– pero el principal problema, la dificultad capital de la vida, era cómo conocías tu propio corazón;
– y el problema circundante era: ¿cómo conocías tu propia naturaleza?;
– que la mayoría de la gente la situaba en la infancia: por ende, sus reminiscencias extáticas de ellos mismos, las fotografías de cuando eran jóvenes, representaban medios de definir dicha naturaleza;
– aquí había una foto de ella cuando era joven, frunciendo el ceño frente al sol y proyectando hacia fuera el labio inferior: ¿era aquélla su naturaleza o solamente una mala fotografía sacada por su madre?; -¿pero y si esta naturaleza no era más natural que la que Sir Jack había delineado satíricamente después de un paseo por el campo?;
– porque si no podías situar tu naturaleza, sin duda disminuían tus posibilidades de ser feliz;
– ¿o si ubicar tu naturaleza era como emplazar una superficie de pantano cuyo trazado seguía siendo misterioso y cuya actividad indescifrable?;
– que pese a condiciones favorables y a la ausencia de obstáculos, y a pesar de que ella creía que podía amar a Paul, no se había sentido dichosa;
– que al principio pensó que podría ser porque él la aburría;
– o que le aburría el amor de Paul;
– pero no estaba segura (y, al desconocer su propia naturaleza, ¿cómo iba a estarlo?) de que fuese así;
– quizá, entonces, aquel amor no constituía la respuesta para ella;
– lo cual, después de todo, no era una postura totalmente excéntrica, tal como el Dr. Max le hubiese dicho para tranquilizarla;
– o quizá se tratase de que el amor le había llegado demasiado tarde, demasiado tarde para privarla de su soledad (si era así como se ponía a prueba el amor), demasiado tarde para hacerla feliz;
– que cuando el Dr. Max le explicó que en los tiempos medievales la gente buscaba la salvación y no el amor, los dos conceptos no eran necesariamente opuestos;
– era sólo que los siglos posteriores tenían ambiciones más modestas;
– y que cuando buscamos la felicidad, tal vez estemos persiguiendo alguna forma inferior de salvación, aunque no nos tomamos la molestia de llamarla por ese nombre;
– que quizá su propia vida había sido lo que el Dr. Johnson dijo de la suya, una estéril pérdida de tiempo;
– que ella había hecho poquísimos progresos dirigidos a la forma más baja de salvación;
– que nada de todo esto era culpa de Paul.
El asalto a la cueva de Robin Hood fue calificado de gran espectáculo de recreación histórica y reservado a los visitantes «de primera» previo pago de un suplemento doble. A las seis de la tarde la tribuna en forma de U estaba repleta y el sol poniente actuaba como un reflector sobre la boca de la cueva.
Martha y la junta ejecutiva ocupaban una de las filas más altas de la tribuna. Se trataba de una crisis grave y de un reto a la filosofía del Proyecto; al mismo tiempo, sin embargo, si resultaba como querían, podría ser que inspirase nuevas y útiles ideas de desarrollo. La teoría del ocio no era un concepto inmóvil. Ella y Paul ya habían hablado de incorporar otros episodios no sincrónicos de la historia del país. Por cierto, ¿dónde estaba Paul? Sin duda seguía entre bastidores, depurando la coreografía de la banda.
Martha descubrió irritada a Sir Jack sentado junto a ella. Aquello no era un acto protocolario; distaba mucho de serlo. ¿Qué brazo habría torcido Sir Jack para apoderarse del sitio del Dr. Max? Y lo que llevaba en su guerrera de gobernador ¿era otra ristra de medallas que él mismo se había concedido? Cuando él se volvió hacia ella con su sonrisita de Jack festivo y un jocoso meneo de cabeza, ella reparó en que las hebras grises de sus cejas se habían tornado finalmente negras.
– No me perdería esta juerga por nada del mundo -dijo él-. Aunque no me gustaría estar en su pellejo.
Ella no le hizo caso. En otro tiempo se habría disgustado; ahora le daba igual. Lo que contaba era el control ejecutivo. Y si él quería jueguecitos… reduciría a la mitad los caballos de fuerza de su landó, rescindiría la cláusula del armagnac en su contrato o le pondría una chapa identificativa como a Dingle, el novillo lanudo. Sir Jack era un anacronismo. Martha se inclinó hacia delante para observar el espectáculo. El coronel Michael «Loco Mike» Michaelson había sido preparador físico privado y trabajado de doble en películas antes de que le reclutaran para dirigir el regimiento de operaciones especiales de la isla. En su unidad figuraban gimnastas, guardas de seguridad, gorilas, atletas y bailarines de ballet. Que todos carecieran de experiencia militar no era óbice para la escenificación que efectuaban, dos veces por semana, del asedio a la embajada iraní de 1980, que requería agilidad, vista y experiencia en la escalada con cuerdas, además de una capacidad de exteriorizar rudamente sus emociones cuando estallaban las granadas de fogueo. Pero ahora se trataba de una prueba nueva, y mientras Loco Mike impartía instrucciones a sus nombres en una parcela de tierra yerma, presurosamente removida por una excavadora enfrente mismo de la primera fila, estaba profesionalmente preocupado. No acerca del resultado: los hombres de la banda cooperarían, como lo habían hecho puntualmente los asaltantes de la embajada iraní. Lo que le preocupaba era que el espectáculo, que no habían ensayado, perdiese un viso de autenticidad.
Hasta él mismo sabía que, en términos militares, un asalto diurno sobre la boca de una cueva era absurdo. La mejor forma de desalojar a Hood y a los suyos -es decir, si continuaban fastidiando- sería irrumpir, con baquetas y reflectores, por la entrada de servicio en mitad de la noche. Pero si todo el mundo desempeñaba bien su papel, pensaba que saldría airoso del empeño.
Al igual que en el asedio, un circuito de inducción permitía al público seguir la secuencia de hechos con auriculares. Loco Mike explicó su plan y apoyó sus palabras con gestos expansivos. Los dos grupos de combate, con las caras totalmente ennegrecidas, escucharon histriónicamente mientras continuaban sus preparativos: uno afilando un gran cuchillo Bowie, otro soltando la anilla de una granada y otros dos comprobando la elasticidad de un cable de nilón. El coronel concluyó su parlamento, del que habían sido suprimidas todas las palabrotas castrenses, con escuetas exhortaciones a la disciplina y el control; después, con los brazos extendidos y al grito de «¡Adelante, adelante, ADELANTE!», despachó al sexteto conocido como el grupo A.
La tribuna observó complacida y con una sensación de familiaridad rayana en conocimiento el modo en que el grupo A se dividió en dos, desapareció en los bosques y después descendió desde las copas de los árboles hasta el tejado de la cueva, por medio de un sistema de poleas que al instante resultaba verosímil. Adhirieron a la roca dispositivos de escucha, introdujeron un micrófono en la boca de la cueva y dos hombres del ROE comenzaron a descender en rappel por ambos lados de la morada de Hood.
El grupo A acababa de confirmar su posición cuando una risa recorrió las gradas. Fray Tuck había salido de la cueva blandiendo unas tijeras de podar de mango largo. Tras una serie de bufonadas, cortó la cuerda colgante, recogió el cabo y se lo lanzó a los espectadores. Ignorando esta burda e emprevista apropiación del escenario, Loco Mike encabezó a los miembros del grupo B que reptaban sobre codos y rodillas por el espacio al descubierto. En la mejor tradición de la tramoya militar, llevaban ramas con hojas adosadas a sus pasamontañas de lana.
– Hasta que el bosque de Burnham venga a Dunsinane -anunció Sir Jack, para que le oyeran las doce filas que tenía delante-. Como dijo el gran William.
El grupo B se hallaba a veinte metros de la entrada de la cueva cuando tres flechas pasaron silbando por encima de ellos y se clavaron en tierra a unos palmos de la primera fila de la tribuna. Un nutrido aplauso premió aquel crudo realismo que justificaba el pago de un suplemento doble. Loco Mike miró a sus camaradas gimnastas y agentes de seguridad y luego a las gradas, como esperando una señal o instrucciones adicionales de Paul a través del auricular. Al no recibir ninguna, murmuró en el micrófono: «Peti, petirrojo. Hora de entrar en acción. Cuarenta segundos, tíos.» Esbozó un ademán improvisado hacia el grupo A emplazado encima de la cueva. Cuatro de sus seis componentes estaban ahora suspendidos de cuerdas encima de las ventanas, calculando la profundidad y la distancia de su arco gimnástico. Al mirar abajo, les sorprendió lo que aparentaba ser el lustre grasiento de un cristal de verdad. En la embajada, las ventanas eran de vidrio rizado de bajo impacto y rotura en añicos. Bueno, era de suponer que Desarrollo Tecnológico habría encontrado algo incluso más auténtico.