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– ¿Entonces busca usted la salvación, Dr. Max?

– Cielo santo, no. Soy demasiado pagano para eso, señorita Cochrane. Busco… placer. Es mucho más fiable que la felicidad. Mucho mejor definido y, sin embargo, tanto más complicado. Sus insatisfacciones tienen perfiles tan hermosos. Accedería a que me llamase, si usted quiere, un pagano pragmático.

– Gracias, Dr. Max -dijo Martha, levantándose. Era evidente que él no había entendido el sentido de la pregunta de Martha; no obstante, su respuesta había sido la que ella, sin saberlo, necesitaba.

– Confío en que haya disfrutado de nuestra pequeña char-la -dijo el Dr. Max, como si él hubiese sido el anfitrión. Uno de sus placeres más fiables consistía en hablar de sí mismo, y además creía que los placeres debían compartirse.

Martha sonrió ante la puerta cerrada. Envidiaba la despreocupación del Dr. Max. Cualquier otra persona habría adivinado por qué la convocaban. Tal vez el historiador oficial desdeñase la salvación en su sentido más alto, pero involuntariamente acababa de obtener una versión inferior y transitoria de la misma.

– Algo bastante infrecuente, me temo.

Ted Wagstaff estaba sentado delante del escritorio de Martha Cochrane. Aquella mañana ella vestía un traje de color aceituna con una blusa blanca sin cuello, sujeto por un pasador de oro; sus pendientes eran una copia de museo de oro de Bactria, sus medias las firmaba Fogal, de Suiza, y los zapatos eran de Ferragamo. Todo ello comprado en el Harrods de la Torre de Londres. Ted Wagstaff llevaba un sueste verde, un chubasquero y botas de pesca con los bordes remangados: una indumentaria lo bastante holgada para esconder una gran cantidad de material electrónico. Tenía una tez equilibrada entre lo bucólico y lo alcohólico, aunque Martha no habría sabido decir si la causa era la vida a la intemperie, la indulgencia consigo mismo o la sección de Utilería. Martha sonrió:

– Mire a lo que lleva una buena educación.

– ¿Cómo dice, señora? Su expresión de perplejidad parecía sincera. -Disculpe, Ted. Soñaba despierta. Martha estaba enfadada consigo misma. Por el simple hecho de que recordaba el curriculum vitae de Ted. Ya tenía que haber aprendido que si Ted Wagstaff, subdirector de seguridad, sección de operaciones, y coordinador de Reacción del Cliente, llegaba vestido y hablando como un guardacostas, como tal debía tratarle. El disfraz profesional se desprendería al cabo de unos minutos; le bastaba con tener paciencia.

Esta separación -o adherencia- de personalidad era algo que el Proyecto no había tenido en cuenta. Casi todas sus manifestaciones eran inocuas; de hecho, cabía entender que indicaban un elogiable celo laboral. Por ejemplo, unos meses después de la Independencia, a determinados miembros de Escenografía ya no se les podía tratar como a empleados de Piteo, sino solamente como a los personajes que les pagaban por encarnar. Su caso colectivo recibió al principio un diagnóstico erróneo. Se pensó que mostraban signos de descontento, mientras que era al contrario: ofrecían signos de satisfacción. Les hacía felices ser las criaturas a las que personificaban, y no querían ser otra cosa.

Grupos de trilladores y pastores -e incluso algunos pescadores de langosta- se volvieron cada vez más reacios a utilizar alojamientos de la empresa. Alegaron que preferían dormir en sus casas de campo derruidas, pese a la carencia de las instalaciones modernas de que disponían las cárceles reconvertidas. Algunos llegaron a pedir que se les pagase en moneda de la isla, pues al parecer habían contraído apego a las pesadas monedas de cobre con las que jugaban todo el día. La situación se estaba estudiando, y acaso a largo plazo presentase un sesgo beneficioso para Piteo: como por ejemplo la reducción del coste de la vivienda; pero también podría degenerar en una indisciplina de cariz meramente sentimental.

Ahora parecía extenderse más allá de la sección de Escenografía. Ted Wagstaff era un caso inofensivo; más problemático era el de «Johnnie» Johnson y su escuadrilla de la batalla de Inglaterra. Argumentaban que puesto que los altavoces podían graznar en cualquier momento la orden de «¡Despegue inmediato!», lo sensato era que ellos pernoctasen en las cabañas Nissen situadas a la orilla de la pista. En realidad, sería cobarde y antipatriótico no hacerlo. De modo que encendían sus estufas de parafina, jugaban una última mano de cartas y se acurrucaban en sus chaquetones de piel de borrego, aun cuando la mayoría de ellos debería haber sabido que los boches no podían montar un ataque por sorpresa hasta que los visitantes hubiesen terminado sus grandes desayunos a la inglesa. ¿Debía Martha convocar por ello una reunión urgente del comité ejecutivo? ¿O debían, más bien, congratularse de aquella dosis de autenticidad adicional?

Martha era consciente de que Ted la observaba pacientemente.

– ¿Algo raro?

– Sí, señora.

– ¿Algo que… usted va a… decirme?

– Sí, señora.

Otra pausa.

– ¿Ahora, quizá, Ted?

El hombre de seguridad se despojó de su chubasquero.

– Bueno, por decirlo sin rodeos, parece que hay algún pequeño problema con los contrabandistas.

– ¿Qué problema?

– Hacen contrabando.

Martha reprimió, con gran dificultad, la desenfadada, inocente, pura y genuina carcajada que llevaba dentro y que era tan incorpórea como la brisa, un instante anómalo de pureza natural, una frescura olvidada hacía mucho; tan incontaminada que casi producía histeria.

Pero en lugar de eso solicitó detalles, con expresión grave. Había tres pueblos de contrabandistas en la isla, y se habían recibido informes sobre actividades en Lower Thatcham incompatibles con los principios del Proyecto. Turistas que visitaban Lower, Upper y Greater Thatcham tenían ocasión de observar de cerca aspectos del comercio tradicional isleño: los barriles de fondo falso, las monedas cosidas en dobladillos de ropa, los montones de tabaco camuflados como patatas de Jersey. Todo, por lo visto, podía camuflarse de otra cosa: el licor y el tabaco, la seda y los cereales. A modo de demostración de esta verdad, una especie de pirata empuñaba su alfanje y partía en dos mitades la cascara de una nuez para extraer de su cavidad alisada un guante femenino con diseño del siglo XVIII. Después, en el centro comercial, los visitantes podían comprar una nuez similar -o, mejor dicho, un par de ellas- cuyo contenido figuraba codificado con láser en la cascara. Semanas más tarde, y a varios miles de kilómetros de allí, sacado y utilizado el cascanueces, entre expresiones de admiración, el guante se ajustaba perfectamente a la mano que lo había comprado.

Recientemente, al parecer, el centro comercial de Lower Thatcham se había diversificado. Las pruebas de este hecho habían sido, al principio, circunstanciales: que una serie de lugareñas luciesen extrañamente alhajas de oro (lo que, en un primer estadio, suscitó pocas sospechas, ya que se presumió que no eran auténticas); un vídeo pornográfico abandonado en una de las máquinas del hotel; una botella sin etiqueta y con un cuarto de su contenido, un líquido indudablemente alcohólico y posiblemente tóxico. La infiltración y la vigilancia habían revelado lo siguiente: la acumulación de moneda insular y la acuñación de falsificaciones; la destilación clandestina de un licor incoloro y de alto grado obtenido de manzanas locales; el pirateo de guías de la isla y la falsificación de souvenirs oficiales; la importación de diversas formas de pornografía; y el alquiler de muchachas locales.

Martha recordó que Adam Smith había aprobado el contrabando. Sin duda lo consideraba una ampliación justificable del libre mercado consistente en explotar diferenciales anómalos entre derechos e impuestos. Tal vez lo aplaudiese asimismo como un exponente del espíritu empresarial. Bueno, ella no iba a tomarse la molestia de debatir cuestiones de principio con Ted, que permanecía a la espera de reacción, alabanza y órdenes, como cualquier otro empleado.