Выбрать главу

Los pilotos habían visto lo que deseaban ver: pintoresquismo, decadencia, fracaso. No advertían los cambios más callados. A lo largo de los años, las estaciones habían retornado a Anglia y volvieron a ser como antaño. Las cosechas eran de nuevo el producto de la tierra local, ya no llegaban en transporte aéreo; las primeras patatas de la primavera eran exóticas, y el membrillo y las moras del otoño eran decadentes. Se advirtió que la maduración era un suceso adventicio, y los veranos fríos deparaban gran cantidad de chutney de tomate verde. Los avances del invierno se medían por la putrefacción de las manzanas caídas y la audacia creciente de los predadores. Las estaciones, como no eran fidedignas, se respetaban más, y sus comienzos se señalaban por medio de ceremonias piadosas. El clima, desde hacía mucho reducido a mero determinante del humor personal, volvió a ocupar un lugar centraclass="underline" el de algo externo, que ponía en obra un sistema de recompensas y castigos, sobre todo esto último. No sufría la rivalidad ni la interferencia del clima industrial, y era autocomplaciente en su dominación: reservado, inmanente, caprichoso, siempre rayano en lo milagroso. Las nieblas poseían carácter y movimiento, el trueno recobró su divinidad. Los ríos desbordaban, los espigones reventaban y, cuando las aguas descendían, se veían ovejas en las copas de los árboles.

Se extraían de la tierra los productos químicos, los colores se tornaban más suaves y la luz inmaculada; la luna, con menos competidores, ahora se elevaba más dominante en el cielo. En los campos ensanchados, la flora y la fauna florecían libremente. Las liebres se multiplicaron; soltaron en el bosque a ciervos y jabalíes criados en granjas; el zorro urbano recobró una dieta más saludable de carne sanguinolenta y palpitante. Se restablecieron las tierras comunales; cultivos y granjas se empequeñecieron; se replantaron setos. Las mariposas de nuevo justificaban el grosor de los antiguos libros dedicados a ellas; las aves migratorias que durante generaciones habían sobrevolado velozmente la Isla tóxica ahora prolongaban su estancia y algunas decidieron afincarse en ella. Los animales domésticos se hicieron más pequeños y más ágiles. La consumición de carne volvió a ser popular, al igual que la caza furtiva. Mandaban a los niños a recoger setas en los bosques, y los más osados caían estupefactos al cabo de un mordisqueo exploratorio; otros excavaban raíces esotéricas o fumaban porros de helechos secos y simulaban alucinaciones.

El pueblo donde Martha había vivido cinco años era una pequeña aglomeración formada donde la carretera se bifurcaba hacia Salisbury. Durante décadas, los camiones habían removido los cimientos de guijarros de los cottages y sus humaredas ennegrecido el yeso de sus fachadas; todas las ventanas tenían cristal doble y sólo los jóvenes y los borrachos cruzaban la carretera innecesariamente. Ahora el pueblo dividido había recuperado su integridad. Gallinas y gansos deambulaban con aire posesivo por el asfalto agrietado donde los niños habían pintado con tiza juegos de saltos; los patos colonizaban la plaza triangular del pueblo y defendían su pequeño estanque. El viento limpio secaba la ropa de las coladas, colgada con pinzas de madera de una cuerda tendida. Cuando ya no hubo tejas disponibles, los cottages recurrieron al junco y a la paja. Sin tráfico, el pueblo se sentía más seguro y más cercano; sin televisión, los lugareños conversaban más, aunque pareciese que había menos de que hablar. Los asuntos de cada vecino eran de dominio público; los mercachifles eran recibidos con cautela; a los niños los mandaban a la cama con cuentos de bandoleros y de gitanos que estimulaban su imaginación, aunque pocos de sus padres habían sido gitanos, y ninguno salteador de caminos.

El pueblo no era idílico ni antiutópico. No había tontos de remate, a pesar de las mejores imitaciones de Jez Harris. De haber estupidez, como insistía The Times ofLondon, era más una estupidez a la antigua usanza, basada en la ignorancia, que a la nueva, fundada en el conocimiento. El reverendo Coleman era un pelmazo bienintencionado cuyo estatus clerical había llegado por correo, y Mullin, el maestro, una autoridad respetada a medias. La tienda abría a intervalos irregulares, premeditados para engañar incluso a los clientes más fieles; el pub estaba vinculado con la cervecera de Salisbury y la mujer del dueño era incapaz de preparar un bocadillo. Enfrente de la casa de Fred Temple, talabartero, zapatero y barbero, había una perrera para animales vagabundos. Dos veces por semana un autobús vibrante transportaba a los lugareños al mercado de la ciudad, pasando por delante del hospital y el manicomio de Mid-Wessex; al conductor le llamaban invariablemente George, y gustosamente hacía recados para las personas recluidas en sus casas. Había delincuencia, pero en una cultura de austeridad voluntaria no pasaba de ser el robo ocasional de una gallina joven.

Al principio, la actitud de Martha había sido sentimental, hasta que Ray Stout, el dueño del pub -que antiguamente había sido cobrador del peaje en la autopista- le dijo, al tenderle un gin-tonic por encima del mostrador: «Me figuro que nuestra pequeña comunidad le parecerá bastante divertida, ¿no?» Más tarde la deprimieron la falta de curiosidad y los bajos horizontes, hasta que Ray Stout la desafió diciendo: «Ya echa de menos las luces brillantes, ¿me equivoco?» Por último se acostumbró a la reiteración silenciosa y necesaria, a la cautela, el continuo espionaje, la amabilidad, el incesto mental, las largas veladas. Hizo amistad con un par de queseros que antes habían sido comerciantes de materias primas; ocupaba un asiento en la junta de la parroquia y nunca fallaba cuando le tocaba el turno en la lista para las flores de la iglesia.

Subía cuestas; tomaba libros prestados de la biblioteca ambulante que estacionaba en la plaza cada dos martes. En su jardín cultivaba nabos Snowball y coles Red Drumhead, lechuga de Bath, coliflores St. George y cebollas Rousham Park Hero. En recuerdo del señor A. Jones, cultivaba más judías de las que necesitaba: Caseknife y Painted Lady, Mantequilla Dorada y Emperador Escarlata. Ninguna, a su juicio, merecía el honor de yacer sobre terciopelo negro.

Se aburría, por supuesto; pero había regresado a Anglia más como un ave migratoria que como una fanática. No follaba con nadie; envejecía; conocía los contornos de su soledad. No estaba segura de si ella había hecho bien, de sí Anglia había actuado bien, de si una nación podía invertir su curso y sus costumbres. ¿Era un arcaísmo intencionado, como aseguraba The Times, o ese rasgo, de todos modos, había formado parte de la naturaleza, de la historia del país? ¿Era una valerosa empresa nueva, de renovación espiritual y autosuficiencia moral, como sostenían los dirigentes políticos? ¿O era simplemente inevitable, una respuesta forzosa al colapso económico, a la despoblación y a la venganza de Europa? Estas cuestiones no se debatían en el pueblo: signo tal vez de que la conciencia quejumbrosa y soriática que tenía de sí mismo había llegado a su fin.