– ¿Echas de menos tu antiguo trabajo?
Por lo cual ella entendía: tu antiguo jefe, cómo eran las cosas antes de que yo llegara.
– Sí -respondió a secas Paul.
Martha esperó. Esperó adrede. En los últimos tiempos casi instaba a Paul a decir cosas que luego empeoraban la opinión que ella tenía de él. ¿Simple perversidad o, en la práctica, un deseo de muerte? ¿Por qué dos años con Paul le parecían a veces como veinte?
Parte de Martha, por tanto, se quedó satisfecha cuando él prosiguió:
– Sigo pensando que Sir Jack es un gran hombre.
– ¿Culpa del parricida?
Paul apretó la boca, apartó la vista de Martha y su tono cobró un filo pedante.
– A veces eres demasiado inteligente para tu propio bien, Martha. Sir Jack es un gran hombre. Todo este proyecto fue idea suya, de principio a fin. ¿Quién te paga el sueldo, en realidad? El es quien te viste.
Demasiado inteligente para tu propio bien. Martha se hallaba de regreso en la infancia. ¿Te estás poniendo insolente? No olvides que el cinismo es una virtud solitaria. Al mirar a Paul frente a ella, recordó el momento en que se fijó en él cuando removía con una pajita su bebida.
– Bueno, quizá el Dr. Max no es el único inocente que hay en la isla.
– No me trates con esa condescendencia, Martha.
– No lo hago. Es una cualidad que aprecio. No abunda demasiado por aquí.
– Sigues siendo condescendiente.
– Y Sir Jack sigue siendo un gran hombre.
– Que te jodan, Martha.
– Ojalá lo hiciera alguien.
– Bueno, esta noche no cuentes conmigo, muchas gracias.
En otra ocasión, habría podido conmoverle la costumbre de Paul de añadir una coletilla cortés. Te odio, si me perdonas la expresión. Púdrete en el infierno, vaca asquerosa, disculpa mi francés. Pero no aquella noche.
Más tarde, en la cama, mientras fingía dormir, Paul sucumbió a pensamientos que no conseguía acallar. Me hiciste traicionar a Sir Jack y ahora me traicionas tú. No amándome. O no amándome bastante. O no gustándote. Transformaste las cosas en reales. Pero sólo por un tiempo. Ahora hemos vuelto a la tesitura de antes.
Martha también fingía dormir. Sabía que Paul estaba despierto, pero su cuerpo y su mente estaban alejados de él. Pensaba en su vida. Lo hacía del modo normaclass="underline" errática, reprensiva, tierna, escrutadoramente. En el trabajo, frente a un problema o una decisión, su cerebro actuaba con claridad, lógica y, de ser necesario, cinismo. De noche, esas cualidades parecían haberse evaporado. ¿Por qué era más fácil meter en vereda al rey de Inglaterra que a sí misma?
¿Y por qué últimamente era tan dura con Paul? ¿Era simplemente su decepción consigo misma? La pasividad actual de Paul le parecía una provocación. Ella quería pincharle, sacarle de sus casillas. No, de algo más que de sus «casillas», sacarle de sí mismo, como si (contra toda evidencia) hubiese otro hombre distinto emboscado en su interior. Sabía que aquello no tenía sentido. Prueba con la lógica profesional, Martha. Si provocas irritación en alguien pasivo, ¿qué obtienes? Una persona anteriormente pasiva, ahora irritada y pronto nuevamente pasiva. ¿De qué sirve?
También sabía que aquella misma deferencia, aquella falta de ego -que ella ahora tachaba de pasividad-, había sido uno de los principales atractivos de Paul. Había pensado… ¿qué exactamente? Pensaba (ahora) que había pensado (entonces) que aquél era un hombre que no trataría de imponerse a ella (bueno, era cierto), que la dejaría ser ella misma. ¿Lo había pensado realmente o era más bien una versión posterior? Fuera como fuese, era falso. «Sé tú misma»: era lo que la gente decía, pero no querían decir eso. Querían decir -ella quería decir-: «llega a ser tú misma», fuese lo que fuese, y comoquiera que se llegase a serlo. Lo cierto era, Martha -¿no era así?-, que estabas esperando que la mera presencia de Paul actuase como una hormona de crecimiento para el corazón, ¿no es eso? Siéntate ahí en el sofá, Paul, e irrádiame tu amor; así me convertiré en la persona hecha y derecha que siempre he querido ser. ¿No podrías ser más egoísta y más ingenuo? ¿O, en realidad, más pasivo? ¿Quién dijo que los seres humanos maduraban de todos modos? Quizá solamente se hacían viejos.
Su mente, dando brincos, retornó a la infancia, como hacía cada vez con más frecuencia aquellos días. Su madre enseñándole cómo maduraban los tomates. O, mejor dicho, cómo hacías que los tomates madurasen. El verano había sido frío y húmedo, y los frutos estaban todavía verdes en el tallo cuando las hojas se curvaban como papel de empapelar y el servicio meteorológico había previsto una helada. Su madre había separado la cosecha en dos partes. Una la abandonó a su suerte, para que madurase de forma natural. La otra la puso en un bol con un plátano. Al cabo de unos días los tomates del segundo bol eran comestibles, mientras que los del primero sólo servían para hacer chutney. Martha le había pedido que se lo explicara. Su madre le había dicho: «Es lo que pasa.»
Sí, Martha, pero Paul no es un plátano y tú no eres una libra de tomates.
¿Era culpa del Proyecto? Lo que el Dr. Max llamaba sus burdas simplificaciones… ¿eran corrosivas? No, culpar a tu trabajo era como culpar a tus padres, Martha. No está permitido después de los veinticinco años.
¿Era porque el sexo no resultaba perfecto? Paul era considerado; le acariciaba la cara interior del brazo (y algo más) hasta que ella aullaba, había aprendido las palabras que ella necesitaba oír en la cama. Pero no era Carcassonne, por utilizar su código privado. De todos modos, ¿por qué el sexo tenía que ser una sorpresa? Carcassonne era único en su género: ahí estaba su gracia. No se podía pensar continuamente en ello con la esperanza de encontrar otro compañero perfecto y otra tormenta de El Greco. Ni siquiera lo hacía el bueno de Emil. Quizá, entonces, no era el sexo.
Siempre se puede echar la culpa a la suerte, Martha. No puedes culpar a tus padres, no puedes culpar a Sir Jack y a su Proyecto, ni a Paul ni a ninguno de sus antecesores, no puedes reprochárselo a la historia inglesa. ¿Qué otro culpable posible te queda, Martha? Tú misma y la suerte. Excluyete tú esta noche, Martha. Culpa a la suerte. Es sólo mala suerte que no nacieras tomate. Las cosas habrían sido mucho más sencillas. Habrías necesitado solamente un plátano.
Una noche tempestuosa en que los vientos del oeste levantaban olas encrespadas, las estrellas estaban tapadas y caía un aguacero torrencial, habían sorprendido a un grupo de constructores de barcos, de un pueblo cerca de los Needles, apostado en la orilla, haciendo señales con linternas a buques de suministro. Uno de ellos había cambiado el rumbo, pensando que eran las luces de la barra del puerto.
Algunas noches más tarde, un avión de transporte había informado de que cuando iniciaba el descenso hacia Tennyson Dos, había detectado, media milla a estribor, una tosca hilera de luces de aterrizaje alternativas.
Martha tomó nota de los pormenores, aprobó las investigaciones de Ted Wagstaff y aguardó a que éste se marchara.
– ¿Sí, Ted? ¿Hay algo más?
– Señora.
– ¿De seguridad o de Reacción del Visitante?
– Creo que debería hablarle un poco del RV, señorita Cochrane. Por si acaso es importante. Me refiero a que no es algo como lo de la reina Denise y el preparador físico, que usted dijo que no era asunto mío.
– Yo no dije eso, Ted. Sólo dije que no era una traición. Como mucho, un incumplimiento de contrato.
– Exacto.
– ¿De qué se trata esta vez?
– De ese Dr. Johnson. Un tipo que cena con visitantes en el Cheshire Cheese. Un individuo grande y torpón, de peluca desgreñada. Astroso, a mi entender.
– Sí, Ted, sé quién es el Dr. Johnson.
– Pues ha habido quejas. De visitantes. Informales y oficiales.
– ¿Qué clase de quejas?
– Dicen que es una compañía deprimente. Así que el sol sale por el este, ¿eh? El maldito cabrón, no entiendo por qué quieren cenar con él, a fin de cuentas.