– ¿Entonces qué cree usted que debemos hacer, Ted?
– ¿Hacer? ¿Hacer? Ahorcarles es poco castigo para ellos.
Ted Wagstaff quería que azotasen a los malhechores, que les embarcaran en el barco siguiente a Dieppe y que les arrojasen por la borda para que las gaviotas les arrancaran los ojos. Además -confundiendo con su fervor punitivo la idea que él tenía de la propiedad inmueble- quería que se incendiaran los cottages de Lower Thatcham.
La justicia de la isla era ejecutiva pero no jurídica, lo que la hacía más flexible y más rápida. Aun así, tenía que ser justa. No «justa» en el sentido anticuado, sino justa para el futuro del Proyecto. Ted Wagstaff exageraba su entusiasmo, pero no era tonto: tenía que haber un elemento de disuasión en la sentencia por la que optase Martha.
– Muy bien -dijo ella.
– ¿Así que los metemos en el primer barco? ¿Incendiamos el pueblo?
– No, Ted. Vamos a darles un empleo interino.
– ¿Qué? Si me permite la osadía, señorita Cochrane, eso no resuelve nada. Nos enfrentamos con delincuentes serios.
– Exacto. Por eso voy a invocar la cláusula 13b de sus contratos.
La cara de Ted indicaba que él seguía creyendo que lo que le proponían era un arreglo dictado por la compasión femenina. La cláusula 13b meramente estipulaba que, en circunstancias especiales, que habrían de determinar los oficiales ejecutivos del Proyecto, los empleados podrían ser transferidos a otro empleo cuya naturaleza designaran dichos oficiales.
– ¿O sea que van a reciclarles? Eso no es justicia como yo la entiendo, señorita Cochrane.
– Bueno, usted ha dicho que son delincuentes. Es precisamente en lo que voy a reciclarles.
Al día siguiente, los visitantes principales fueron invitados, previo pago de un suplemento, a presenciar un ejemplo auténtico pero no especificado de «acción patrimonial» en un emplazamiento que no fue revelado. A pesar de que la partida era antes del alba, no tardaron en venderse entradas. Trescientos turistas «de primera», cada uno de ellos provisto de un ponche caliente, regalo de la casa, observaron el asalto que los oficiales de aduanas llevaron a cabo en el pueblo de Lower Thatcham. La escena fue iluminada con antorchas llameantes y un tosco suplemento de reflectores; se profirieron juramentos de otra época; las pelanduscas de los contrabandistas aparecieron en las ventanas de hojas de bisagra en un estado de desnudez propio de un folletín clásico. Olía a brea quemada y fulguraron, tenues, los botones dorados de los aduaneros; un contrabandista corpulento, con el alfanje en ristre, corrió, amenazador, hacia un grupo de espectadores, pero uno de éstos arrojó su ponche, se quitó el abrigo, descubriendo un uniforme reconfortante, y derribó al fulano. Al despuntar el alba, doce cabecillas en camisón y con grilletes de hierro fueron embarcados en carretas de heno confiscadas bajo una salva de verdaderos aplausos. La justicia -o el reciclaje laboral- daría comienzo al día siguiente en el Carisbrooke Casde, donde algunos serían colocados en el cepo para recibir una lluvia de frutas podridas, y otros molerían el grano para producir las hogazas de pan que elaboran los convictos. Al cabo de veintiséis semanas de este régimen, habrían pagado las multas ejecutivas impuestas por Martha Cochrane. Para cuando les transportaran al continente, los nuevos contrabandistas de Lower Thatcham, operando con arreglo a contratos de cláusulas más estrictas, habrían ya completado su curso de adiestramiento.
Funcionaría. Todo funcionaba en la isla, porque no se consentía que surgieran complicaciones. Las estructuras eran sencillas, y el principio de acción subyacente consistía en que las cosas se hacían haciéndolas. En consecuencia, no había delitos (descontando percances como el descrito) y por ende no existía ni sistema judicial ni cárceles: por lo menos, no prisiones de verdad. No había gobierno -solamente un gobernador sin derecho a voto- y, por consiguiente, no había políticos ni elecciones. No había abogados, salvo los de Piteo. No había más economistas que los de Piteo. No había otra historia que la historia de Piteo. Quién hubiese adivinado, en los tiempos de Pitman House (I), cuando contemplaban el mapa desplegado sobre la mesa de batalla y bromeaban sobre la mala calidad del cappuccino, lo que finalmente acabarían creando: un espacio de oferta y demanda sin trabas, un lugar que llenaría de gozo el corazón de Adam Smith. Se estaba generando riqueza en un reino pacífico: ¿qué más podían pedir, fueran filósofos o ciudadanos?
Quizá fuese realmente un reino pacífico, un nuevo tipo de Estado, un cianotipo del futuro. Si el Banco Mundial y el FMI así lo creían, ¿por qué desmentir tu propia publicidad? Los lectores de The Times, tanto electrónicos como retros, descubrían noticias sobre la isla inmaculadamente buenas, noticias mixtas sobre el mundo en general y noticias incesantemente negativas sobre la Vieja Inglaterra. Al decir de todos, este país había entrado en una situación de caída libre, se había convertido en un pozo de basura económica y moral. Al rechazar porfiadamente las verdades establecidas del tercer milenio, su población decreciente sólo conocía la ineficacia, la pobreza y el pecado; la depresión y la envidia eran a todas luces sus emociones primarias.
Por el contrario, en la isla había evolucionado velozmente un brillante y moderno patriotismo: no uno basado en cuentos de conquista y recitales sentimentales, sino un patriotismo que -como acaso habría expresado Sir Jack- estaba aquí, ahora, y era mágico. ¿Por qué no dejarse impresionar por sus propios logros? Al resto del mundo les había pasmado. Este patriotismo replanteado engendró una nueva insularidad orgullosa. En los primeros meses después de la Independencia, cuando había amenazas jurídicas y rumores de un bloqueo, para los isleños resultaba audaz embarcar en un transbordador subrepticio a Dieppe, y para los ejecutivos cruzar el Canal de Solent en un helicóptero de Piteo. Pero esto no tardó en parecer erróneo: antipatriótico e inútil. ¿Por qué volverse voyeurs de la tensión social? ¿Por qué vivir como gente agobiada por el fardo del ayer, el anteayer, el anteanteayer? ¿Y por el de la historia? Aquí, en la isla, la gente había aprendido a ocuparse de la historia, había aprendido el modo de cargársela tranquilamente a la espalda y atravesar el páramo con la brisa en la cara. Viajar ligero: era tan cierto para las naciones como para los andariegos.
De modo que Martha y Paul trabajaban a quince metros de distancia uno de otro en la Pitman House (II) y pasaban su tiempo de asueto -parte de él de calidad, parte no- en un apartamento para ejecutivos de Piteo con una vista excelente sobre lo que los mapas denominan todavía el Canal de la Mancha. Había quienes pensaban que habría que rebautizar las aguas, cuando no replantearlas totalmente.
– ¿Una mala semana? -preguntó Paul. Era poco más que una pregunta ritual, puesto que compartía todos los secretos profesionales de Martha.
– Oh, mediana. He hecho de celestina para el rey de Inglaterra. He intentado despedir al Dr. Max y no he podido. Amén del asunto del contrabando. Que por lo menos hemos zanjado.
– Yo des-des-pediré al Dr. Max por ti -dijo Paul, con tono entusiástico.
– No, le necesitamos.
– ¿Sí? Tú has dicho que no va a verle nadie. Nadie quiere saber nada de la vieja historia del Dr. Max.
– Es un inocente. Creo que probablemente es la única persona inocente de toda la isla.
– Mar-tha. ¿Estamos hablando del mismo individuo?: un tipo de la tele o, mejor dicho, un ex tipo de la tele, maniquí de sastre, voz impostada, maneras afectadas. ¿Es un inocente?
– Sí -contestó Martha, tercamente.
– Vale, vale, en mi calidad de captador de ideas de Martha Cochrane, por la presente consigno en el acta su opinión de que el Dr. Max es un inocente. Firmado y archivado.
Martha dejó que la pausa se prolongara.