Entre el espacio aireado y susurrante creado por los arquitectos y la guarida confortable exigida por Sir Jack había un pequeño recinto -apenas más que un túnel de paso- llamado «sala de citas». A Sir Jack le gustaba hacer esperar allí a las visitas hasta que las llamaba su secretaria privada. Al propio Sir Jack le habían visto demorarse más de la cuenta en el túnel cuando recorría la distancia desde el despacho exterior hasta el sanctasanctórum. Era un espacio sencillo, austero y poco iluminado. No había revistas ni pantallas de televisión que proyectaran anuncios publicitarios sobre el imperio Pitman. Ni tampoco había sofás cómodos y chillones recubiertos de pieles de especies raras. En vez de eso, había un banco de roble de respaldo alto, del tiempo del rey Jacobo, frente a una lápida iluminada por un foco. Al visitante se le alentaba -de hecho se le obligaba-, a examinar la leyenda cincelada en letra redonda:
JACK PITMAN
es un gran hombre, en todos los sentidos de la palabra.
Grande en ambición, en apetito, en generosidad.
Requiere un gran esfuerzo de imaginación
abarcar por completo la talla de este hombre.
Desde un comienzo modesto, se ha elevado como
un meteorito hasta grandes cosas. Empresario, innovador,
hombre de ideas, mecenas, restaurador de barrios
derruidos. Más bien almirante que capitán de la industria,
Sir Jack se codea con presidentes,
pero no tiene empacho en remangarse
y ensuciarse las manos.
Es, a pesar de su fama y su riqueza,
intensamente reservado y, en el fondo,
un hombre de familia.
Imperioso cuando hay que serlo, y siempre franco,
Sir Jack no es un hombre con quien se pueda jugar;
no soporta ni a entrometidos ni a idiotas.
Y, sin embargo, es profundamente compasivo.
Todavía inquieto y ambicioso,
su energía aturde,
y deslumbra su exuberante encanto.
Estas palabras, o la mayoría de ellas, las había escrito hacía unos años un redactor de semblanzas del Times a quien Sir Jack había dado posteriormente un breve empleo. Había suprimido las referencias a su edad, su aspecto y la estimación de su fortuna, había hecho rehacer el texto a un corrector de estilo y ordenado que la versión final se tallara en una laja de pizarra de Cornualles. Se alegraba de que la cita ya no mencionase su origen: pocos años antes, la inscripción «Times of London» había sido borrada y sustituida por un rectángulo más grande de pizarra. Así el homenaje poseía una mayor autoridad y era más intemporal, en su opinión.
Ahora Sir Jack se alzaba en el centro exacto del doble cubo de su guarida, debajo de la araña de cristal de Murano y equidistante de las dos chimeneas de pabellón de caza bávaro. Había colgado su chaqueta en el Brancusi de una manera que -a su modo de ver, cuando menos- revelaba una familiaridad guasona más que falta de respeto, y ofrecía su silueta orondamente romboidal a la vista de su secretaria privada y de su «captador de ideas». Antiguamente había habido un nombre institucional para este último personaje, pero Sir Jack lo había cambiado por «captador de ideas». Alguien le había comparado alguna vez con unos fuegos artificiales gigantescos, que despiden ideas como una girándula despide chispas, y parecía de lo más apropiado que quienes las emiten tengan también alguien que las capte. Sacó su habano de sobremesa e hizo chasquear sus tirantes del MCC [Marylebone Cricket Club] amarillos y rojos, salsa de tomate y yema de huevo. No era socio del MCC, y quien le confeccionaba los tirantes se cuidaba mucho de hacer preguntas al respecto. A decir verdad, no había estudiado en Eton ni servido en los Guards, ni había sido admitido en el Garrick Club; pero usaba tirantes que insinuaban lo contrario. Era un rebelde en el fondo, se complacía en pensar. Una pizca disidente. Un hombre que no dobla la rodilla ante nadie. Pero un patriota en su fuero interno.
– ¿Qué me queda por hacer? -comenzó. Paul Harrison, el captador de ideas, no activó de inmediato el micrófono corporal. La frase se había vuelto un tropo habitual en los últimos meses-. Mucha gente diría que he hecho todo lo que un hombre es capaz de hacer en la vida. Muchas personas lo dicen, en realidad. He levantado negocios de la nada. He ganado dinero, pocos lo negarían. Me han otorgado honores. Soy el confidente de jefes de Estado. He sido amante, si se me permite decirlo, de mujeres hermosas. Soy un miembro respetado pero, debo recalcar, no demasiado respetado de la sociedad. Tengo un título. Mi mujer se sienta a la derecha de presidentes. ¿Qué me falta todavía?
Sir Jack exhaló, y sus palabras ascendieron en volutas con el humo del habano que empañó las lágrimas más bajas de la araña. Las personas presentes sabían que la pregunta era puramente retórica. Una antigua secretaria privada se había figurado ingenuamente que Sir Jack estaba solicitando sugerencias útiles o, aún más ingenua, consuelo; le habían buscado un puesto menos exigente en otro departamento de la empresa.
– ¿Qué es real? Yo mismo formulo así a veces la pregunta. ¿Son ustedes reales, por ejemplo… usted y usted? -Sir Jack hizo un gesto de cortesía paródica hacia los otros ocupantes del despacho, pero no se distrajo de su pensamiento-. Son reales para ustedes mismos, desde luego, pero en el nivel más alto no se juzgan las cosas de este modo. Mi respuesta sería: no. Por desgracia. Y, me perdonarán mi franqueza, pero podría haberles reemplazado por sustitutos, por… simulacros, más deprisa de lo que tardaría en vender mi querido Brancusi. ¿Es real el dinero? Es, en un sentido, más real que ustedes. ¿Es real Dios? Es una cuestión que prefiero postergar hasta el día en que comparezca delante de mi Creador. Claro que tengo mis teorías, incluso me he zambullido un poco, como ustedes dirían, en el más allá. Permítanme confesar (quema tus barcos y disponte a morir, como creo que dice el refrán) que a veces me imagino ese día. Déjenme que comparta mis conjeturas con ustedes. Imaginemos el momento en que soy invitado a presentarme ante mi Hacedor, que en Su infinita sabiduría ha seguido con interés nuestras vidas triviales en este valle de lágrimas. ¿Qué le reserva, les pregunto, a Sir Jack? Si yo fuese El, admito que esto es presuntuoso, naturalmente no tendría más remedio que castigar a Sir Jack por sus muchas vanidades y defectos humanos. ¡No, no! -Sir Jack levantó las manos para acallar las probables protestas de sus empleados-. ¿Y qué haría yo…, digo, Él? Podría verse tentado de tenerme, oh, no por un rato larguísimo, espero, en Su sala de citas. El limbo personalísimo de Sir Jack. Sí, le impondría, ¡me impondría!, el duro trato del banco y el foco. Una placa imponente. ¡Y sin revistas, ni las más sagradas! Risitas ahogadas eran de rigor, y fueron emitidas. Sir Jack pasea con la divinidad y la señora Pitman cena a la diestra de Dios.