Y finalmente ella encajaba en el pueblo porque ya no experimentaba el hormigueo de sus propias cuestiones privadas. Ya no deliberaba sobre si la vida era o no era una trivialidad, y sobre cuáles serían las consecuencias si lo fuera. Tampoco sabía si la quietud que había alcanzado era prueba de madurez o de cansancio. Ahora iba a la iglesia como una feligresa más, junto con otras que sacudían sus paraguas en el pórtico con goteras y seguían los sermones inofensivos con el estómago clamando por el pedazo de cordero que habían dado al panadero para que lo asara en su horno. Porque tuyo es el wigwam, las flores y la historia: otro hermoso verso más.
Martha, muchas tardes, soltaba el pestillo de la puerta trasera, provocando en los patos, al cruzar el césped, un remolino de alas, y tomaba el camino de herradura hacia Gibbet Hill. Los excursionistas -o, cuando menos, los auténticos- eran infrecuentes por entonces, y el sendero hundido aparecía de nuevo cubierto de maleza cada primavera. Llevaba un par de viejos pantalones de montar para precaverse de los brezos, y mantenía una mano semilevantada para repeler el azote del seto de espino. Aquí y allá un arroyo se internaba en el sendero y confería un brillo añil a los pedernales que ella pisaba. Subió la cuesta con una paciencia tardíamente descubierta en su vida, y llegó a una explanada de pasto comunal circundado por la alameda de olmos de Gibbet Hill.
Se sentó en un banco, la chamarra se le enganchó en una placa de metal deslustrada perteneciente a un granjero muerto hacía mucho tiempo, y recorrió con la mirada los campos que él habría arado antaño. ¿Era verdad que los colores se atenuaban a medida que envejecían los ojos? ¿O era, más bien, que la excitación de la juventud ante el mundo se transmitía a todo lo que uno veía y le prestaba un mayor brillo? El paisaje que contemplaba era de color gamuza y marrón grisáceo, fresno y ortiga, pardo y ruano, pizarra y botella.
Contra aquel trasfondo se movían unos cuantos cervatillos. Los escasos indicios de presencia humana también concordaban con las leyes naturales de discreción, neutralidad y colorido difuso: el granero púrpura del granjero Bayliss, en su día objeto de debate estético en el comité de planificación de la junta parroquial, ahora derivaba hacia un morado suave.
Martha reconoció que ella también se difuminaba. Se había percatado, conmocionada, una tarde en que dio al pequeño Billy Temple un severo rapapolvo por decapitar una de las malvarrosas del vicario con una vara de sauce, y el chico -con la mirada sulfurada, desafiante, y los calcetines caídos- le plantó cara un momento y luego, cuando se giró para echar a correr, gritó: «Mi papá dice que eres una solterona.» Al volver a casa se miró en el espejo: el pelo enmarañado, al quitar los pasadores, la blusa escocesa debajo de una chamarra gris, la tez cuyo tono rubicundo se había consolidado al cabo de decenios de cuidar la piel, y lo que a ella le pareció -¿aunque quién era ella para decirlo?- una suavidad casi lechosa en los ojos. Pues bien, solterona, si así la veían ellos.
No obstante, la suya era una curiosa trayectoria vitaclass="underline" que ella, una niña tan despierta, una adulta tan desencantada, se hubiera transformado en una solterona. Difícilmente en una tradicional, que adquiría esa condición por medio de la virginidad vitalicia, la abnegada atención a los padres que envejecen, y una distante censura moral. Se acordó de cuando había estado de moda entre los cristianos, a menudo muy jóvenes, declararse -¿basándose en qué autoridad?- nacidos de nuevo. Tal vez ella fuese una solterona renacida.
Y tal vez se trataba también de que, pese al combate interior de toda una vida, al final no eras más que lo que los otros veían que eras. Era tu naturaleza, te gustase o no.
¿Qué hacían las solteronas? Eran solitarias, pero participaban en los asuntos del pueblo; tenían buenos modales y aparentaban una completa ignorancia de toda la historia de la sexualidad; tenían, a veces, una historia personal, su propia experiencia vivida, cuyos desengaños eran reacias a divulgar; daban paseos saludables hiciera el tiempo que hiciese; guardaban pequeños recordatorios cuyo patetismo escapaba a la comprensión de extraños; leían el periódico.
De modo que Martha parecía estar contentando a los demás, al tiempo que complaciéndose a sí misma cuando, todos los viernes, hervía un poco de leche para su achicoria matutina y se ponía a leer la Mid-Wessex Gazette. Degustaba impaciente el provincianismo reconcentrado del diario. Era mejor comulgar con la realidad que uno conoce; más insulsa, acaso, pero también más idónea. Durante muchos años el Mid-Wessex no había conocido accidentes aéreos, cambios políticos, carnicerías, redadas de drogas, hambrunas africanas ni divorcios de Hollywood; no había, por tanto, crónicas al respecto.Tampoco leía nada sobre la isla de Wight, como todavía la llamaban en la metrópoli. Algunos años antes, Anglia había renunciado a toda reivindicación territorial sobre el feudo del barón Pitman. Había sido una renuncia necesaria, aunque no hubiese impresionado a casi nadie. The Times of London comentó burlonamente que se trataba del gesto de un padre en bancarrota que declara, exasperado, que no pagará más facturas de su hijo millonario.
Había aún revistas donde podían leerse noticias más interesantes sobre más allá del perímetro costero; pero no en la Mid-Wessex Gazette, ni en ninguna de sus colegas. Se llamaba legítimamente una gaceta, puesto que no era un periódico que contuviese novedades; era, más bien, un listado de las decisiones tomadas o de lo que había acabado sucediendo. El precio del ganado y de los piensos; las tarifas del mercado para las verduras y las frutas; sumarios de tribunales superiores y de juzgados de primera instancia; inventarios de bienes muebles vendidos en subasta; bodas de oro, de plata y meras esperanzas de cumplirlas; fiestas, festivales y la apertura de unos jardines al público; resultados de deportes escolares, parroquiales, de distrito y del reino; nacimientos, entierros. Martha leía todas las páginas, incluso -sobre todo- las que no le interesaban. Escrutaba ávidamente las listas de artículos vendidos por quintales, arrobas y libras para cantidades expresadas en libras, chelines y peniques. No era una cuestión de nostalgia, porque la mayoría de aquellas medidas de peso habían sido abolidas antes de que ella tuviese uso de razón. O quizá lo fuese, y una nostalgia de las más genuinas: no de lo que habías conocido, o creías haber conocido de niña, sino de lo que no era posible que hubieses conocido. Así pues, con una atención que era artificial sin ser especiosa, Martha tomaba nota de que la remolacha mantenía su precio de trece chelines y seis peniques por cada 45,36 kilos, mientras que la bardana había caído un chelín en una semana. No le sorprendía: ¿qué demonios hacía pensar a la gente que la bardana era un alimento sabroso? En su opinión, todas aquellas hortalizas arcaicas no se consumían por razones nutritivas, ni tampoco de necesidad, sino por una cuestión de modas. La simplicidad se confundía con la mortificación propia.
La Gazette informaba del mundo exterior de una manera tan sólo tangenciaclass="underline" como una fuente meteorológica, como el destino de aves migratorias que actualmente abandonaban el Mid-Wessex. Publicaba asimismo un gráfico semanal del cielo nocturno. Martha lo examinaba tan atentamente como los precios del mercado. Dónde podía vislumbrarse Sirio, qué planeta rojo mate parpadeaba cerca del horizonte oriental, cómo reconocer el cinturón de Orion. Aquélla era la manera -pensaba- en que el espíritu humano debería dividirse entre lo enteramente local y lo casi eterno. Qué gran parte de su vida se había consumido con toda su sustancia en el medio: carrera, dinero, sexo, cuitas sentimentales, apariencia, inquietud, miedo, anhelo. La gente podría decir que para ella era más fácil renunciar a todo eso después de haberlo probado; que ahora era una anciana, o una solterona, y que si se viera obligada a cosechar campos de remolacha en lugar de supervisar ociosamente su precio, tal vez lamentase más las cosas a las que había renunciado. Bueno, también eso era de lo más probable. Pero todo el mundo tenía que morir, por mucho que se distrajeran con la sustancia en el medio. Y era de su incumbencia la manera en que ella se preparaba para ocupar un lugar definitivo en el cementerio recién segado.