Jez Harris pasó por la cascada de clemátides sin molestar al colirrojo y, en consecuencia, propiciándose suerte, según estipulaba su propia sabiduría popular. Su labor de siega y poda dejó el cementerio con aspecto de cuidado, más que propiamente limpio; pájaros y mariposas continuaban su vida. Martha siguió con la mirada, y luego con el pensamiento, a unas cabrillas de azufre hacia el sur, hacia los páramos, allende el agua y más allá de los acantilados de piedra caliza, hasta otro camposanto, con brillante muro de manipostería y césped primoroso. De allí, si fuera posible, eliminarían todo habitat natural, las lombrices serían proscritas y abolido el tiempo mismo. No se consentiría que nada turbase la última morada del primer Barón Pitman de Fortuibus.
Ni la misma Martha envidiaba a Sir Jack su grandioso aislamiento. La isla había sido idea y éxito suyos. La rebelión campesina perpetrada por Paul y Martha había supuesto un interludio olvidable, hacía tiempo borrado de la historia. Sir Jack, asimismo, había extirpado rápidamente la propensión subversiva de determinados empleados a identificarse excesivamente con los personajes que les pagaban por representar. El nuevo Robin Hood y los nuevos miembros de la banda habían devuelto una fachada respetable a los malhechores. Al rey le habían recordado enérgicamente los valores familiares. El Dr. Johnson había sido trasladado al hospital de Dieppe, donde ni la terapia ni los fármacos psicotrópicos más recientes habían conseguido aliviar sus trastornos de personalidad. Le prescribieron una sedación profunda para controlar sus tendencias autodestructivas.
Paul había durado un par de años como presidente ejecutivo, un plazo más largo del que Martha había predicho; después, fingiendo desgana y con protestas por su avanzada edad, Sir Jack había empuñado de nuevo las riendas. Poco después de reasumir el mando, un voto especial de ambas cámaras parlamentarias le había nombrado primer barón Pitman de Fortuibus. La moción se aprobó nem con, y Sir Jack admitió que hubiese sido arrogante no aceptar el honor. El Dr. Max confeccionó un árbol genealógico verosímil para el nuevo barón, cuya mansión comenzaba a rivalizar con el palacio de Buckingham en esplendor y número de visitantes. Sir Jack recorría con la mirada el Mall desde el extremo opuesto y reflexionaba que su última gran idea, su Novena Sinfonía, le había deparado merecida riqueza, fama mundial, el aplauso del mercado y un feudo privado. Verdaderamente le aclamaban como innovador y hombre de ideas.
Pero incluso en la hora de su muerte había mantenido su beligerancia. Llegado el momento de designar su mausoleo, la perspectiva de compartir un suelo con jugadores de inferior categoría le pareció un tanto indigna del fundador. La iglesia de St. Mildred, en Whippingham, propiedad eclesial de la casa Osborne, fue demolida y reedificada en lo alto de Tennyson Down, cuyas populares extensiones de terreno tal vez fuesen rebautizadas en años futuros, aunque por supuesto sólo en caso de que así lo expresara firmemente la voluntad de la isla. La hectárea que ocupaba el cementerio fue tapiada por un muro de manipostería sin mortero, revestido de lápidas de mármol que reproducían algunos de los dicta más inmortales de Sir Jack. En el centro, sobre un pequeño túmulo, se alzaba el mausoleo Pitman, necesariamente ornado pero fundamentalmente simple. Los grandes hombres debían ser modestos en la muerte. De todas maneras, sería negligente no atender las peticiones de los visitantes en un futuro enclave singular de Inglaterra, Inglaterra.
Sir Jack había repartido sus últimos meses entre los planos de arquitectos y el parte meteorológico. Cada vez creía más en signos y portentos. El formidable William había observado en algún pasaje que ruidosos lamentos del cielo presagiaban muchas veces la muerte de grandes hombres. El propio Beethoven había muerto mientras rugía sobre su cabeza una tormenta. Sus últimas palabras fueron para ensalzar a los ingleses. «Que Dios les bendiga», había dicho. ¿Sería vanidoso -¿o no sería, acaso, verdaderamente humilde?- decir lo mismo cuando los cielos lamentasen su partida? El primer barón Pitman seguía cavilando acerca de su epigrama de despedida cuando falleció, contemplando con complacencia un firmamento azul y sereno.
El entierro fue un acontecimiento de gran fasto y caballos con penacho negro; parte de la aflicción fue sincera. Pero el Tiempo, o más exactamente la dinámica del propio Proyecto de Sir Jack, se tomó su desquite. Los primeros meses, los visitantes de primera acudían a rendir homenaje al sepulcro de Sir Jack, leían sus máximas en los muros y se marchaban meditabundos. Pero también continuaban visitando la mansión Pitman al fondo del Mall, cada vez en mayor número. Un entusiasmo tan fiel subrayaba el vacío y la melancolía del edificio tras el fallecimiento de su dueño, y a Jeff y a Mark les parecía que había una diferencia entre hacer que los visitantes meditaran y hacer que se deprimiesen. Entonces la lógica mercantil llameó como un mensaje en el muro de Baltasar: Sir Jack tenía que revivir.
Las entrevistas de candidatos tuvieron momentos desconcertantes, pero encontraron a un Pitman que, con un poco de investigación y adiestramiento, valdría lo que el antiguo. Sir Jack -el viejo- habría aprobado que su sucesor hubiese interpretado muchos papeles protagonistas de Shakespeare. El sustituto de Sir Jack pronto se convirtió en una figura popular: apeándose de su landó para zambullirse entre las multitudes, impartiendo conferencias sobre la historia de la isla y enseñando su mansión a ejecutivos clave de la industria del ocio. La experiencia Pitman de la cena en el Cheshire Cheese resultó ser una alegre predilección de visitantes. El único contratiempo comercial de todo esto fue que las ganancias del mausoleo descendieron tan deprisa como la cesta de huevos de Betsy: algunos días había más jardineros que visitantes. A mucha gente le parecía de un gusto dudoso sonreír a un hombre por la mañana y visitar su tumba por la tarde.
La isla contaba con su tercer Sir Jack cuando Martha volvió a Anglia tras unos decenios de vagabundeo. De pie en la cubierta de proa del transbordador trimestral de El Havre, que anunciaba con la sirena su incierta entrada en el puerto de Poole, mientras una fina llovizna le refrescaba la cara, se preguntó qué clase de muelle iba a encontrar. Lanzaron y tensaron los cabos; colocaron la pasarela; caras alzadas buscaban a otras personas. Martha fue la última en desembarcar. Vestía su ropa más vieja; pero aun así, el oficial de aduanas, con patillas de boca de hacha, la saludó cuando ella se detuvo ante su mesa bruñida de roble. Había conservado su pasaporte de la Vieja Inglaterra, y también pagado secretamente sus impuestos. Ambas precauciones la situaban en la rara categoría de inmigrante autorizada. El aduanero, con su espeso traje azul de sarga embutido en sólidas botas de agua, sacó el reloj de oro que le colgaba sobre la barriga y anotó la hora de la repatriación en un libro contable forrado con piel de borrego. Era sin duda más joven que Martha, pero la miró como si ella fuese una hija perdida hacía mucho tiempo.
– Más vale un descarriado, si me permite la osadía, señora.
Acto seguido le devolvió el pasaporte, saludó de nuevo y silbó a un pilluelo para que le transportara el equipaje hasta el taxi de caballos.
Lo que la sorprendió, al observarlo a distancia, fue lo velozmente que se había desarrollado todo aquello. No, era injusto, eso era el modo en que lo hubiese expresado The Times of London, que todavía se publicaba en Ryde. La versión oficial de la Isla, lealmente establecida por Gary Desmond y sus sucesores, era de una sencillez regocijante. La Vieja Inglaterra había perdido gradualmente poder, territorio, riqueza, influencia y población. La Vieja Inglaterra podía compararse desventajosamente con alguna provincia retrasada de Portugal y Turquía. La Vieja Inglaterra se había degollado a sí misma y yacía en la cuneta bajo la luz espectral de una farola de gas, cumpliendo su función exclusiva de ejemplo disuasorio para otras naciones. De viuda a pordiosera, tal como rezaba despectivamente un titular del Times. La Vieja Inglaterra había perdido su historia y, por consiguiente -puesto que la memoria es la identidad-, había perdido toda conciencia de sí misma.