– Gracias, Ted. Déjeme el expediente.
Convocó al Dr. Johnson a las tres de la tarde. Él llegó a las cinco, y hablaba consigo mismo cuando le hicieron pasar al despacho de Martha. Era un sujeto torpe y musculoso, con cicatrices profundas en las mejillas y unos ojos que apenas parecían enfocarle a ella. El siguió musitando, esbozó algunos gestos arcaicos y, sin ser invitado, se desplomó sobre una butaca. A Martha, que había ayudado en la audición que le hicieron y asistido a un preestreno en el Cheshire Cheese que había sido un desmadre, le alarmó el cambio. Cuando le contrataron, tenían todos los motivos para estar satisfechos. El actor -ella ya no recordaba su nombre- había pasado varios años de gira con un espectáculo individual titulado «El sabio del centro de Inglaterra», y controlaba plenamente los recursos de su oficio. El Proyecto incluso le había consultado cuando edificaron el Cheese, y habían contratado a tertulianos de taberna -Boswell, Reynolds, Garrick- para aliviar la presión del uno a uno que podría haberse originado de haberle dejado solo al Dr. Johnson con los visitantes. El desarrollo del Proyecto había facilitado asimismo un personaje bufo y bibliófilo, dispuesto a atizar, con una provocación amable, el ingenio del gran Khan. Así pues, la experiencia de la cena consistía en una coreografía compuesta del soliloquio de Johnson, la plática con sus coetáneos y un recorrido de épocas mezcladas entre el Buen Doctor y sus contertulios modernos. En el guión había incluso un momento de sutil respaldo al Proyecto de la isla. Boswell llevaba la conversación hacia los viajes de Johnson, y preguntaba: «¿Vale la pena ver el paso elevado gigante?» Johnson respondía: «¿Si vale la pena? Verlo sí. Pero no ir a verlo.» El diálogo provocaba a menudo una risa halagada de los visitantes atentos a la ironía.
Martha Cochrane rastreó en la pantalla el expediente que resumía las quejas contra Johnson. Que se vestía pésimamente y despedía un olor fétido; que cenaba como un animal salvaje y tan rápido que los visitantes, sintiéndose obligados a seguir su ritmo, se indigestaban; que o bien se mostraba bravuconamente dominante o bien se sumía en el silencio; que en varias ocasiones, en mitad de una frase, se había agachado para desatar un zapato de mujer; que era una compañía deprimente; que hacía comentarios racistas sobre muchos de los países de origen de los visitantes; que se irritaba si le interrogaban a fondo; que por muy brillante que pudiese ser su conversación, a los clientes les distraía el jadeo asmático que la acompañaba y su innecesario bamboleo en la butaca.
– Dr. Johnson -comenzó Martha-. Ha habido quejas contra usted.
Alzó la mirada, pero su empleado no parecía prestarle mucha atención. Se removió en su asiento, mas-todóntico, y murmuró algo que sonaba como una frase del padrenuestro.
– Quejas por su falta de urbanidad con quienes comparten su mesa.
El Dr. Johnson se revolvió.
– Estoy dispuesto a amar a toda la humanidad -contestó-, salvo a un norteamericano.
– Creo que descubrirá que eso es un prejuicio inútil -dijo Martha-. Dado que el treinta y cinco por ciento de los que nos visitan son norteamericanos. -Aguardó una respuesta, pero Johnson, evidentemente, había perdido su afición a la polémica-. ¿Está descontento por algo?
– Heredé de mi padre una melancolía inmunda -contestó.
– Después de los veinticinco años no le está permitido culpar de nada a sus padres -dijo Martha, resueltamente, como si fuese la política de la empresa.
Johnson emitió un vasto regüeldo, un resuello asmático, y berreó en respuesta:
– ¡Maldita moza sin seso!
– ¿Está descontento de sus compañeros de trabajo? ¿Hay tensiones? ¿Cómo se lleva con Boswell?
– Ocupa un asiento -respondió Johnson, lúgubremente.
– ¿Es la comida, quizá?
– Es todo lo mala posible -contestó el doctor, con una sacudida de cabeza que le desencajó la mandíbula-. Está desnutrida, mal matada, mal conservada y mal aliñada.
Martha juzgó que todo aquello era una exageración retórica, a menos que fuese una avanzadilla para pedir un aumento de sueldo y mejores condiciones de trabajo.
– Vayamos al grano -dijo-. Tengo la pantalla llena de quejas contra usted. Aquí, por ejemplo, tengo la de un tal monsieur Daniel, de París. Dice que pagó su suplemento para la experiencia de la cena creyendo que iba a escuchar de su boca muestras del proverbial gran humor inglés, pero que usted apenas profirió una docena de palabras en toda la noche, y ninguna de ellas memorable.
Johnson resolló y resopló y empezó a dar vueltas en su butaca.
– Un francés siempre tiene que decir algo, sepa o no sepa de lo que está hablando. Un inglés se conforma con no abrir la boca si no tiene nada que decir.
– Todo eso está muy bien en teoría -contestó Martha-, pero no le pagamos para eso. -Siguió desplegando la pantalla-. Y el señor Schalker, de Amsterdam, dice que en el curso de una cena, el día veinte del mes pasado, le hizo una serie de preguntas que no obtuvieron ninguna respuesta.
– Interrogar no es el modo de conversar entre caballeros -respondió Johnson, con una profunda condescendencia.
Realmente, aquello no conducía a nada. Martha desplegó el contrato de trabajo de Johnson. Por supuesto: debería haberle servido de advertencia. Se llamara como se llamase, hacía mucho tiempo que el actor había pagado por cambiar su nombre oficialmente por el de Samuel Johnson. Habían contratado a Samuel Johnson para encarnar a Samuel Johnson. Tal vez aquello explicase las cosas.
De repente se produjo un movimiento ondulatorio, un escarbado, un murmujeo y luego, con un ruido sordo, Johnson cayó de rodillas y, de un tirón seco y, no obstante, preciso a ras de suelo, despojó a Martha de su zapato derecho. Alarmada, miró por encima del tablero de su escritorio la coronilla de la peluca sucia de Johnson.
– ¿Qué se cree que está haciendo? -preguntó. Pero él no le hizo ningún caso. Miraba el pie de Martha y farfullaba algo. Ella reconoció las palabras «… caer en la tentación, sino líbranos del mal…».
– Dr. Johnson, ¡señor!
El tono de su voz despertó al actor de su ensueño. Se incorporó y se plantó balanceándose y jadeando ante ella.
– Dr. Johnson, haga el favor de comportarse.
– Bueno, si debo hacerlo, señora, no me queda más alternativa.
– ¿No comprende lo que es un contrato?
– Cómo no, señora -contestó Johnson, concentrando de pronto su atención-. Es, en primer lugar, un acto en virtud del cual dos partes se juntan; en segundo término, un acto por el que un hombre y una mujer se prometen en matrimonio; y en tercer lugar, un escrito en el que figuran las condiciones de un pacto.
Martha se quedó desconcertada.
– Lo admitiré -dijo-. Ahora bien, usted, por su parte, tiene que admitir que su… abatimiento, o melancolía, o comoquiera que lo llamemos, es desagradable para quienes cenan con usted.
– Señora, no se puede tener el cálido sol del clima antillano sin el trueno, el relámpago y los terremotos.
En verdad, ¿cómo entenderse con aquel individuo? Había oído hablar de los actores del método, pero aquél era el peor caso con que había topado.
– Cuando contratamos al Dr. Johnson -comenzó, pero se interrumpió. La gran corpulencia de su interlocutor parecía sumir en la oscuridad el despacho-… Cuando le contratamos…
No, aquello tampoco servía. No era ya una presidenta ejecutiva ni una mujer de negocios, ni siquiera una persona de su época. Estaba a solas con otro ser humano. Experimentó un dolor simple y extraño.
– Dr. Johnson -dijo, dulcificando la voz sin esfuerzo, mientras su mirada recorría la hilera de botones gruesos y ascendía por la papada blanca hasta la cara atormentada y llena de cicatrices-, queremos que usted sea el Dr. Johnson, ¿comprende?