– Basta. No puedo explicarlo sin burlarme de mí misma. Las palabras no hacen más que seguir su propia lógica. ¿Cómo cortas el nudo? Quizá olvidando las palabras. Deja que se agoten, Martha…
A su mente acudió una imagen compartida por quienes ocuparon antaño aquellos bancos. No por Guilliamus Trentinus, por supuesto, ni por Anne Potter, pero acaso una imagen conocida para el abanderado Robert Timothy Pettigrew, y para Christina Margaret Benson, y para James Thorogood y William Petty. Una mujer arrebatada por el viento, suspendida en el aire, prácticamente fuera de este mundo, aterrada y espantada y, no obstante, finalmente salvada. Una sensación de caída, caída, caída, que experimentamos todos los días de nuestra vida, y luego la percepción de que la caída se vuelve más suave, de que la está frenando una corriente invisible cuya existencia nadie sospechaba. Un instante breve y eterno que era absurdo, improbable, increíble, cierto. Nada más que unos huevos rotos por el leve impacto del aterrizaje. La riqueza de toda la vida posterior a ese instante.
Más tarde se habían apropiado de ese instante y lo habían reinventado, copiado, envilecido; ella misma había cooperado. Pero ese envilecimiento ocurría siempre. La seriedad residía en festejar la imagen originaclass="underline" en remontarse a ella, en verla, en sentirla. Ahí era donde discrepaba del Dr. Max. Parcialmente una podía sospechar que el suceso mágico nunca había existido, o por lo menos no del modo en que supuestamente había acontecido. Pero también había que festejar la imagen y el instante aun cuando no hubiesen existido. En eso radicaba la seriedad de la vida. Depositó flores nuevas en el altar y retiró las de la semana anterior, que estaban mustias y flaccidas. Cerró torpemente la pesada puerta, pero no la cerró con llave por si venía alguien. Porque tuyo es el wigwam, las flores y la historia.
3. Anglia
Jez Harris afilaba su guadaña con una serie de golpes metálicos de muñeca. El párroco poseía una antigua segadora que funcionaba con gasolina, pero Jez prefería hacer las cosas como se debía; además, las lápidas desperdigadas formaban un desorden deliberado, como desafiando a cualquier segadora eléctrica. Desde el otro lado del cementerio, Martha observaba a Harris encorvarse y apretarse las rodilleras de cuero. Luego se escupió en las manos, profirió unos cuantos juramentos inventados y comenzó a cortar la grama y las adelfillas de color rosa baya, los acianos y las algarrobas desgreñadas. Hasta que los hierbajos volvieran a crecer, Martha podría leer los nombres esculpidos de sus futuros compañeros.
Era a principios de junio, una semana antes de la feria, y el tiempo daba una falsa impresión de verano. El viento había amainado, y lentos abejorros se guiaban por el olor de hierba calcinada. Una mariposa de un plata deslavado intercambiaba airosamente rutas de vuelo con una marrón prado. Sólo una curruca hiperactiva, que escarbaba en busca de insectos, desplegaba una invasora ética del trabajo. Los pájaros del bosque eran más osados que durante su infancia. El día anterior Martha había visto, justo a un palmo de sus pies, a un pinzón cascar la concha de una chirla.
El cementerio era un lugar de informalidad y colapso, donde eran más leves los estragos del tiempo. Una cascada de clemátides tapaba la peligrosa pendiente de una tapia de pedernal. Había un haya roja, dos de cuyas ramas cansinas estaban apuntaladas con rodrigones, y una entrada techada al camposanto, cuyo tejado circunflejo goteaba. Revestidas de liquen, las losas del banco en donde Martha estaba sentada se quejaban incluso del peso que ella depositaba cautelosamente.
«La curruca es un pájaro inquieto que no forma bandadas.» ¿De dónde salía esto? Se le acababa de ocurrir. No, se equivocaba: siempre había estado en su cabeza, y había aprovechado aquella oportunidad para venírsele al pensamiento. La memoria funcionaba de una manera cada vez más fortuita; ella lo había notado. Pensaba que su mente seguía operando con claridad, pero en los momentos de descanso revoloteaban todo género de desechos del pasado. Años atrás, en la edad mediana, en la madurez o como se llamase, había tenido una memoria práctica, justificatoria. Por ejemplo, recordaba la infancia como una sucesión de incidentes que explicaban por qué ella era la persona que había llegado a ser. Ahora había más resbalones -una cadena de bicicleta que hace saltar el piñón- y menos trascendencia. O quizás el cerebro te estaba insinuando cosas que no querías saber: que te habías convertido en la persona que eras no por una explicable relación de causa y efecto, por actos de voluntad impuestos sobre las circunstancias, sino por puro albur. Batías las alas durante toda tu vida, pero era el viento quién decidía adonde ibas.
– ¿Señor Harris?
– Llámeme Jez, señorita Cochrane, como otros hacen.
El herrero era un hombre fornido cuyas rodillas crujieron mientras se enderezaba. Llevaba una indumentaria campesina de su propia invención, todo bolsillos y correas y jaretas súbitas que le conferían aires de bailarín folklórico y de sadomasoquista aficionado.
– Creo que hay un colirrojo posado todavía -dijo Martha-. Justo detrás de aquella clemátide. Procure no molestarle.
– Procuraré, señorita Cochrane. -Jez Harris tiró de un mechón suelto que le caía sobre la frente, posiblemente con intención satírica-. Dicen que los colirrojos traen suerte a quienes respetan sus nidos.
– ¿Ah, sí, señor Harris? -dijo Martha, con expresión incrédula.
– Así es en este pueblo, señorita Cochrane -respondió firmemente Harris, como si la llegada relativamente reciente de Martha no le diese derecho a cuestionar su aserto.
Se desplazó para arrancar una mata de perifollo. Martha sonrió para sus adentros. Era curioso que no consiguiera obligarse a llamarle Jez. Pero Harris tampoco era un nombre más verídico. Jez Harris, antiguamente Jack Oshinsky, experto jurídico de una empresa norteamericana de electrónica, se había visto obligado a abandonar su país durante la crisis. Había preferido quedarse, y retrotraer tanto su nombre como su tecnología; ahora herraba caballos, hacía aros de barril, afilaba cuchillos y hoces, cuidaba los arcenes y fabricaba un brebaje tóxico en el que sumergía un atizador al rojo vivo antes de venderlo. Su matrimonio con Wendy Temple había suavizado y asentado su acento de Milwaukee; y su placer inagotable era hacerse el paleto cada vez que un antropólogo, un escritor de viajes o un lingüista teórico se presentaba inoportunamente disfrazado de turista.
– Dígame -empezaba quizá el excursionista serio, cuyas botas nuevas le delataban-, ¿esa arboleda de allí tiene un nombre especial?
– ¿Nombre? -gritaba en respuesta Harris desde su forja, arrugando la frente y golpeando una herradura bermeja como un xilofonista demente-. ¿Nombre? -repetía, mirando al examinador a través de su pelo enmarañado-. Se llama el soto Halley, lo saben hasta los niños de teta.
Lanzaba la herradura desdeñosamente a un cubo de agua, y el silbido y el humo dramatizaban su rezongueo.
– El soto Halley… Quiere usted decir… ¿como el cometa Halley?
Para entonces el disfrazado absorbedor y escudriñador de la humanidad tarada lamentaba no haber llevado una libreta o una grabadora.
– ¿Cometa? ¿De qué cometa me habla? No suele haber cometas por aquí. ¿O sea que no ha oído hablar de Edna Halley? No, entiendo que a la gente de estos pagos no le guste hablar de eso. Son historias raras, si quiere que le diga, historias raras.
Tras lo cual, con estudiada renuencia, y después de haber manifestado signos de hambre, Harris el herrero, nacido Oshinsky, experto jurídico, se dejaba convidar a un pastel de carne y riñones en el Rising Sun, y, con una pinta de cerveza amarga y suave junto al codo, insinuaba, sin confirmarlas nunca, hablillas de brujería y supersticiones, de ritos sexuales a la luz de la luna y matanzas en trance de ganado, sucesos todos ellos no muy lejanos en el tiempo. Otros parroquianos en la salita del pub oían expirar las frases mientras Harris se concentraba y bajaba la voz, melodramáticamente.