Los vivos habían sido ahuyentados, pero no los muertos: eran de fiar. Anne Potter, amada esposa del señor Thomas Potter, y madre de sus cinco hijos: Esther, William, Benedict, Georgiana y Simon, asimismo enterrados en las cercanías. El abanderado Robert Timothy Pettigrew murió de fiebres en la bahía de Bengala, el 23 de febrero de 1849, a los diecisiete años y ocho meses. Los soldados rasos James Thorogood y William Petty, del regimiento real de Hampshire, muertos en la batalla del Somme con pocos días de diferencia entre uno y otro. Guilliamus Trentinus, que murió en latín de causas incomprensibles y con lamentaciones prolijas, en 1723. Christina Margaret Benson, cuya munificencia permitió la restauración de la iglesia en 1875, realizada por Hubert Doggett, y a quien se conmemora en una ventanita del ábside donde sus iniciales están entrelazadas con hojas de acanto.
Martha no sabía por qué en esta ocasión había llevado flores. Debía de haber adivinado que no habría un jarrón donde ponerlas ni agua para llenarlo. Las depositó en el altar, tumbadas, y se instaló torpemente en el banco delantero.
Porque tuyo es el wigwam, las flores y la historia…
Recorrió de nuevo el texto de su infancia, olvidado hacía mucho, hasta que lo que farfullaba el Dr. Johnson lo revivió. Ya no parecía blasfemo, sino tan sólo una versión paralela, una poesía alternativa. Una choza espaciosa y transportable tenía tanto sentido como una iglesia húmeda de piedra enclavada en un lugar sólido. Las flores eran una ofrenda humana natural, símbolo de nuestra propia fugacidad… y la de ella era aún más veloz, puesto que no había búcaro ni agua. Y la historia: una variante aceptable, e incluso una mejora del original. La gloría es la historia. Bueno, sería, de ser cierta.
De ser cierta. En la escuela, su inquieto desprecio y sus blasfemias inteligentes emanaban precisamente de aquel hecho, de aquella conclusión: de que no era cierta, de que era una gran mentira perpetrada por la humanidad contra sí misma. Tu bazofia será escoria… Lo poco que había pensado en la religión en sus anos adultos había seguido siempre el mismo sesgo elegante: esto no es verdad, lo han inventado para que nos duela menos pensar en la muerte, fundaron un sistema, lo utilizaron como un medio de control social, sin duda ellos mismos creían en él, pero impusieron la fe como algo indiscutible, una verdad social primaria, como el patriotismo, el poder hereditario y la necesaria superioridad del varón blanco.
¿Aquello zanjaba la discusión o era ella tan sólo una mísera chica sin ideas? Si el sistema se derrumbaba, si el arzobispo de Canterbury pudiese llegar a ser menos conocido y menos creíble que, pongamos, el Dr. Max, ¿podrían las creencias vagar libres? Y de ser así, ¿eso las volvería más verdaderas, sí o no? ¿Qué la había empujado a ir allí? Conocía las respuestas negativas: decepción, edad, un descontento con la inconsistencia de la vida, o al menos de la que ella había conocido o elegido. Pero había algo más: una tranquila curiosidad rayana en envidia. ¿Qué sabían ellos, aquellos futuros compañeros suyos, Anne Potter, Timothy Pettigrew, James Thorogood y William Petty, Guliliamus Trentinus y Christina Margaret Benson? ¿Más que ella o menos? ¿Nada? ¿Algo? ¿Todo?
Cuando volvió a casa, la actitud de Paul era de un desenfado afectado. Mientras comían y bebían, le notó que se ponía más tenso y arrogante. Bueno, ella sabía esperar. Le observó arrepentirse en tres ocasiones de lo que fuera a decir. Por ultimo, cuando depositó una taza de café delante de ella, dijo tranquilamente:
– Por cierto, ¿estás teniendo una aventura?
– No.
Martha se rió, aliviada, lo que irritó a Paul hasta un extremo de pedantería.
– Bueno, ¿estás quizá enamorada de alguien y proyectando una aventura?
No, tampoco. Había estado en una iglesia abandonada. No, era donde había estado las otras veces de sospechosa ausencia. No, no había conocido a nadie allí. No, no se estaba volviendo religiosa. No, iba a la iglesia para estar sola.
El pareció casi desilusionado. Podría haber sido más fácil y más delicado decir: «Sí, veo a otra persona.» Eso explicaría la insipidez y la distancia que se habían establecido entre ellos. El Dr. Johnson lo había expresado mejor, por supuesto: habían perdido aquella ternura en la mirada, aquella benevolencia de la mente. Sí, ella podría haber dicho que le echara la culpa. Otras mujeres usaban aquel subterfugio; también otros hombres. «Me estoy enamorando de otra persona» era siempre más fácil para la vanidad que «Me estoy desenamorando de ti».
Más tarde, en la oscuridad, con los ojos cerrados, alzó la vista hacia unos botones gordos, una papada blanca y una cara ancha y atormentada. Es verdad, Paul, podría haberle dicho, es verdad que hay alguien que me atrae. Por fin un hombre mayor que yo. Un hombre del que puedo imaginar que me enamoro. No te diré su nombre, porque te reirías. Es ridículo, en un sentido, pero no más que algunos de los hombres que he intentado amar. El problema, verás, es que no existe. O existió, pero murió hace un par de siglos. ¿Esto le habría facilitado las cosas a Paul?
Ted Wagstaff estaba sentado frente al escritorio de Martha como un hombre del tiempo que se dispone a estropear un día festivo.
– ¿Algo inhabitual? -le instó ella.
– Me temo que sí, señorita Cochrane.
– Pero algo que usted va a contarme. Ahora, de preferencia.
– Me temo que es sobre el señor Hood y su banda.
– Oh, no.
La banda… Aquellos otros incidentes podían desdeñarse como hipos: subalternos mimados que se daban ínfulas, el gen criminal que silenciosamente se reafirma, el viraje hacia una personalidad imprevista. Poco más de lo que el rey llamaría rencorosamente un poco de juerga. Fácilmente acallado por la justicia ejecutiva. Pero la banda era crucial para el Proyecto, como confirmaba Reacción del Visitante. Era un mito primario, recreado tras considerable debate. Los miembros de la banda habían sido reajustados con gran sensibilidad; los elementos ofensivos del guión -las actitudes anticuadas ante la fauna y flora, el excesivo consumo de carne roja- habían sido suprimidos o atenuados. A lo largo del año, Promociones había asignado a la banda el papel más destacado. Aunque habían ocupado el puesto número 7 de la lista de quintaesencias confeccionada por Jeff, ocupaban el 3 en las preferencias del público, y las reservas eran numerosas para los seis meses siguientes.
Un par de días antes, Martha había inspeccionado la cueva en la pantalla del ordenador, y todo parecía en orden. El túmulo ovoide, revestido de roca, parecía apropiadamente medieval; los repatriados robles sau-díes florecían; el hombre con piel de oso era enteramente verosímil. En ambos lados de la cueva había colas apacibles para acercarse a las ventanas de observación. A través de ellas los visitantes escrutaban el estilo de vida doméstico de la banda; a Much, el hijo del molinero, horneando pan de siete cereales; a Will Scarlet frotándose loción de camomila sobre su piel inflamada; a Little John y a otros de su tamaño divirtiéndose en sus aposentos de miniatura. La gira continuaba con la práctica del tiro al arco (se alentaba la participación) y una visita al pozo de la barbacoa, donde se veía a Fray Tuck rociando su «buey» (material vegetal moldeado y rezumante de zumo de arándanos, por si alguien preguntaba). Finalmente los visitantes eran conducidos a las tribunas, donde un bufón inglés con gorro y cascabeles amenizaba la espera con una sátira histórica antes del número culminante: la batalla -o, mejor dicho, el torneo moral- entre los partidarios de Hood, libertarios y apóstoles del libre mercado, y los malvados del sheriff de Nottingham, apoyados por sus burócratas corruptos y su ejército de alta tecnología.