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– Claro que el párroco siempre lo ha negado… -soltaba, o bien-: Todos le dirán que no conocen a la vieja Edna, pero ella les bañó al nacer y les bañó al morir, y también entre medias…

De vez en cuando, el señor Mullin, el maestro de la escuela, reprendía a Jez Harris, sugiriendo que el folklore, y sobre todo el folklore inventado, no debería ser objeto de trueques ni de intercambio monetario. El maestro, que era tímido y poseía tacto, se aferraba a la generalidad y a los principios. Otros en el pueblo lo expresaban llanamente: para ellos, la fabu-lación y la codicia de Harris probaban que el herrero no era de origen ánglico.

Pero en cualquier caso Harris rechazaba la reprensión y, mediante guiños y rascándose el cuero cabelludo, introducía a Mullin en su propio relato.

– Oiga, no se me asuste, señor Mullin. No he soplado una palabra sobre usted y Edna, ni una palabra, me clavaría esta guadaña en las tripas si alguna vez mi gaznate ha soltado prenda de esos asuntos…

– Oh, cállese ya, Jez -protestaba el maestro, aunque el hecho de que emplease su nombre de pila era una virtual admisión de derrota-. Lo único que digo es que no se exalte con todas esas paparruchas que les cuenta. Si quiere leyendas locales tengo montones de libros que puedo prestarle. Colecciones de folklore y esas cosas.

El señor Mullin había sido anticuario en otro tiempo.

– ¿Madre Fairweather y todo ese rollo? Verá, señor Mullin -y aquí Harris lanzaba una mirada de modesta suficiencia-, les he largado esos cuentos y no son muy de su gusto. Prefieren los de Jez, la verdad sea dicha. Léanlos juntos a la luz de una vela usted y la señorita Cochrane…

– Oh, por el amor de Dios, Jez.

– Debió de tener un buen palmito en su época, esa Cochrane, ¿no le parece? Dicen que alguien le robó una enagua del tendedero la noche del lunes pasado, cuando el latoso de Brock estaba tocando a la luz de la luna en Gibbet Hill…

No mucho después de esta charla, el señor Mullin, serio y corrido, con toda la cara rosa y sus coderas de cuero, llamó a la puerta trasera de Martha Cochrane y declaró que ignoraba lo de la prenda robada, de cuya pérdida no había sabido absolutamente nada hasta que, hasta…

– ¿Jez Harris? -preguntó Martha, con una sonrisa.

– ¿No querrá decir…?

– Creo que probablemente soy demasiado vieja para que alguien se interese por mi colada.

– Oh, el muy… bribón.

Mullin era un hombre tímido y nervioso a quien sus alumnos llamaban Curruca. Aceptó una taza de té a la menta y, no por primera vez, se tomó la licencia de subir una pizca el tenor de sus críticas contra el herrero.

– La verdad es, señorita Cochrane, que en cierto modo no puedo por menos de ponerme de su parte cuando cuenta trolas a todos esos fisgones y entrometidos que ni siquiera dicen a qué vienen. Burlar al burlador, estoy seguro de que ahí esta la gracia, aunque no pondría la mano en el fuego en este momento. ¿Podría ser Marcial…?

– Pero por otra parte…

– Sí, gracias, pero por otra parte, preferiría que no inventara esas cosas. Tengo libros de mitos y leyendas que le prestaría con mucho gusto. Hay para elegir toda clase de historias. Podría organizarle una excursión guiada, si él quisiera. Llevarles a Gibbet Hill y hablarles del verdugo encapuchado. O de Madre Fairweather y sus gansos luminosos.

– Pero entonces no serían historias suyas, ¿verdad?

– No, serían las nuestras. Serían… verídicas. -El mismo no parecía muy convencido-. Bueno, quizá no verídicas, pero al menos escritas. -Martha se limitó a mirarle-. De todos modos, usted me entiende.

– Le entiendo.

– Pero intuyo que está de su parte, señorita Cochrane. Lo está, ¿verdad?

– Señor Mullin -dijo Martha, dando un sorbito de té-, cuando se llega a mi edad, una descubre a menudo que no está especialmente de parte de nadie. Ni de parte de todos. Como prefiera, realmente.

– Oh, vaya -dijo Mullin-. Ya ve, pensé que usted era de los nuestros.

– Tal vez he conocido demasiados nuestros en mi vida.

El maestro la miró como si ella fuera un tanto desleal, muy posiblemente antipatriótica. En el aula se esforzaba en dar una sólida base a sus alumnos. Les enseñaba geología local, baladas populares, los orígenes de los topónimos, las pautas migratorias de las aves y los reinos de la heptarquía (muchísimo más fáciles, pensaba Martha, que los condados de Inglaterra). Les llevaba al confín septentrional de la formación rocosa de Kimmeridge y les mostraba llaves de lucha libre antiguas, ilustradas en enciclopedias.

Había sido suya la idea de revivir -o, quizás, puesto que los anales eran inexactos, de instaurar-la fiesta del pueblo. Una tarde, una delegación oficial, compuesta por el maestro y el párroco, había visitado a Martha. Se sabía que ella, a diferencia de la mayoría de los habitantes actuales del pueblo, se había criado realmente en el campo. Mientras tomaban tazas de achicoria y galletas de mantequilla, le pidieron que les relatara sus recuerdos.

– Tres zanahorias largas -había respondido ella-. Tres zanahorias cortas. Tres zanahorias de cualquier variedad.

– ¿Sí?

– Bandeja de verduras. Tiene que estar decorada, pero sólo se puede usar perejil. Si se incluyen coliflores, tienen que ser los tronchos.

– ¿Sí?

– Seis habas. Seis judías pintas. Nueve frijoles.

– ¿Sí?

– Un tarro de mermelada. Todas las cabras tienen que ser hembras. Tarro de crema de limón. La novilla frisona no debe tener más de dos dientes grandes.

Cogió un folleto de descolorida tapa roja. Sus visitantes lo examinaron. «Tres dalias, cactus, de 15 a 20 centímetros, en un jarrón», leyeron. A continuación: «Cinco dalias, de borla, de menos de 5 centímetros de diámetro.» Después: «Cinco dalias, bola miniatura.» Después: «Tres dalias, decorativas, de más de 20 centímetros, en tres floreros.» El frágil libro de listas parecía un tiesto de una civilización inmensamente complicada y visiblemente decadente.

– ¿Un concurso de disfraces a caballo? -caviló el reverendo Coleman-. ¿Dos perchas escondidas? ¿Algo hecho con pasta salada? ¿La mejor cuidadora de niños de menos de quince años? ¿El perro que al juez le gustaría llevarse a casa?

A pesar de su respeto por el saber libresco, el maestro no estaba convencido.

– Quizá fuera mejor que, en su conjunto, empezásemos de cero.

El vicario asintió. Al marcharse dejaron el reglamento de la Sociedad Agrícola y Hortícola del distrito.

Más tarde, Martha lo había hojeado y había rememorado una vez más el olor de la carpa de cerveza, las ovejas que estaban esquilando y a sus padres columpiándola muy alto en el cielo. Luego recordó a A. Jones y el brillo de sus judías sobre terciopelo negro. Toda una vida después, se preguntaba si el señor Jones no habría hecho trampa para alcanzar semejante perfección. No había manera de saberlo: para entonces ya se habría transformado en estiércol.

Se desprendieron páginas de las grapas oxidadas del folleto; luego, una hoja seca. Rígida y gris, la depositó en su palma; sólo sus bordes festoneados le indicaron que era una hoja de roble. Debía de haberla recogido, tantos años atrás, y guardado con un propósito concreto: acordarse, un día como hoy, de un día como aquél. Sólo que, ¿qué día fue aquél? El conjuro no funcionó: no resucitó ningún recuerdo alegre, de triunfo o de simple satisfacción, ningún rayo de luz entre los árboles, ningún vencejo común aleteando debajo de los aleros, ningún olor de lilas. Había defraudado a la Martha joven por haber perdido las prioridades de la juventud. A no ser que la culpable fuese la Martha joven por no haber vaticinado las prioridades de la madurez.