño a su madre. Quizá no esta noche ni mañana, pero en algún momento, sin duda alguna. Era muy habilidosa para contraer fiebres y dolencias y un dolor menstrual que requería la asistencia de su madre.
– Eres una auténtica tirana, eso es lo que eres -decía su madre, con un tono que oscilaba desde el afecto hasta la exasperación.
– Nerón era un tirano -respondía Martha. -Estoy segura de que hasta Nerón dejaba a su madre salir de vez en cuando.
– En realidad, Nerón mandó que la mataran, nos lo ha dicho el señor Henderson.
Ella sabía que eso, precisamente, era ponerse insolente.
– Si esto sigue así, lo más probable es que sea yo la que envenene tu comida -dijo su madre.
Un día estaban plegando sábanas colgadas en el tendedero. De repente, como para sí, pero lo bastante alto para que Martha lo oyera, su madre dijo:
– Esto es lo único para lo que hacen falta dos personas.
Prosiguieron su quehacer en silencio. Extender la sábana del todo (todavía no tienes los brazos lo bastante largos, Martha), levantarla hacia arriba, agarrarla por la punta, descender la mano izquierda, agarrar la sábana sin mirarla, extenderla de costado, estirar, doblar de nuevo, agarrar y tirar, tirar (más fuerte, Martha), luego avanzar al encuentro, hasta las manos de mami, bajar y recoger, un último estirado, plegar, entregar y esperar la siguiente.
Lo único para lo que hacen falta dos personas. Cuando estiraban, había algo que circulaba a través de la sábana y que no era sólo estirar las arrugas, sino algo más, algo entre ambas. Un extraño tira y afloja, también: primero tirabas como si quisieras alejarte de la otra persona, pero la sábana te retenía y a continuación parecía impulsarte los talones hacía adelante y hacia el encuentro mutuo. ¿Siempre había eso?
– Oh, no me refería a ti -dijo su madre, y de pronto abrazó a Martha.
– ¿Cuál era papá? -preguntó Martha ese día, más tarde.
– ¿Qué quieres decir, cuál? Papá era… papá.
– Me refiero a si era malo o débil. ¿Cuál de las dos cosas?
– Oh, no lo sé…
– Dijiste que eran una cosa o la otra. Eso dijiste. ¿Cuál de las dos era él?
Su madre la miró. Aquella obstinación era algo nuevo.