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La fiesta del pueblo se celebró uno de aquellos días ventosos de principios de junio en Anglia, en que existe una constante amenaza de llovizna y nubes urgentes llegan tarde a su cita en el reino siguiente de la heptarquía. Martha se asomó por la ventana de la cocina al triángulo de césped en pendiente donde estaban apuntalando aprisa los cables de sujeción de una marquesina sucia. El herrero Harris comprobaba la tirantez de los cables y hundía más a fondo unas clavijas con un mazo de madera. Lo hacía de un modo ostentoso y posesivo, como sí generaciones atrás hubiesen otorgado a su familia una patente de corso para oficiar tan valeroso ritual. A Martha la seguía desconcertando Jez: por una parte, sus invenciones eran palmariamente fraudulentas; por otra, aquel norteamericano criado en una ciudad personificaba, con su gracioso acento, uno de los más convincentes y fervorosos lugareños.

La carpa estaba afianzada; y he aquí que hacia ella aparece a caballo, con el pelo al viento, la rubia sobrina de Jez, Jacky Thornhill. Jacky iba a ser la reina de mayo, aunque alguien señaló que estaban a comienzos de junio, a lo que otro repuso que no importaba porque espino era la planta y no el mes, o al menos eso creían, por lo que fueron a consultar a Mullin, el maestro, quien les dijo que lo consultaría, y cuando, después de haberlo hecho, informó de que se refería a la flor de espino que era tradición que la reina luciese en el pelo, si bien esto venía a ser lo mismo, pues supuestamente el espino florecía en mayo, pero en cualquier caso la madre de Jacky le había hecho una diadema de oropel con cartón pintado, y era eso lo que llevaba, y ahí se acabó la historia.

Era derecho y deber del vicario inaugurar la fiesta. El reverendo Coleman vivía en la vieja rectoría al lado de la iglesia. Los vicarios anteriores habían vivido en una finca de yeso demolida hacía mucho por las palas de las excavadoras. La rectoría quedó desocupada cuando su último propietario, un hombre de negocios francés, había regresado a su país durante las medidas de emergencia. A los vecinos les parecía normal que el vicario viviese en la rectoría, del mismo modo que una pollita vive en el gallinero; pero al clérigo no se le consentía darse ínfulas, como tampoco es propio que una gallina se tome por un pavo. El reverendo Coleman no había llegado a la conclusión, por el solo hecho de que hubiese vuelto al lugar donde sus antecesores habían morado durante siglos, de que Dios había regresado al pueblo o que la moralidad cristiana fuese la ley del mismo. De hecho, la mayor parte de los feligreses regulaba su vida con arreglo a un código cristiano atenuado. Pero cuando iban a la iglesia los domingos, lo hacían más por una necesidad de trato mundano y un gusto por los himnos melodiosos que para recibir desde el pulpito consejo espiritual y la promesa de una vida eterna. El vicario se abstenía de utilizar su posición para proponer un coercitivo sistema teológico; por el contrario, pronto había aprendido que los sermones moralistas recibían como pago en la bandeja de plata el botón de un pantalón y un euro sin valor.

Así que el reverendo ni siquiera se permitió un comentario de rigor sobre que el Buen Dios había hecho que el sol brillara sobre el pueblo con motivo de aquel día especial. Ecuménicamente, hasta se obstinó en estrechar la mano de Fred Temple, que había acudido disfrazado de demonio escarlata. Cuando el fotógrafo de la Gazette les hizo posar juntos, el clérigo pisó picaramente el rabo articulado de Fred al mismo tiempo que ostentosa -y paganamente- cruzaba los dedos. Luego pronunció una breve alocución en la que mencionó por su nombre a casi todos los habitantes del pueblo, declaró inaugurada la fiesta y ahuyentó con un gesto irascible a la orquesta de cuatro músicos apostada junto a la carpa mugrienta.

La banda -tuba, trompeta, acordeón y violín- comenzó con «Land of Hope and Glory», que algunos pensaron que era un himno interpretado como deferencia hacia el vicario y otros una vieja canción de los Beatles del siglo pasado. Una procesión improvisada recorrió después la plaza a velocidades desincronizadas: Jacky, la reina de mayo, torpemente montada a la mujeriega sobre un caballo de tiro, cuyas crines lavadas con champú y ristra de ajorcas resultaban más espectaculares, mecidas por la brisa, que la permanente casera que Jacky se había hecho en los tirabuzones; Fred Temple, con el rabo escarlata anudado alrededor del cuello, al mando de una máquina de vapor pedorreante, toda cintas y estrépito; Phil Henderson, criador de gallinas, un genio de la mecánica y pretendiente de la rubia Jacky, al volante de su Mini-Cooper descapotable, que había encontrado abandonado en un establo y reconvertido en un motor que funcionaba a base de gas ciudad embotellado; y finalmente, tras algunas exhortaciones satíricas, el alguacil Brown en su bicicleta, con su cachiporra desenfundada en ristre, el pulgar izquierdo en la campanilla, pinzas de bici en los tobillos y un bigote falso sobre el labio. Este cuarteto desigual dio media docena de vueltas al césped de la plaza, hasta que ni siquiera su parentela más próxima vio motivos para seguir animándoles. Había puestos de limonada y cerveza de jengibre; bolos, bowling y adivina-cuánto-pesa-el-ganso; un tiro al coco en el que, respetando una tradición muy antigua, la mitad de los cocos estaban pegados con cola a las tazas y devolvían las bolas de madera rebotando hacia el lanzador; regalos sorpresa en un barril de salvado y remojones a la caza de manzanas. Sobre mesas de caballete destartaladas se amontonaban pasteles de alcaravea y tarros de conservas: mermeladas, gelatinas, encurtidos y chutneys. Ray Stout, el dueño del pub, con las mejillas pintadas de colorete y un turbante torcido, que mostraba sus entradas, acuclillado en una caseta vetusta, leía la buenaventura en hojas de té verde lima. Los niños jugaban a clavar la cola en el burro y se habían pintado una barba con corcho quemado; por medio penique podían entrar a una tienda donde tres antiguos espejos deformantes dejaban mudos de incredulidad a los pequeños presumidos.

Más adelante, conforme transcurría la tarde, hubo una carrera con tres patas, ganada por Jacky Thornhill y Phil Henderson, cuya destreza en un espectáculo tan discordante instigó a los sabihondos a comentar que hacían buena pareja para el matrimonio. Dos jóvenes avergonzados, con chaquetas de lino sólidas y holgadas, dieron una demostración de lucha de Cornualles; mientras uno de ellos se disponía a intentar una llave llamada «yegua volante», miraba de reojo al entrenador Mullin, que actuaba de arbitro con una enciclopedia abierta en la mano. En el concurso de disfraces, Ray Stout, conservando su colorete en las mejillas pero adecentando su turbante, se presentó de reina Victoria; también desfilaron Lord Nelson, Blancanieves, Robin Hood, Boadicea y Edna Halley. Por lo que a ella concernía, Martha Cochrane había decidido dar su voto a la Edna Halley encarnada por Jez Harris, no obstante su fantasmagórico parecido con la reina Victoria de Ray Stout. Pero Mullin pretendió que descalificaran al herrero alegando que a los concursantes se les había exigido que se disfrazaran de personas reales; en consecuencia, se convocó una reunión ad hoc de la junta parroquial para deliberar sobre la cuestión de si Edna Halley era o no una persona real. Jez Harris contraatacó negando la existencia real de Blancanieves y Robin Hood. Algunos dijeron que sólo eras real si alguien te había visto; otros, que sólo lo eras si aparecías en un libro; otros, en fin, que lo eras si un número suficiente de personas creía en tu existencia. Se vertieron opiniones por extenso, espoleadas por una certeza ignorante y ebria.