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– Pues si tenía que ser uno o lo otro, supongo que era débil.

– ¿Cómo lo sabes?

– ¿Que era débil?

– No, ¿cómo distingues si son malos o débiles?

– Martha, aún no tienes edad para estas cosas.

– Necesito saberlo.

– ¿Por qué lo necesitas?

Martha hizo una pausa. Sabía lo que quería decir, pero temía decirlo.

– Para no cometer los mismos errores que tú.

Había hecho una pausa porque previo que su madre iba a echarse a llorar. Pero aquella parte de su madre ya no existía. Soltó, en cambio, aquella risa seca que era su especialidad de entonces.

– Qué chica más juiciosa he traído al mundo. No envejezcas antes de tiempo, Martha.

Aquello era algo nuevo. No seas insolente. ¿De dónde sacas esas ideas? Ahora era: no envejezcas antes de tiempo.

– ¿Por qué no me lo dices?

– Te diré todo lo que sé, Martha. Pero la respuesta es que no lo sabes hasta que es demasiado tarde, por lo que respecta a mi vida. Y tú no cometerás los mismos errores que yo porque la norma es que todo el mundo cometa errores distintos.

Martha miró a su madre atentamente.

– Eso no sirve de mucho -dijo.

Pero le sirvió a la larga. Según crecía, se forjaba un carácter y se volvía más testaruda que insolente, y lo bastante inteligente para saber cuándo ocultar que lo era, y a medida que iba entablando amistades, teniendo vida social y una nueva clase de soledad, y se trasladaba del campo a la ciudad y empezaba a amasar sus futuros recuerdos, aceptó la norma de su madre: los otros cometían sus errores y tú cometías los tuyos. Y una lógica consecuencia de ello pasó a integrar el credo de Martha: después de cumplir veinticinco años, no tenías derecho a echar la culpa de nada a tus padres. No era así, por supuesto, si tus padres habían hecho algo horrible -te habían violado, asesinado, robado todo tu dinero y te habían vendido como prostituta-, pero en el curso normal de una vida normal, si eras medianamente competente y medianamente inteligente, y tanto más cuanto más normal fueses, no tenías derecho a culpar a tus padres. Lo hacías, por supuesto, porque a veces resultaba demasiado tentador. Si me hubiesen comprado los patines como prometieron, si me hubieran dejado salir con David, si al menos hubiesen sido distintos, más afectuosos, más ricos, más listos, más sencillos. Si hubieran sido más indulgentes; si hubiesen sido más estrictos. Si me hubieran estimulado más; si me hubieran elogiado por lo que hacía bien… Nada de eso. Claro que Martha lo pensaba algunas veces, quería cultivar tales rencores, pero se paraba a leerse la cartilla. Estás sola, niña. Se sufren daños en la infancia. Ya no tienes derecho a culparles de nada. No tienes derecho.

Pero había una cosa, una cosa minúscula y, sin embargo, imborrablemente dolorosa, para la cual nunca encontraría cura. Había salido de la universidad y se había instalado en Londres. Estaba sentada en su despacho, fingiendo que estaba absorta en su trabajo; tenía una cuita sentimental, nada grave, sólo un hombre, sólo la tenue catástrofe de costumbre; tenía la regla. Recordaba todo eso. Sonó el teléfono.

– ¿Martha? Soy Phil.

– ¿Quién?

Alguien sumamente familiar, con tirantes rojos, pensó.

– Phil. Philip. Tu padre. -Ella no supo qué decir. Al cabo de un rato, como si su silencio pusiera en duda la identidad paterna, él la confirmó-. Papá.

Quería saber si podían verse. Qué tal si almorzaban un día. Conocía un sitio que a ella podría gustarle, y ella reprimió la pregunta: «¿Cómo demonios lo sabes?» Él dijo que tenían que hablar de un montón de cosas, aunque no creía que ninguno de los dos debiera albergar grandes expectativas. Ella convino con él en esto.

Pidió consejo a sus amistades. Algunas dijeron: dile lo que sientes; dile lo que piensas. Algunas dijeron: ¿por qué ahora y no antes? Algunas dijeron: no le veas. Algunas dijeron: díselo a tu madre. Otras recomendaron: no se lo digas a tu madre. Otras dijeron: asegúrate de que llegas antes que él. Y otras: que espere el hijoputa.

Era un restaurante anticuado, con paredes de roble y camareros ancianos cuyo hastío rayaba en una ineficiencia sardónica. Hacía calor, pero sólo había en el menú platos pesados, de comida de club. El la instó a que pidiese todo lo que quisiera; ella pidió menos. Él propuso una botella de vino; ella bebió agua. Ella le respondió como si contestara a un cuestionario: sí, no, supongo; muchísimo, no, no. Él le dijo que se había convertido en una mujer muy atractiva. El comentario sonó a impertinente. Ella no quería asentir ni discrepar, y dijo: «Es probable.»

– ¿Me has reconocido? -preguntó él.

– No -respondió ella-. Mi madre quemó tus fotos.

Era verdad; y él se merecía aquella mueca de dolor, si no algo más. Ella miró por encima de la mesa a aquel hombre envejecido, de cara colorada y cabellos ralos. Se había esforzado en no esperar nada; aun así, él tenía un aspecto más ajado de lo que ella hubiera creído. Cayó en la cuenta de que en todo momento había estado barajando una suposición falsa. Se había imaginado durante los últimos quince años o más que si uno desaparecía, si abandonaba a su mujer y a su hija, lo hacía por una vida mejor: más felicidad, más sexo, más dinero, más de lo que faltaba en la vida anterior. Al examinar a aquel hombre que decía llamarse Phil, pensó que daba la impresión de haber vivido una vida peor que si se hubiese quedado en casa. Pero tal vez ella quería pensar eso.

Él le contó una historia. Ella se abstuvo de juzgar su veracidad. Él se había enamorado. Había ocurrido. No lo decía para justificarse. En aquel tiempo había pensado que romper bruscamente era lo más honesto. Martha tenía un hermanastro que se llamaba Richard. Era un buen chico, aunque no sabía lo que quería hacer en la vida. Era muy normal a su edad, seguramente. Stephanie -el nombre se vertió de repente, como un vaso de vino, en la mitad de la mesa que ocupaba Martha-, Steph había muerto hacía tres meses. El cáncer era una enfermedad brutal. Se lo diagnosticaron cinco años antes, y luego hubo una mejoría. Después recayó. Es siempre peor cuando vuelve a declararse. Acaba contigo.

Todo aquello parecía -¿qué?- no falaz, sino improcedente, no era una manera de restañar la exacta, excepcional desgarradura que ella llevaba dentro. Le preguntó por Nottinghamshire.

– ¿Perdón?

– Cuando te fuiste llevabas Nottinghamshire en el bolsillo.

– Eso he creído oír.

– Yo estaba haciendo mi rompecabezas de condados de Inglaterra. -Se sintió torpe al decirlo; no incómoda, sino como si estuviera enseñando demasiado de su intimidad-. Solías coger una pieza y esconderla, y al final la encontrabas. Te llevaste Nottinghamshire cuando te fuiste. ¿No te acuerdas?

El negó con la cabeza.

– ¿Hacías rompecabezas? Me figuro que a todos los niños les encanta. A Richard también. Durante un tiempo, al menos. Tenía uno increíblemente complicado, recuerdo, todo de nubes o cosas así… No sabías seguir hasta que tenías la mitad hecha…

– ¿No te acuerdas?

Él la miró.

– ¿De verdad, de verdad que no te acuerdas?

Ella se lo reprocharía siempre. Tenía más de veinticinco años, y llegaría a ser más mayor que veinticinco, cada vez más y más mayor, y estaría sola; pero siempre le reprocharía aquello.

2. Inglaterra, Inglaterra

Uno

Pitman House había sido fiel a los principios arquitectónicos de su época. Irradiaba un tono de poder secular atemperado por el humanitarismo; fresnos y hayas suavizaban el cristal y el acero; manos de eau-de-vie y amarillo verdoso conferían toques de pasión controlada; en el vestíbulo, un tambor en forma de panocha de color rojo óxido mitigaba el dominio de los ángulos duros. El atrio sobrenatural objetivaba las aspiraciones de aquella catedral laica; por otra parte, su ventilación pasiva y su ahorro de energía mostraban su compromiso con la sociedad y el medio ambiente. Se había hecho un uso flexible del espacio y las tuberías estaban a la vista: según el estudio de arquitectos Sla-ter, Grayson & White, el edificio combinaba la sofisticación de medios con la transparencia de propósito. La armonía con la naturaleza era otra de sus claves: detrás de Pitman House habían creado adrede una zona de pantanos. El personal se comía el bocadillo en la terraza (madera noble procedente de fuentes renovables), al mismo tiempo que observaba la vida itinerante de los pájaros en los linderos de Hertfordshire. Los arquitectos estaban acostumbrados a la intervención de los clientes; pero hasta ellos perdían un poco de locuacidad al ensalzar la aportación personal que a su proyecto había hecho Sir Jack Pitman: la inserción, al nivel de la sala de juntas, del doble cubo de un despacho con cornisas moldeadas, alfombras de largos flecos, chimeneas de carbón, lámparas de pie, papel pintado de terciopelo en relieve, cuadros al óleo, ventanas falsas con cortinas e interruptores con forma de borla. Como Sir Jack, cavilativo, propuso: «Por mucho que podamos vanagloriarnos de las capacidades del presente, me parece que el coste no debiera pagarse desdeñando el pasado.» Slater, Grayson & White habían intentado puntualizar que edificar el pasado, ay, era en nuestros días notablemente más caro que construir el presente o el futuro. Su cliente había postergado el comentario, y ellos se quedaron reflexionando que por lo menos aquella estancia sellada y cuasi majestuosa sería probablemente considerada un capricho personal de Sir Jack más que un elemento contenido en los planos de los arquitectos. Con tal que nadie les felicitara por su irónico post-posmodemismo.