Pero había otra manera de mirar las cosas, y los historiadores futuros, por muchos prejuicios que albergasen, concordarían sin duda en distinguir dos periodos. El primero comenzaba con el establecimiento del Proyecto de la isla, y había durado todo el tiempo en que la Vieja Inglaterra -término adoptado por conveniencia- había tratado de competir con Inglaterra, Inglaterra. Fue una época de vertiginoso declive para la metrópoli. La economía fundada en el turismo se desplomó; los especuladores destruyeron la moneda; el exilio de la familia real puso de moda la expatriación entre la pequeña nobleza, y europeos continentales compraron como residencias secundarias los mejores bienes inmuebles. Una Escocia renaciente adquirió grandes extensiones de terreno a las viejas ciudades industriales del norte; hasta Gales pagó por anexionarse Shropshire y Herefordshire.
Tras varias tentativas de rescate, Europa se negó a seguir malgastando dinero. Hubo quienes vieron una conspiración en la actitud europea hacia un país que antaño le había disputado la primacía del continente; se habló de revancha histórica. Se rumoreó que en el curso de una cena secreta en el Elíseo, los presidentes de Francia, Alemania e Italia habían formulado con las copas en alto el siguiente brindis: «No sólo es necesario tener éxito, sino que los demás fracasen.» Y aun en el caso de que esto no fuese cierto, había suficientes documentos filtrados de Bruselas y Estrasburgo confirmando que muchos altos funcionarios consideraban que la Vieja Inglaterra representaba menos un simple candidato a fondos de emergencia que una lección económica y moraclass="underline" había que pintarla como un país de gandules y consentir que su caída en picado sirviese de ejemplo disciplinario a la excesiva codicia de otras naciones. Se le impusieron también castigos simbólicos: el meridiano de Greenwich fue sustituido por el Tiempo Solar de París; en los mapas, el Canal de la Mancha pasó a llamarse la Manga Francesa.
Entonces se produjo una despoblación masiva. Los habitantes de origen caribeño e indio comenzaron su retorno a los países más prósperos de los que procedían sus tatarabuelos. Otros emigraban a los Estados Unidos, Canadá, Australia y Europa continental; pero los ingleses de pura cepa ocupaban el final de la lista de los inmigrantes admisibles, puesto que ostentaban la mácula del fracaso. Europa, en una sub-cláusula del Tratado de Verona, retiró a los antiguos ingleses el derecho de libre circulación dentro de la Unión. Destructores griegos patrullaban por la Manga Francesa para interceptar a los boat people. Después de lo cual, la despoblación descendió.
La respuesta política natural a esta crisis fue la elección de un Gobierno de Renovación que se comprometió a lograr la recuperación económica, la soberanía parlamentaria y la recompra de territorio. La primera medida consistió en restaurar la antigua libra como unidad monetaria central, una iniciativa que pocos combatieron, pues el euro inglés había dejado de ser convertible. El segundo paso fue enviar el ejército al norte para reconquistar territorio que oficialmente se consideraba ocupado, pero que en realidad había sido vendido. La Blitzkrieg liberó gran parte del oeste de Yorkshire, para consternación general de sus habitantes; pero después de que los Estados Unidos respaldaran la decisión europea de mejorar el armamento del ejército escocés y ofrecerle créditos ilimitados, la batalla de Rombalds Moor desembocó en el humillante Tratado de Weeton. Distraída la atención, la Legión Extranjera francesa invadió las islas del Canal y su reiterada reivindicación por parte del Quai d'Orsay fue refrendada por el Tribunal Internacional de La Haya.
Tras el Tratado de Weeton, un país desestabilizado por el peso de la reconstrucción desechó la política de renovación o, por lo menos, lo que tradicionalmente se había entendido como tal. Ello supuso el inicio del segundo periodo, acerca del cual los historiadores futuros discreparán largo tiempo. Algunos aseguraron que, llegado a este punto, el país simplemente desistió; otros, que halló nuevas fuerzas en la adversidad. Lo que siguió siendo indiscutible fue que se abandonaron los objetivos convenidos por la nación desde hacía mucho tiempo: el crecimiento económico, la influencia política, la capacidad militar y la superioridad moral. Nuevos dirigentes proclamaron una nueva autosuficiencia. Retiraron al país de la Unión Europea -negociando con una obstinación tan irracional que al final les pagaron para que se fuesen-, instauraron una barrera comercial contra el resto del mundo, prohibieron la propiedad extranjera tanto de tierras como de bienes muebles en el interior del territorio patrio y disolvieron el ejército. Se autorizó la emigración; la inmigración, tan sólo en raras circunstancias. Patrioteros intransigentes clamaron que estas medidas tenían por finalidad reducir a una gran nación de comerciantes a un aislamiento de comedores de nueces; pero los patriotas modernizado-res opinaban que era la última alternativa realista para un país fatigado de su propia historia. La Vieja Inglaterra abolió todo turismo, salvo el de grupos de dos personas o menos, y estableció un bizantino sistema de visados. Se abolió la antigua división administrativa en condados y se crearon nuevas provincias basadas en los reinos de la heptarquía anglosajona. Por último, el país declaró su segregación del resto del planeta y del tercer milenio cambiando su nombre por el de Anglia.
El mundo comenzó a olvidar que «Inglaterra» había significado en otros tiempos algo más que Inglaterra, Inglaterra, un falso recuerdo que esta isla se afanaba en reforzar, mientras que los que permanecían en Anglia empezaron a olvidarse del mundo de más allá. Sobrevino la pobreza, por supuesto, aunque esta palabra tenía menos sentido a falta de comparación. Si la pobreza no entrañaba desnutrición o insalubridad, entonces no era tanto indigencia como austeridad voluntaria. Quienes buscaban las vanidades habituales seguían siendo libres de emigrar. Los anglios descartaron asimismo gran parte de las tecnologías de comunicación que antaño parecían indispensables. Otra vez eran de buen tono las plumas estilográficas y la redacción de cartas, las veladas en familia en torno a la radio y marcar la «O» de «operadora»; hábitos tan de moda cobraron auténtica fuerza. Decreció el tamaño de las ciudades, los sistemas de transportes colectivos fueron abandonados, aunque todavía circulaban algunos trenes a vapor; los caballos pateaban las calles. Se reabrieron las minas de carbón y los diversos reinos afirmaron sus diferencias; surgieron nuevos dialectos, emanados de las nuevas separaciones.
Martha no sabía lo que esperaba cuando el autobús de color crema y ciruela y un solo piso la depositó en el pueblo del Mid-Wessex que la había aceptado como residente. Los medios de comunicación de todo el mundo seguían siempre la versión del The Times of London, que describía Anglia como un país de patanes y tercamente arcaico. Tiras cómicas demoledoramente satíricas pintaban a palurdos rociados por pompas de agua después de una sobredosis de mejunje etílico. Decían que la delincuencia florecía a pesar de los grandes esfuerzos de los policías montados en bicicleta; ni la restauración de los cepos había disuadido a los malhechores. Entretanto, se suponía que la endogamia había producido una nueva e incomparable especie descerebrada de tonto del pueblo.
Por supuesto, nadie de la isla había visitado durante años la metrópoli, no obstante la moda de que la escuadrilla de la Batalla de Inglaterra realizara simulacros de vuelos de reconocimiento sobre Wessex. A través de sus gafas de plexiglás y con interferencias de época en los oídos, «Johnnie» Johnson y sus héroes con cazadoras de piel de borrego oteaban atónitos en busca de lo que allí no existía: tráfico viario y cables de alta tensión, farolas y carteleras publicitarias, el entramado de conductos vitales de un país. Veían barriadas muertas y desventradas por excavadoras, y carreteras de cuatro carriles que se perdían en los páramos, y una caravana de gitanos traqueteando sobre los socavones del asfalto volcánico. Aquí y allá había brillantes extensiones reforestadas, fruto algunas del desorden original de la naturaleza, y otras de las agudas aristas de la voluntad humana. Campos cómodamente espaciosos habían vuelto a dividirse en parcelas angostas; postes eólicos giraban diligentemente; un canal rehabilitado ofrecía un reflejo de tráfico pintado y de gabarras tiradas por esforzados caballos. De vez en cuando, a lo lejos, en el horizonte, se perfilaba el reguero terrestre del vapor de una locomotora. A la escuadrilla le gustaba rasear, tocando las sirenas, sobre un pueblo que surgía de repente: caras asustadas levantaban sus bocas como tinteros y un semental se espantaba a la entrada de un puente de peaje; su jinete agitaba un puño impotente hacia el cielo. Acto seguido, con risotadas de superioridad, los héroes ejecutaban una voltereta de victoria, daban un golpecito, con un guante deshilachado, en el indicador del combustible, y emprendían el regreso hacia la base.