La banda no sólo era crucial para la presentación que de sí misma hacía la isla; se les pagaba un pasión. Los actores habían llegado a la cima del oficio teatral; varios de ellos habían negociado un porcentaje sobre los beneficios. Se alojaban en apartamentos suntuosos y tenían un club de admiradores con filiales desde Estocolmo a Seúl. ¿De qué demonios podían quejarse?
– Dígame.
– Empezó hará cosa de un mes. Una tormenta en un vaso de agua, pensamos. Nada que no resolviese una buena zurra.
¿Ella se estaba volviendo más impaciente o estaba empeorando la mutación de personalidad de Ted?
– Al grano, Ted.
– Perdone, señorita Cochrane. Los de la banda dijeron que no les gustaba el buey. Dijeron que sabía a rayos. Les dijimos que veríamos lo que se podía hacer. Lo probamos. No era gran cosa, pero tampoco estaba tan malo. Les dijimos, veamos, la escena en que trincháis pedazos del buey y os relaméis de gusto no dura tanto, ¿no podíais fingir, o guardar el pedazo en la boca y escupirlo más tarde? Les dijimos que solventaríamos el problema. Lo estábamos estudiando, señorita Cochrane. Lo atacamos por dos flancos. El primero, traer en un avión a un gran chef francés de Ruán para ver si podía darle un sabor más carnoso. Dos, volver atrás y reescribir el guión para hacer que Fray Tuck fuese un pésimo cocinero y se comprendiera que la banda escupiese su guiso.
Miró a Martha, como esperando aplauso por la iniciativa. Martha quería llegar al quid de la cuestión.
– ¿Pero?
– Pero lo siguiente que sabemos es que el olor del figón es totalmente distinto, la banda come a dos carrillos y ya no escupe nada, y se ha notado la falta de Dingle, el novillo lanudo, del parque nacional de animales.
– Pero eso está en el otro lado de la isla.
– Lo sé.
– ¿No llevan todos los animales una chapa electrónica?
– Encontramos la chapa, y la oreja, en el redil de Dingle.
– O sea que consiguieron su buey. ¿Qué más?
– Se llevaron una oveja de pelo largo de Devon, un par de cerdos de Gloucester y tres cisnes. La semana pasada vaciaron de patos el estanque de Stacpoole Memorial. Lo cierto es que han empezado a tirar directamente a la basura nuestros suministros. Cazan su propia comida.
– En nuestros parques naturales.
– Y en nuestras granjas de la Vieja Inglaterra. Y en nuestros bosques y florestas. Parece que esos hijos de puta matan cualquier cosa a la que alcancen sus flechas. Sin contar con que birlan hortalizas de los huertos traseros del Bungalow Valley.
– ¿Sólo estamos hablando de alimentos?
– En absoluto, señorita Cochrane. Ese Robin tiene una lista de quejas tan larga como mi brazo. Dice que tener en su banda a determinados miembros discapacitados disminuye su capacidad para la caza y para el combate. Quiere que los sustituyan por lo que él llama guerreros ciento por ciento aptos. Dice que la banda reclama una mayor intimidad y que van a poner cortinas en las ventanas para que nadie fisgue dentro. Sí, ya sé lo que va a decir usted. También afirma que tener homosexuales en la banda es perjudicial para la buena disciplina militar. Dice que los combates trucados no valen un pimiento y que sería más realista que los hombres del sheriff recibieran un incentivo económico suplementario para capturar a la banda y que a ésta se le permitiese tenderles emboscadas en cualquier sitio. Y su queja final, bueno, tendrá que disculparme mi lenguaje, señorita Cochrane.
– Está disculpado, Ted.
– Bueno, dijo que su badajo se le estaba desprendiendo por falta de uso y que a quién cojones se le había ocurrido liarle con una tortillera.
Martha le miró incrédula.
– Pero…, Ted…, para empezar, Maid Marian, ¿cómo se llama?, Vanessa, por decirlo de una forma elemental, sólo interpreta a una tortillera, como dice Robin.
– Eso es lo que sabemos hasta la fecha. Supongo que podría estar metiéndose en la piel de su personaje. Lo más probable es que lo esté utilizando como un pretexto. Para rechazar las proposiciones de Robin, como si dijéramos.
– Pero… Es decir, aparte de todo lo demás, en el informe histórico del Dr. Max, que yo recuerde, Maid Marian no se acostaba con Robin Hood.
– Bueno, así debería ser, señorita Cochrane. La situación actual es que Robin se queja de que es injusto y desleal y un atentado contra su virilidad no haber, disculpe mi lenguaje, pero le estoy citando a él, echado un polvo desde hace meses.
Por un momento Martha estuvo tentada de llamar al Dr. Max e informarle del comportamiento de las comunidades bucólicas en el mundo moderno, pero en vez de eso encaró el problema.
– Bien. Robin incumple su contrato con creces. Todos lo incumplen. Pero eso no es lo más importante. Se ha rebelado, ¿no? Contra el Proyecto, contra nuestra recreación del mito, contra todos y cada uno de los visitantes que acuden a verle. Es…, es un…
– ¿Un puñetero proscrito, señorita?
Martha sonrió.
– Gracias, Ted.
¿La banda sublevada? Era impensable. Era capital. Afectaba a muchísimas personas. ¿Y si a ellas se les metía en la cabeza comportarse de un modo parecido? ¿Y si el rey decidía que quería reinar de verdad o, puestos a ello, si la reina Boadicea decidía que era un advenedizo de alguna trepadora dinastía continental? ¿Y si los alemanes resolvían que tenían que ganar la Batalla de Inglaterra? Las consecuencias eran inimaginables. ¿Y si los petirrojos decidían que no les gustaba la nieve?
– Tenemos asuntos que tratar -dijo Martha, y vio que Paul tensaba las mejillas. La cara rencorosa de un hombre convocado a debatir una relación. Martha procuró tranquilizarle. Muy bien, ya hemos terminado con esto de hablar y no hablar. Hay varias cosas que no puedo decir y, puesto que no quieres oírlas, podemos dejarlas al margen. -Se trata de la banda.
Advirtió un alivio en la expresión de Paul. El alivio aumentó mientras comentaban la acción ejecutiva, la confianza y la recuperación a toda prisa de los visitantes. Concordaron acerca de la amenaza fundamental que representaba para el Proyecto. Paul sugirió la intervención del regimiento de operaciones clandestinas, aconsejó un plazo máximo de cuarenta y ocho horas, se ofreció para actuar de enlace con la banda como coordinador técnico, dijo que la vería, a ella, a Martha, más tarde, quizá mucho más tarde, y se marchó en un estado de excitación mitigada.
En el trabajo funcionaba esta taquigrafía armoniosa; en casa, persistía una rutina malhumorada y llena de represiones corteses. En una ocasión él había dicho que ella le hacía sentirse real. ¿Lloraba ella ahora por la adulación o por la verdad pretéritas?
Había algunas cosas que ella no podía decirle:
– que nada de todo aquello era culpa de él;
– que a pesar del escepticismo histórico del Dr. Max, ella creía en la felicidad;
– que cuando decía que «creía en ella», significaba que pensaba que dicho estado existía y que valía la pena procurar alcanzarlo;
– que los buscadores de la felicidad tendían a dividirse en dos grupos: los que la buscaban con arreglo a criterios estipulados por otros, y los que la buscaban de acuerdo con sus propios criterios;
– que ningún método de búsqueda era superior a cualquier otro;
– pero que, para ella, alcanzar la felicidad dependía de ser fiel a sí misma;
– fiel a su naturaleza;
– es decir, fiel a su corazón;