Martha se apartó de la ventana con el ceño fruncido y la mandíbula rígida. ¿Por qué todo marchaba a contrapié? Hacía que el Proyecto funcionara, aun cuando no creyese en él; luego, al final de la jornada, volvía a casa con Paul para recobrar algo en lo que sí creía o quería e intentaba creer, pero que no parecía resultar en absoluto. Estaba allí sola, sin defensas, sin distancias, sin ironía ni cinismo, estaba sola, en simple contacto, ansiosa, ávida, buscando la felicidad lo mejor que podía. ¿Por qué no llegaba?
Martha llevaba meses intentando despedir al Dr. Max. No debido a alguna violación observable del contrato; de hecho, la puntualidad y las actitudes positivas del historiador del Proyecto habrían impresionado a cualquier asesor de la empresa. Además, Martha le tenía afecto, y hacía mucho que había visto más allá de la espinosa ironía del Dr. Max. Ahora le veía como a una persona asustada de la simplicidad, y ese temor la conmovía.
Los aspavientos con que había dimitido a causa de la recreación de Robin Hood habían resultado ser, por suerte, una mera rabieta, un acto de rebeldía que, en todo caso, había reforzado su lealtad al Proyecto. Pero esa misma lealtad había acabado por convertirse en un problema. Habían contratado al Dr. Max para que colaborase en el desarrollo del concepto, pero una vez que éste se había desarrollado y Pitman House se había trasladado a la isla, él simplemente se incluyó en el traslado. Actuando en la sombra, el ratón de campo había transferido su artículo al The Times of London (que se publicaba en Ryde). Nadie, por lo visto, lo advirtió o puso reparos; ni siquiera Jeff. El historiador, por tanto, ocupaba actualmente un despacho dos plantas más abajo que el de Martha, y tenía plenos poderes de investigación al alcance de sus uñas pulidas y a veces pintadas. Cualquier miembro de la empresa o visitante podía acudir a su despacho en busca de datos sobre cualquier tema histórico. Su presencia y su cometido se anunciaban en el folleto informativo de todas las habitaciones de hotel. Un cliente aburrido de la oferta de fin de semana más barata podía ir a ver al Dr. Max y debatir la estrategia sajona en la Batalla de Hastings todo el tiempo que quisiera y sin pagar nada.
Lo malo era que nadie iba a verle. La isla había alcanzado su propia dinámica; el intercambio entre los visitantes y las experiencias precisaba más un ajuste pragmático que teórico; y en consecuencia la función del historiador del Proyecto había pasado a ser… meramente histórica. Esto, en cualquier caso, era lo que Martha, en su calidad de presidenta ejecutiva, se disponía a comunicar al Dr. Max cuando le convocó en su despacho. El entró, como siempre hacía, apreciando de reojo la magnitud del auditorio presente. ¿Sólo la señorita Cochrane? Pues entonces se trataba de una entrevista a alto nivel. El porte de Mr. Max era acicalado y risueño; parecía de mala educación recordarle que su existencia era precaria y marginal.
– Dr. Max -comenzó Martha-, ¿está feliz con nosotros?
El historiador del Proyecto se rió entre dientes, adoptó una postura profesoral, se cepilló una miga probablemente inexistente de una solapa de pata de gallo, insertó sus pulgares en el chaleco de gamuza gris tormenta y cruzó las piernas de una manera que presagiaba una estancia mucho más larga en su silla de lo que Martha tenía intención de concederle. A continuación hizo algo que pocos empleados de Piteo habrían hecho, desde el palurdo más secundario de la escenografía hasta el vicegobernador Sir Percy Nutting: se tomó la pregunta tal cual era.
– La fe-licidad, señorita Cochrane, es muy interesante desde un punto de vista his-tórico. En mis tres decenios como uno de los… no diré preeminentes, pero sin duda conspicuos escultores de mentes juveniles, me he familiarizado con una gran variedad de errores intelectuales, de broza que hay que quemar antes de plantar la semilla en la tierra de la mente, de paparruchas y franca basura. Las categorías del error tienen tantos tonos como la túnica de José, pero el más grande y craso suele residir en la ingenuidad siguiente: que el pasado es en realidad el presente disfrazado. Si lo despojamos de esos polisones y miriñaques, de jubones y calzas, de esas togas que parecen de alta costura, ¿qué descubrimos? Personas notablemente semejantes a nosotros, cuyo corazón en esencia bondadoso late exactamente como el de mamá. Fisgas dentro de esos cerebros ligeramente subiluminados y descubres una gama de nociones en germen que, cuando están plenamente formadas, se convierten en el soporte de nuestros orgullosos estados democráticos modernos. Examinas su visión del futuro, te imaginas sus esperanzas y sus miedos, sus pequeños sueños sobre cómo será la vida muchos siglos después de su muerte, y ves una versión tenuemente percibida de nuestras propias vidas placenteras. Por decirlo crudamente, quieren ser nosotros. Paparruchas y basura, por supuesto. ¿Voy demasiado deprisa para usted?
– Le sigo hasta ahora, Dr. Max.
– Bien. Pues he tenido el placer, aunque en ocasiones un placer harto brutal, pero no seamos demasiado moralistas condenándolo, de empuñar mi hoz leal y erradicar parte de esa broza de un cerebro en desarrollo. Y en las praderas del egregio error ninguno es más tenaz, más inextirpable (uno piensa en la enredadera más antigua, no, mejor aún, en la omnívora kuzu), que la suposición de que el corazoncito flaqueante que repiquetea dentro del cuerpo moderno ha estado siempre ahí. Que sentimentalmente somos inmutables. Que el amor cortés no era más que un tosco precursor del besuqueo en los matorrales, si es lo que siguen haciendo los jóvenes, a mí no me lo pregunte.
»Bien, examinemos esa Edad Me-dia que, huelga decir, no se considera a sí misma me-dia. Por afán de precisión, tomemos Francia entre los siglos x y xiii. Una civilización sutil y olvidada que construyó la grandes catedrales, estableció las ideas caballerescas, domesticó por un tiempo a la perversa fiera humana produjo las chansons de geste (que no constituyen la idea más común de una buena velada pasada fuera de casa, pero en fin) y, en suma, forjó una fe, un sistema político, modales, gusto. Y todo con qué fin, pregunto a los pobladores de los matorrales. ¿Con qué finalidad comerciaban, se casaban, construían y creaban? ¿Porque querían ser felices? Se habrían reído de la inanidad de semejante ambición. Buscaban la salvación, no la dicha. De hecho, habrían juzgado que nuestra idea moderna de la felicidad se aproxima al pecado, y que sin duda representa un obstáculo para la salvación. Mientras que…
– Dr. Max…
– Mientras que, si apretamos el botón de avance rápido…
– Dr. Max.
– Martha sintió que necesitaba un timbre…, no, un claxon, una sirena de ambulancia-. Dr. Max, tendremos que avanzar a todo trapo, me temo. Y, sin ánimo de parecer uno de sus alumnos, debo pedirle que responda a mi pregunta.
El Dr. Max se sacó los pulgares del chaleco, se cepilló ambas solapas de bacterias fantasmas y miró a Martha con aquella irritación escénica -en apariencia risueña pero que implicaba una lése-majesté severa- que había perfeccionado en su lucha con las prisas que le metían los locutores de televisión. -¿Que, si me permite la in-solencia, era?
– Sólo quería saber, Dr. Max, si estaba contento con nosotros.
– Precisamente a e-so i-ba. Aunque sinuosamente, a juicio de usted. Para simplificar lo que constituye una postura esencialmente complicada, si bien comprendo, señorita Cochrane, que usted no tiene broza en el cerebro, respondería así. No estoy «contento» en el sentido del besuqueo entre matas. No soy feliz tal como el mundo moderno entiende la felicidad. De hecho, diría que soy feliz porque encuentro irrisoria esa concepción moderna. Soy feliz, por usar el vocablo inevitable, justamente porque no busco la felicidad.
Martha guardó silencio. Qué extraño que una paradoja tan efervescente y jubilosa le produjese una sensación de gravedad y simplicidad. Con sólo un leve asomo de burla, preguntó: