Loco Mike y su lugarteniente se pusieron de pie y lanzaron sendas granadas al interior de la cueva. La finalidad de las espoletas especiales de treinta segundos era prolongar la tensión dramática; las explosiones serían la señal para que el grupo A irrumpiera por las ventanas. Los del grupo B seguían todavía de bruces en tierra, fingiendo que se tapaban los oídos, cuando de nuevo oyeron a su espalda una risotada de suplemento doble. Las dos granadas, cuyas mechas estaban en sus últimos segundos de combustión, volvían en dirección a ellos, acompañadas de tres flechas que aterrizaron innecesariamente cerca. Las granadas explotaron con estruendo entre los componentes del grupo B, aliviados de que no fuesen reales. «Mucho pedorreo y poco fuego», comentó para sus adentros Loco Mike, olvidando que sus palabras se oían directamente en los auriculares de cada potentado sentado en la tribuna.
Para enmascarar su confusión, se puso de pie gritando: «¡Adelante, adelante, ADELANTE!», y encabezó la carga a lo largo de los veinte metros de distancia restantes. Al mismo tiempo, los cuatro hombres del ROE colgados de una cuerda aterrizaron a un costado de la cueva, con las botas apuntando hacia el ventanal.
Más tarde fue difícil saber quién había gritado primero: si los miembros del Grupo A, que en total contaban con dos tobillos fracturados y ocho rodillas seriamente maltrechas contra las ventanas de doble cristal de la cueva, o los del grupo B, cuando vieron la medía docena de flechas que volaban hacia ellos. Una hirió a Loco Mike en el hombro; otra se clavó en el muslo de su lugarteniente.
– ¡Adelante, adelante, ADELANTE! -gritó el coronel yacente, mientras su equipo de atletas y actores emprendía una huida más realista en dirección opuesta.
– ¡Cojones, cojones, COJONES! -bramó Sir Jack.
– Una ambulancia -dijo Martha Cochrane a Ted Wagstaff mientras manos invisibles derribaban las ventanas de la cueva e introducían a los hombres del ROE.
La guardaespaldas boyera de Maid Marian salió corriendo de la cueva y se llevó a rastras a Loco Mike.
– ¡Adelante, adelante, ADELANTE! -gritó él, valiente hasta el final.
– ¡Cojones, cojones, COJONES! -coreó Sir Jack. Se volvió hacia Martha y le dijo-: Usted misma debe reconocer que esto se ha convertido en un descojono.
Martha no contestó al principio. Había confiado en que Paul hiciese un trabajo mejor. O quizá la coreografía había sido pactada y Robin Hood le había engañado. El asalto había sido una desastrosa acción de aficionados. Y sin embargo…, sin embargo… Se volvió hacia el gobernador: «Oiga los aplausos.» En efecto. Los silbidos y palmadas derivaban poco a poco hacia un pataleo rítmico que ponía en peligro las gradas. Al público, sin duda, le había encantado el espectáculo. Los efectos especiales habían sido magníficos; el heroísmo herido de Loco Mike había sido de lo más convincente; los contratiempos ratificaban la veracidad de la acción. Y Martha comprendió que, al fin y al cabo, la mayoría de los visitantes habrían querido que la banda alcanzase la victoria. Puede que los del ROE hubiesen sido héroes del mundo libre en el caso de la embajada iraní, pero allí no eran más que una panda de invasores enviados por el malvado sheriff de Nottingham.
La banda de Robin Hood, como actores remisos a salir a escena, tuvo que salir de la cueva y saludar numerosas veces. Aterrizó un helicóptero ambulancia para transportar al lugarteniente del coronel directamente al hospital de Dieppe. Entretanto, Loco Mike, atado con una soga gruesa, era exhibido como rehén.
Los aplausos prosiguieron. Las posibilidades eran claras, pensó Martha. Ella y Paul tendrían que hablar largo y tendido con Jeff al respecto. El concepto precisaba un mayor desarrollo, por supuesto, y era una lástima el excesivo entusiasmo de la banda; pero era evidente que la representación de un conflicto entre épocas tenía una poderosa resonancia entre los visitantes.
Sir Jack carraspeó y se volvió hacia Martha. Ceremoniosamente, se colocó el tricornio en la cabeza.
– Espero que presente su dimisión mañana por la mañana.
¿Había perdido totalmente el sentido de la realidad?
A la mañana siguiente, cuando Martha abrió la puerta de su despacho, Sir Jack Pitman estaba sentado detrás de su escritorio, con el pulgar tranquilamente engarriado en un galón dorado. Atendía a una llamada de teléfono; o, al menos, hablaba por teléfono. Detrás de él, de pie, estaba Paul. Sir Jack señaló una butaca baja colocada al otro lado del escritorio. Al igual que en su primera entrevista, Martha declinó seguir sus instrucciones.
Al cabo de un minuto, más o menos, después de haber impartido órdenes a alguien que tal vez se hallara o tal vez no se hallara al otro extremo de la línea, Sir Jack apretó un botón y dijo:
– No me pase las llamadas. -Luego miró a Martha-. ¿Sorprendida?
Martha no respondió.
– Bueno, pues no insorprendida, entonces. -Soltó una risita, como provocada por alguna alusión oscura.
Martha casi la había captado cuando Sir Jack se levantó pesadamente y dijo:
– Pero mi querido Paul, se me olvidaba. Ésta es su butaca ahora. Enhorabuena.
Imitando a un chambelán de corte o a un ujier parlamentario, sujetó con porte tieso la butaca para Paul y se la encajó debajo de los muslos. Martha advirtió que Paul, como mínimo, tuvo la decencia de mostrarse avergonzado.
– Ya ve, señorita Cochrane, no aprendió usted la simple lección. Me recuerda al cazador que perseguía al oso pardo. ¿Conoce esa historia? -No aguardó a que Martha contestase-. Resiste que se recuente, de todos modos. Resiste, verbo enjundioso, disculpe mi jocundidad involuntaria. Debe de ser producto de mi estado de ánimo. En suma: un cazador supo que había un oso en una isla frente a la costa de Alaska. Alquiló un helicóptero para sobrevolar la superficie del agua. Al cabo de un cierto tiempo localizó al oso, un animal grande, viejo y sabio. Apuntó con el visor, disparó rápidamente, puuuuum, y cometió el terrible, el imperdonable error de simplemente herir a la fiera. El oso se refugió corriendo en el bosque, perseguido por el cazador. Éste rodeó la isla, la cruzó de parte a parte y buscó las huellas del oso subiendo colinas y bajando a valles. Tal vez Bruin se había escondido en alguna cueva y había expirado su último aliento de peluche. En cualquier caso, ni rastro del bicho. Como el día comenzaba a oscurecer, el cazador decidió interrumpir la búsqueda y emprendió el fatigoso camino de regreso a donde le esperaba el helicóptero. Cuando estaba a unos cien metros del aparato, vio que el piloto le hacía señales con los brazos, muy excitado. Se detuvo, posó el arma para responder a aquellos gestos y en ese momento el oso, con un simple vaivén de su garra extraordinaria -Sir Jack mimó el gesto, por si Martha no lo imaginaba-, le arrancó la cabeza de un zarpazo.
– ¿Y el oso vivió feliz hasta el fin de sus días? -Martha no pudo resistir la tentación de esta pulla.
– Pues le diré lo siguiente, el puto cazador no pudo hacerlo, señorita Cochrane, el puto cazador no pudo.
Irguiéndose ante ella, bamboleándose y rugiendo, Sir Jack pareció más osuno durante un momento. Paul se rió, como un adulador rehabilitado.
Sin hacer caso de Sir Jack, Martha dijo al nuevo y recién nombrado presidente ejecutivo: