– Te doy seis meses como máximo.
– ¿Es un halago certero? -respondió él fríamente.
– Creí…
Oh, olvídalo, Martha. Creíste que habías evaluado la situación. Diversas situaciones. Pues no. Así de simple.
– Disculpe que me inmiscuya en un momento de aflicción privada. -El sarcasmo de Sir Jack era lascivo-. Pero hay unos cuantos puntos contractuales que conviene aclarar. En virtud del contrato sus derechos a pensión quedan anulados debido a su pésima conducta en el incidente de la cueva de Hood. Tiene doce horas para desalojar su despacho y su alojamiento. Su regalo de despedida es un billete de ida de segunda clase en el transbordador a Dieppe. Su carrera ha terminado. Pero en caso de que sienta propensión a discrepar, las acusaciones de fraude y desfalco que hemos preparado constarán en su expediente para su uso futuro, si fuese necesario.
– Tía May -dijo Martha.
– Mi madre sólo tenía hermanos -dijo Sir Jack, con petulancia.
Ella miró a Paul. Él rehuyó su mirada.
– No hay pruebas -dijo Sir Jack-. Ya no las hay. Deben de haber desaparecido. Han sido quemadas o algo parecido.
– O se las ha comido un oso.
– Muy bien, señorita Cochrane. Me alegro de ver que conserva su sentido del humor, a pesar de todo. Por supuesto que debo advertirle que si usted pretendiera formular acusaciones, públicas o privadas, que yo pudiese considerar lesivas para los intereses de mi amado Proyecto, no vacilaría en utilizar todos los poderes considerables de que dispongo para disuadirla. Y conociéndome como usted me conoce, sabrá muy bien que no me contentaré con defender simplemente mis intereses. Créame, le llevaría la delantera. Seguro que usted me entiende.
– Gary Desmond -dijo Martha.
– Señorita Cochrane, está usted fuera de juego. De todos modos, le convenía la jubilación anticipada. Dígale la noticia, Paul.
– Gary Desmond ha sido nombrado redactor jefe de The Times.
– Con un sueldo generoso.
– Correcto, señorita Cochrane. Los cínicos dicen que todo el mundo tiene un precio. Yo soy menos cínico que alguien que podría mencionar. Creo que todo el mundo tiene una noción clara del grado de remuneración que le gustaría recibir. ¿No es un modo más honorable de ver las cosas? Usted misma, me parece recordar, exigió determinadas condiciones salariales cuando vino a trabajar para mí. Quería el empleo, pero declaró su precio. De forma que toda crítica contra el estimable señor Desmond, cuya ejecutoria periodística es inmejorable, sería pura hipocresía. -De la cual usted… Oh, olvídalo, Martha. Déjalo estar. -Parece que esta mañana deja usted sin acabar un montón de frases, señorita Cochrane. Estrés, me figuro. El remedio tradicional es una larga travesía en barco. Por desgracia, sólo podemos ofrecerle un breve cruce del Canal. -Sacó un sobre del bolsillo y se lo arrojó delante-. Y ahora -dijo, calzándose el tricornio en la cabeza e irguiéndose menos como un oso pardo que se alza sobre dos patas que como un capitán de barco pronunciando sentencia contra un amotinado-, por la presente le declaro persona non grata en la isla. A perpetuidad.
A la mente de Martha afluyeron respuestas, pero no a sus labios. Dirigió a Paul una mirada neutra, desdeñó recoger el sobre y abandonó por última vez aquel despacho.
Se despidió del Dr. Max, el ratón de campo, el pagano pragmático. Del Dr. Max, que no buscaba la felicidad ni la salvación. ¿Buscaría el amor? Presumió que no, pero no habían hablado exactamente de eso. Él afirmaba que sólo quería el placer, con sus magníficas deficiencias inherentes. Se besaron en las mejillas y ella captó un efluvio de eau de toilette clónica. Cuando se giraba para irse, Martha se sintió de pronto responsable. Puede que el Dr. Max se hubiese fabricado su propio caparazón reluciente, pero en aquel momento ella le vio vulnerable, inocente, descortezado. ¿Quién le protegería ahora que ella se iba?
– Dr. Max.
– ¿Señorita Cochrane?
De pie frente a ella, con los pulgares insertados en los bolsillos de su chaleco color eucalipto, parecía esperar otra pregunta estudiantil que él resolvería de un plumazo.
– Oiga, ¿se acuerda de cuando le llamé hace un par de meses?
– ¿Cuándo proyectaba despedirme?
– ¡Dr. Max!
– Bueno, iba a hacerlo, ¿no? Un his-toriador adquiere cierto olfato para los mecanismos del poder en el curso de sus estudios.
– ¿Estará usted bien, Dr. Max?
– Me imagino que sí. Hay muchos documentos que clasificar de Pitman House. Y, desde luego, está la biografía.
Martha le sonrió y movió la cabeza, censuradoramente. La reprimenda la dirigía a sí misma: el Dr. Max no necesitaba su consejo ni su protección.
En la iglesia de St. Aldwyn contempló los números de la lista de la lotería. No has ganado el gordo esta semana, tampoco esta vez, Martha. Se sentó en un cojín de petit point, frío y húmedo, con iniciales bordadas, y casi le pareció que olía la luz lienta. ¿Qué la atraía de aquel lugar? No iba allí a rezar. No había en su ánimo un claro arrepentimiento. El escéptico que se convierte, el blasfemo cuyas cataratas se disuelven: su caso no reproducía la vieja historia que complace a los clérigos. ¿Pero había un paralelismo? El Dr. Max no creía en la salvación, pero tal vez ella sí creyera y pensara que podría encontrarla entre los restos de un sistema de salvación más grande y desechado.
– Bien, Martha, ¿qué buscas? Dímelo.
– ¿Qué busco? No lo sé. Quizás el reconocimiento de que la vida, pese a todo, posee un carácter serio. Cosa que no he percibido. Como probablemente no lo percibe casi nadie. Pero aun así.
– Sigue.
– Bueno, supongo que la vida tiene que ser seria si posee una estructura, si existe algo por ahí más grande que uno mismo.
– Bonito y diplomático, Martha. Banal, asimismo. Triunfalmente descabellado. Prueba otra vez.
– Muy bien. Si la vida es una trivialidad, la desesperación es la única alternativa.
– Mejor, Martha. Mucho mejor. A no ser que quieras decir que has decidido buscar a Dios como una manera de evitar los antidepresivos.
– No, no es eso. No me entiendes. No estoy en una iglesia porque busco a Dios. Uno de los problemas es que las palabras, las palabras serias, han sido desgastadas a lo largo de los siglos por personas como esos rectores y vicarios que están en la lista de la pared. Las palabras actualmente no parecen apresar el pensamiento. Pero creo que había algo envidiable en aquel mundo por lo demás nada envidiable. La vida es más seria, y por ende mejor y por ende soportable, si existe algún contexto más amplio.
– Oh, vamos, Martha, me estás aburriendo. Puede que no seas religiosa, pero sin duda eres piadosa. Me gustabas más como eras antes. Un frágil cinismo es una reacción más auténtica ante el mundo moderno que este… anhelo sentimental.
– No, no es sentimental. Al contrario. Estoy diciendo que la vida es más seria, y mejor, y soportable, aun si su contexto es arbitrario y cruel, aun si sus leyes son falsas e injustas.
– Ahora bien, eso es el lujo de la retrospección. Diles eso a las víctimas de la persecución religiosa a lo largo de los siglos. ¿Preferirías que te desmiembren en la rueda o tener un pequeño y agradable bungalow en la isla de Wight? Creo que puedo adivinar la respuesta.
– Y otra cosa…
– Pero no has respondido a mi última pregunta.
– Bueno, quizá estés equivocada. Y otra cosa. Que un individuo pierda la fe y que un país pierda la fe, ¿no es casi lo mismo? Mira lo que le sucedió a Inglaterra. A la Vieja Inglaterra. Dejó de creer en cosas. Oh, siguió tirando. Se las arreglaba. Pero perdió seriedad.
– Oh, así que ahora es un país el que pierde la fe, ¿no? Viniendo de ti, la cosa es bastante irónica, Martha. ¿Crees que el país progresa si tiene algunas creencias serias, aunque sean arbitrarias y crueles? Restaura la Inquisición, devuelve el poder a los grandes dictadores, Martha Cochrane se enorgullece en presentarles…