Martha estaba perdiendo el interés. Lo que atraía su atención ahora era la cara de los niños, que expresaban una confianza muy intensa y a la vez compleja en la realidad. A su entender, no habían alcanzado la edad de la incredulidad, sino sólo del asombro, de tal suerte que cuando descreían, a la vez creían. El enano regordete que les atisbaba en el espejo deformante era ellos y no lo era: los dos eran verdaderos. Veían perfectamente que la reina Victoria no era más que Ray Stout con la cara colorada y una bufanda alrededor del cuello, pero creían simultáneamente en la reina Victoria y en Ray Stout. Era como aquel antiguo rompecabezas de los tests psicológicos: ¿esto es una copa o un par de perfiles uno enfrente de otro? Los niños no tenían problema en pasar de una cosa a la otra o verlas las dos al mismo tiempo. Ella, Martha, ya no era capaz de hacerlo. Lo único que veía era la felicidad con que Ray Stout hacía el idiota.
¿Podía reinventarse la inocencia? ¿O se construía siempre, se injertaba en la antigua incredulidad? ¿Eran las caras de los niños la prueba de esta inocencia renovable o nada más que sentimentalismo? El alguacil Brown, borracho de copas, daba vueltas de nuevo a la plaza del pueblo, tocando con el pulgar la campanilla y saludando con la cachiporra a todos los que pasaban. Brown había hecho, muchos años antes, un cursillo de formación de dos meses con una empresa privada de seguridad, no estaba adscrito a ninguna comisaría y no había apresado a ningún delincuente desde su llegada al pueblo; pero poseía el uniforme, la bicicleta, la porra y el bigote que ahora se le estaba despintando. Todo lo cual parecía ser bastante.
Martha Cochrane se marchó de la fiesta cuando el aire se estaba espesando y el baile se volvía cada vez más espontáneo. Tomó el camino de herradura a Gibbet Hill y se sentó en el banco a contemplar el pueblo. ¿Habría habido una horca de verdad allí? ¿Habría habido cadáveres colgados mientras los grajos les vaciaban las cuencas oculares? ¿O era, a su vez, la idea fantasiosa y turística de algún vicario gótico de un par de siglos antes? Imaginó brevemente Gibbet Hill como una atracción de la Isla. ¿Grajos mecánicos? ¿Un salto desde el patíbulo con cuerdas elásticas para saber qué se sentía, seguido de una copa con el verdugo encapuchado? Algo de ese estilo.
Abajo habían encendido una hoguera y serpenteaba una fila de conga encabezada por Phil Henderson. Agitaba un banderín de plástico con la cruz de san Jorge. Santo patrón de Inglaterra, Aragón y Portugal, recordó; asimismo protector de Génova y Venecía. La conga, baile nacional de Cuba y Anglia. La orquesta, fortalecida con más mejunje, había empezado a repetir desde el principio todo su repertorio, como una cinta rayada. «The British Grenadiers» habían dado paso a «I'm Forever Blowing Bubbles»; a continuación -Martha lo supo sin pensarlo- vendría «Penny Lane» seguido de «Land of Hope and Glory». La conga, un ciempiés de pantomima, adaptaba su cimbreo a cada cambio de melodía. Jez Harris comenzó a explotar buscapiés, que pusieron en fuga a la chiquillería, entre gritos y risas. Una nube lenta, socarronamente, destapó una luna gibosa. Martha oyó un susurro a sus pies. No, no era un tejón, a pesar de las pretensiones decorativas del herrero; era sólo un conejo.
La luna volvió a ocultarse; refrescaba. La orquesta tocó por última vez «Land of Hope and Glory» y luego enmudeció. Lo único que alcanzaba a oír ahora era la imitación de un pájaro que a ratos hacía el timbre de la bici de Brown. Un cohete cruzó en diagonal el cielo. La conga, reducida a tres personas, rodeó la hoguera que se apagaba. Había sido un día memorable. La fiesta quedaba instaurada; se diría que ya poseía historia. Transcurridos doce meses, proclamarían a una nueva reina de mayo y, en hojas de té, se leerían otra vez buenaventuras. Hubo otro susurro en las cercanías. Esta vez tampoco era un tejón sino un conejo, intrépido y silenciosamente confiado en su territorio. Martha Cochrane lo observó unos segundos y luego se puso de pie y comenzó a descender la colina.
Julian Barnes