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– Cuando examiné mi vida pasada -respondió él, apuntando con los ojos, sin enfocarla, a la pared que había detrás de Martha-, no descubrí nada más que una estéril pérdida de tiempo, con algunos trastornos corporales y perturbaciones de la mente rayanas en la locura, que confío en que mi Creador tolerará para expiar muchas faltas y disculpará muchas deficiencias. A continuación, con el andar trabajoso de alguien que arrastra grilletes, comenzó a abandonar el despacho de Martha. -Dr. Johnson.

Él se detuvo y se volvió. Ella se puso de píe delante de su escritorio y se sintió asimétrica, con un pie descalzo y el otro calzado. Se sentía como una muchacha solitaria ante la extrañeza del mundo. El Dr. Johnson no sólo era dos siglos más viejo que ella, sino dos siglos más sabio. No se avergonzó de preguntarle:

– ¿Y qué me dice del amor, señor? El frunció el ceño y se cruzó con un brazo en diagonal el corazón.

– No hay, en efecto, nada que induzca tanto a la razón a relajar la vigilancia como la idea de pasar la vida en compañía de una mujer amable; y si todo sucediera como imagina un amante, no conozco qué otras dichas terrenales merecerían la pena.

Sus ojos ahora parecían haber hallado un foco, que era ella. Martha notó que se ruborizaba. Aquello era absurdo. No se había sonrojado en años. Y sin embargo no le parecía absurdo.

– ¿Pero?

– Pero el amor y el matrimonio son estados distintos. Quienes van a sufrir juntos los males, y a sufrirlos a menudo por causa del otro, pronto pierden esa ternura en la mirada y esa benevolencia de la mente que nacen de compartir un placer sin mezcla y diversiones sucesivas.

Martha se despojó de un puntapié del otro zapato y le miró desde una altura equilibrada.

– ¿Entonces no hay solución? ¿No dura nunca?

– Tenemos la certeza de que una mujer no siempre será buena; no sabemos seguro si siempre será virtuosa. -Martha bajó los ojos, como si su impudicia fuera conocida a través de los siglos-. Y un hombre no retiene toda su vida ese respeto y asiduidad con los que agrada durante un día o un mes.

Dicho esto, el Dr. Johnson franqueó la puerta laboriosamente.

Martha sintió que había fracasado por completo: le había causado muy poca impresión y él se había comportado como si ella fuese menos real que él. Al mismo tiempo, se notó frivola y coquetamente sosegada, como si, tras larga búsqueda, hubiese encontrado un alma gemela.

Se sentó, se calzó de nuevo y volvió a ser la presidenta ejecutiva. Recobró la lógica. Desde luego que él tendría que irse. En algunas partes del mundo ya habían afrontado procesos de muchos millones de dólares por acoso sexual, injurias racistas, incumplimiento de contrato por no hacer reír a un cliente y Dios sabía qué más cosas. Por suerte, la legislación de la isla -en otras palabras, la decisión ejecutiva- no reconocía un contrato específico entre los visitantes y Piteo; en su lugar, las quejas razonables se solventaban sobre una base ad hoc, lo que habitualmente implicaba una compensación en metálico a cambio de silencio. Todavía era vigente la antigua tradición de Pitman House de la cláusula de amordazamiento.

¿Tendrían que contratar a un nuevo Samuel Johnson? ¿O recomponer de cabo a rabo la experiencia de la cena con un anfitrión distinto? ¿Una velada con Osear Wilde? Aquí existían peligros obvios. ¿Noel Coward? Un problema similar. ¿Bernard Shaw? Oh, el famoso nudista y vegetariano. ¿Y si le daba por imponer tales hábitos en la mesa de la cena? Era impensable. ¿No había producido la vieja Inglaterra otros ingenios… en su sano juicio?

Sir Jack estaba excluido de las reuniones ejecutivas, pero se le permitía una presencia decorativa en las reuniones mensuales de la junta superior. En ellas lucía su uniforme de gobernador: tricornio galonado; charreteras como cepillos de pelo dorados; cordones gruesos como colas de caballo; toda una ristra de condecoraciones que él mismo se había otorgado; un bastón de hueso con dibujos tallados debajo de la axila; y una espada que rebotaba contra el costado de su rodilla. Esta indumentaria no evocaba, para Martha, un eco de poder ni poseía siquiera un tufillo castrense; su cómica exageración ratificaba que el gobernador actualmente asumía su figura de opereta.

En los primeros meses que siguieron al golpe de mano perpetrado por Martha y Paul, Sir Jack solía llegar tarde a esas juntas, pues su horario era el de un hombre ocupado que todavía ostenta el mando; pero lo único que se encontraba era una reunión ya comenzada y una silla situada de un modo humillante. Trataba de reafirmarse por medio de largas alocuciones desde una posición errante, e incluso impartiendo instrucciones coherentes a individuos concretos. Pero a medida que rodeaba la mesa no veía más que cogotes insolentes. ¿Dónde estaban los ojos temerosos, las cabezas que se vuelven, el sumiso lápiz que rasguea y el tecleo silencioso en el ordenador? Seguía lanzando ideas como una gran girándula, pero ahora las chispas caían sobre un suelo de piedra. Se reservaba cada vez más su silencio y su consejo.

Cuando Martha ocupó su sitio, advirtió la presencia de una figura desacostumbrada al lado del Sir Jack. No, no exactamente al lado: tales eran el tamaño y el boato indumentario de Sir Jack que el sujeto parecía más bien estar a su sombra. Bueno, una de las presunciones del gobernador en el pasado había sido compararse con un roble poderoso que cobijaba a quienes se ponían debajo. Hoy estaba guareciendo de la lluvia a un champiñón: un traje italiano gris suave, camisa blanca abotonada hasta el cuello, pelo entrecano muy corto en el cráneo redondo. Todo ello en el más puro estilo de mediados de los noventa; hasta las gafas eran de la misma época. Tal vez fuese uno de aquellos grandes inversores a quienes mantenían contento y que aún no se había percatado de que su primer cheque de dividendos probablemente lo recibirían sus nietos.

– Mi amigo Jerry Batson -anunció Sir Jack, más para Martha que para los demás-. Perdón -añadió, moviendo la cabeza con suma confusión-. Sir Jerry Batson, actualmente.

Jerry Batson. De la firma Cabot, Albertazzi y Batson. El champiñón agradeció la presentación con una leve sonrisa. Parecía una presencia apenas detectable, mansamente sentado, como un zen. Un guijarro en una corriente cada vez más caudalosa, un carillón de viento silenciado.

– Lo siento -dijo Martha-. No sé muy bien a qué obedece su presencia aquí.

Jerry Batson sabía que no tendría que contestar él. Sir Jack se puso en pie con un enfurecido ding-dong de medallas que entrechocaban. Podía tener aspecto de opereta, pero su tono fue wagneriano, transportando a algunos de los asistentes a la época de Pitman House (I).

– La presencia de Jerry, señorita Cochrane, su presencia aquí obedece a que él concibió, contribuyó a concebir, fue decisivo en la concepción de todo el maldito Proyecto. Por así decirlo. Paul lo confirmará.

Martha se volvió hacia Paul. Para su sorpresa, él le sostuvo la mirada.

– Fue antes de que usted llegara. Sir Jerry desempeñó un papel crucial en el desarrollo preliminar del Proyecto. Consta en las actas.

– Se lo agradecemos todos. Mi pregunta sigue en pie: ¿a qué obedece su presencia aquí?

Sin decir una palabra, con las palmas levantadas pacíficamente, Jerry Batson se alzó sin evidente asistencia muscular. Tras un ligerísimo asentimiento a Martha, abandonó la sala.

– Descortesía tras descortesía -comentó Sir Jack.

Esa noche, el gobernador, ya en su atuendo sencillo de túnica, con cinturón Sam Browne y polainas, estaba sentado enfrente de Sir Jerry con una licorera ladeada. Con la mano libre señaló blandamente su modesto salón. Sus cinco ventanas ofrecían una vista del acantilado, pero Ella le había robado sus chimeneas bávaras, y su Brancusi parecía infernalmente estrujado junto al mueble bar.

– Como dar a un almirante el alojamiento de un guardiamarina -se quejó-. Humillación tras humillación.

– El armagnac sigue siendo bueno.