– Figura en mi contrato. -Por una vez, el tono de Sir Jack fue incierto, a caballo entre el orgullo de haber obtenido aquella cláusula y la tristeza de haber tenido que batirse por ella-. Todo figura hoy día en un puñetero contrato. Así va el mundo, Jerry. Los tiempos de los viejos bucaneros han pasado, me temo. Nos hemos convertido en dinosaurios. Se hacen las cosas haciéndolas, fue siempre mi lema. En la actualidad es «No las hagas» si no tienes hechiceros y analistas de mercado, y directivos que te llevan de la mano. ¿Dónde está el ímpetu, dónde el olfato, dónde los co-jones que hay que echarle al asunto? Adiós, oh, aventureros del comercio…, ¿no es la triste realidad?
– Eso dicen.
Batson tenía comprobado que la neutralidad llevaba a Sir Jack directamente al grano más rápidamente que el comentario activo.
– ¿Pero entiendes lo que quiero decir? -Sé de dónde viene lo que dices. -Hablo de ella. De… la señora. Se le está escapando de las manos. Está apartando los ojos de la pelota. Una mujer que carece totalmente de visión. Cuando ella…, cuando la nombré presidenta ejecutiva, tenía esperanzas, lo confieso. La esperanza de que un hombre que ya no era tan joven -Sir Jack alzó una mano para oponerse a una protesta que en realidad no llegaba- podría descansar sus cansados huesos. Ocupar un asiento relegado. Ceder el paso a sangre más joven, y todo eso. -Pero…
– Pero… Tengo mis fuentes de información. Oigo que ocurren cosas que unas riendas más firmes no tolerarían ni refrendarían. Trato de avisar. Pero tú mismo has visto la insolencia con que me tratan en la junta. Hay veces en que pienso que están socavando mi magno Proyecto por pura envidia y maldad. Y en tales momentos reconozco que me culpo a mí mismo. Humildemente me culpo.
Miró a Batson, cuya expresión sosa insinuaba que quizá estaría dispuesto, a regañadientes, a aceptar aquel reparto de culpas; o, por otra parte, tras nueva reflexión, tal vez no.
– Y ciertos aspectos de los contratos de trabajo elaborados por Piteo estaban mal redactados. Claro que esas cosas no son necesariamente tan vinculantes como parecen.
A Jerry Batson le dio un leve escalofrío que podría haber indicado que asentía. De modo que la filosofía empresarial de Sir Jack había generado un fallo. Las cosas se hacían haciéndolas; menos cuando no se hacían. Supuestamente porque no se podía. Jerry murmuró, por fin:
– Es cuestión de qué cosas queremos eliminar y cuáles queremos incluir. Además de los parámetros.
Sir Jack lanzó un suspiro montañoso e hizo gárgaras con su armagnac. ¿Por qué siempre tenía que hacer todo el trabajo con Batson? Un chico listo, sin duda, y con sus honorarios tenía que serlo. Pero no era una persona que se deleitase con el toma y daca de la conversación masculina. O bien no decía ni pío o cotorreaba como una comadre. Ah, bueno, al grano.
– Jerry, tienes una cuenta nueva. -Hizo una pausa lo bastante larga para pillar a contrapié a Batson-. Ya sé, ya sé, Silvio y Bob manejan todas las cuentas nuevas. Lo cual es muy inteligente por su parte teniendo en cuenta lo que tú probablemente llamarías su falta de realidad existencial. Por no mencionar la existencia real de sus cuentas corrientes en las islas del Canal.
La sonrisa afirmativa de Batson se transformó en una risita sofocada. Quizás el viejo granuja no había perdido sus mañas. ¿Lo sabía desde el principio, y se había contenido adrede, o sólo lo había descubierto desde que disponía de más tiempo libre? Claro que Jerry no se lo preguntaría, porque dudaba de que Sir Jack le dijese la verdad.
– Bueno -concluyó el gobernador-, ya basta de flirteo y de preámbulos. Tienes un cliente.
– ¿Y ese cliente quiere que yo siga soñando un rato más?
Sir Jack rechazó la pista, así como el recuerdo.
– No. Ese cliente exige acción. Ese cliente tiene un problema de cuatro letras, que empiezan por P y riman con ruta. Tú tienes que encontrar la solución.
– Soluciones -repitió Jerry Batson-. ¿Sabes? A veces pienso que, como país, es lo que mejor hacemos. Los ingleses somos conocidos, con razón, por nuestro pragmatismo, pero manifestamos nuestro genio resolviendo problemas. Te diré mi favorito. Muerte de la reina Ana. Diecisiete lo que sea. Crisis sucesoria. Ningún hijo superviviente. El parlamento quiere (necesita) a otro protestante en el trono. Gran dilema. Dilema trascendental. Todos los que se hallan en la línea de sucesión indiscutible son católicos o casados con católicos, lo cual era igualmente un mal karma en aquellos tiempos. ¿Qué hace el parlamento entonces? Se salta a más de cincuenta (más de cincuenta) pretendientes reales, con los máximos, con los mejores y con buenos derechos, y elige a un oscuro miembro de la casa Hannover, tonto como un zapato, que apenas sabe hablar inglés pero que es ciento por ciento protestante. Y luego se lo venden al país como si fuese el que nos ha rescatado de las aguas. Espléndido. Marketing puro. Tanto tiempo después se queda uno todavía pasmado. Si.
Sir Jack carraspeó para arrumbar aquel inciso extemporáneo.
– Sospecho que mi problema te parecerá una bagatela comparado con tan encumbrada compañía.
La formación profesional de Martha le indicaba que tratase la regresión de Johnson como un asunto puramente administrativo. Un empleado que incumplía su contrato: despido, embarque en el primer barco y una sustitución rápida de entre el conjunto de mano de obra potencial en el archivo. Un castigo público, como en el caso de los contrabandistas, era improcedente. Así que zanja el asunto.
Pero su corazón resistía aún. El reglamento del Proyecto era inflexible. O trabajabas o estabas enfermo. Si estabas enfermo, te trasladaban al hospital de Dieppe. Pero ¿era Johnson siquiera un caso médico? ¿O algo muy distinto: un caso histórico? No estaba segura. Y el hecho de que la isla misma fuese la responsable de haber convertido al «Dr. Johnson» en el Dr. Johnson, de haber borrado las comillas protectoras y haberle dejado en situación vulnerable, también carecía de importancia. La súbita verdad que ella había intuido cuando él se agachaba ante ella, resollando y murmurando, era la sinceridad de su sufrimiento. Y éste era auténtico porque procedía de un contacto auténtico con el mundo. Martha era consciente de que algunos -Paul, por ejemplo- juzgarían esta conclusión irracional, incluso lunática; pero era lo que ella sentía. El modo en que Johnson le había arrancado el zapato y había empezado a farfullar, como a modo de expiación, el padrenuestro; la manera en que había hablado de sus trastornos y deficiencias, de sus esperanzas de salvación y de perdón. Fuera el medio que fuese el que había puesto aquella visión ante sus ojos, vio a una criatura a solas consigo misma, sobrecogida ante el contacto desnudo con el mundo. ¿Cuándo era la última vez que había visto -o sentido- algo semejante?
La iglesia de St. Aldwyn estaba medio cubierta de maleza en uno de los pocos parajes de la isla todavía respetados por el Proyecto. Era su tercera visita. Tenía la llave; pero el edificio, ahora sepultado entre vegetación boscosa, no estaba cerrado y siempre estaba vacío. Olía a moho y a putrefacción; no era un santuario confortable, sino más bien una continuación e incluso una concentración del frío húmedo de fuera. Los cojines de petit point eran pegajosos al tacto; las páginas de himnos, manchadas, olían a librería de segunda mano; hasta la luz que pugnaba por entrar a través del cristal Victoriano parecía mojarse ligeramente al hacerlo. Y allí estaba ella, pez en una pecera con fondo de piedra y paredes verdes, inquisitiva y cabeceando.
La iglesia no le parecía bella; carecía de proporción, brillo e incluso rareza. Era una ventaja, porque no la distraía de lo que representaba el edificio. Su mirada repasó, al igual que en sus visitas anteriores, la lista de párrocos que se remontaba al siglo xm. A todo esto, ¿qué diferencia había entre un rector y un vicario, o entre un coadjutor y un párroco? Tales distinciones no significaban nada para ella, como tampoco las demás complejidades y sutilezas de la fe. Raspó con el pie el suelo desigual de donde habían retirado, mucho tiempo atrás, una placa monumental para secularizarla en algún museo. Al igual que la última vez, vio la misma lista de números de cánticos, como una línea asiduamente ganadora en la lotería eterna. Pensó en los lugareños que habían acudido allí y, generación tras generación, habían cantado los mismos himnos y creído en las mismas cosas. Ahora cantores y cánticos se habían desvanecido con tanta certeza como si las huestes de Stalin hubiesen pasado por el lugar. Aquel compositor de quien Paul le había hablado el día en que se conocieron: deberían haberle enviado a aquella iglesia para inventar nuevas canciones, una piedad auténtica.