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Sir Jack avanzó pesadamente hacia la mesa de Paul y se inclinó hacia él. El captador de ideas conocía las reglas: ahora se requería contacto visual. En general, más valía fingir que trabajar al servicio de Sir Jack; exigía tener los hombros encorvados, los párpados bajados y una concentración inquebrantable. Ahora alzó despacio la mirada hasta la cara del patrón: el pelo ondulado y negro como betún; las orejas carnosas, con el lóbulo izquierdo alargado por uno de sus tics profesionales; la tersa convexidad de la papada que sepultaba la nuez; la tez de vino rosado; la leve marca de viruela allí donde le habían extirpado un lunar; las tupidas hebras grises de sus cejas; y, al acecho, esperándote, calculando cuánto tardabas en juntar valor, sus ojos. Se veían muchísimas cosas en aquellos ojos -un desprecio indulgente, frío afecto, irritación paciente, contenida cólera-, aunque que existieran o no tales complejidades emotivas era otro cantar. Racionalmente cabía pensar que la técnica de gestión del personal que utilizaba Sir Jack consistía en no mostrar el talante o la expresión obvios en cada momento. Pero otras veces cabía preguntarse si Sir Jack se limitaba a plantarse delante de ti con un par de espejitos a la altura de la cara, círculos en los que uno leía su propia confusión.

Cuando Sir Jack se dio por satisfecho -y nunca se sabía del todo cuándo lo estaba-, desplazó su mole al centro de la habitación. Bajo el cristal de Murano, y mientras los flecos de la alfombra le lamían el cordón de los zapatos, degustó en su paladar otra pregunta grave.

– ¿Es real… mi apellido?

Sir Jack consideró la cuestión, al igual que hicieron sus dos empleados. Algunos creían que el apellido de Sir Jack no era estrictamente auténtico, y que, algunos decenios antes, él lo había despojado de su tinte mitteleuropeo. Otros aseguraban saber de buena tinta que, si bien había nacido en algún lugar al este del Rin, el pequeño Jacky era, en realidad, el fruto de un enredo de garaje entre la esposa inglesa, criada en un condado patrio, de un fabricante de vidrio húngaro, y un chófer de visita oriundo de Loughborough, y que por lo tanto, no obstante su educación, su pasaporte original y sus vocales, a veces incorrectas, su sangre era ciento por ciento británica. Teóricos de la conspiración y cínicos profundos iban más lejos y sugerían que las vocales pifiadas eran una argucia: Sir Jack Pitman era hijo de los humildes señor y señora Pitman, cuyo silencio hacía mucho tiempo que había sido comprado con dinero, y el magnate había consentido que el mito de su origen continental le nimbase poco a poco; aunque no sabrían decir si por motivos de mítica personal o de provecho profesional. Ninguna de estas hipótesis recibió respaldo en esta oportunidad, cuando Sir Jack formuló su propia respuesta:

– Cuando un hombre ha engendrado sólo hijas, su apellido es una simple baratija prestada por la eternidad.

Un estremecimiento cósmico, cuyo origen pudo haber sido digestivo, embargó a Sir Jack. Paladeó, expelió humo y relajó su perorata.

– ¿Son reales las grandes ideas? Los filósofos nos han inducido a creerlo. Yo he tenido grandes ideas en mis tiempos, por supuesto, pero en cierto modo (no grabe esto, Paul, no estoy seguro de que sea para el archivo), en cierto modo a veces me pregunto hasta qué punto eran reales. Puede que éstas sean las divagaciones de un idiota senil (no oigo sus gritos de discrepancia, por lo que supongo que están ustedes de acuerdo), pero tal vez quede vida aún en este perro viejo. Quizá lo que yo necesito en una última gran idea. La del estribo, ¿eh, Paul? Esto puede grabarlo.

Paul tecleó: «Quizá lo que yo necesito es una última gran idea», miró la frase en la pantalla, recordó que él era también el responsable de las correcciones, que era, como Sir Jack había dicho un día, «mi Hansard personal», y borró el flojo «quizá». La declaración, en su enunciado más afirmativo, se incluiría en el archivo, con su fecha y hora.

Sir Jack, jocosamente, encajó el habano en el hueco estomacal de una maqueta de Henry Moore, se estiró y se volvió ligeramente. «Dígale a Woodie que es hora», dijo a su secretaria, cuyo nombre nunca recordaba. En un sentido, desde luego, sí lo recordaba: Susie. Porque a todas sus secretarias las llamaba Susie. Daba la impresión de que llegaban y se iban con cierta rapidez. No era, en consecuencia, su nombre lo incierto, sino su identidad. Como acababa de decir hace un momento, ¿hasta qué punto era ella real? Exactamente.

Recogió su chaqueta del Brancusi y se la echó por encima de sus tirantes MCC. En la sala de citas se detuvo a releer la leyenda familiar. Se la sabía de memoria, por supuesto, pero le gustaba recrearse en ella. Sí, una última gran idea. El mundo no había sido totalmente respetuoso en los últimos años. Así que había que asombrar al mundo.

Paul rubricó el memorándum con sus iniciales y lo archivó. La última de las Susie telefoneo al chófer y le informó sobre el humor del patrón. Luego cogió el habano y lo guardó en el cajón del escritorio de Sir Jack.

– Sueñe un poco conmigo, haga el favor.

Sir Jack alzó la licorera, interrogativo.

– Mi tiempo es su dinero -contestó Jerry Batson, de Cabot, Albertazzi y Batson. Sus modales eran siempre agradables y siempre opacos. Por ejemplo, no dio una respuesta evidente, de palabra o de gesto, al ofrecimiento de bebida, pero de algún modo estaba claro que aceptaba cortésmente un armagnac que luego enjuiciaría de una forma cortés, agradable y opaca.

– Su cerebro es mi dinero -corrigió Sir Jack, con un gruñido amistoso. Uno no le buscaba las cosquillas a alguien como Jerry Batson, pero el instinto residual de dominar nunca abandonaba a Sir Jack. Lo hacía mediante su jovialidad, su corpulencia, su predilección por permanecer de pie mientras los otros estaban sentados, y mediante su costumbre de corregir automáticamente la primera frase de su interlocutor. La técnica de Jerry Batson era distinta. Era menudo, de pelo rizado y grisáceo y un blando apretón de manos que él prefería omitir. Su método de establecer dominación, o de oponerse a ella, consistía en negarse a obtenerla, en recogerse en un breve momento zen en que él era un simple guijarro removido fugazmente por una corriente ruidosa, en permanecer neutramente sentado, percibiendo el feng shui del sitio.

Sir Jack se trataba con la crème de lafew, y por eso trataba con Jerry Batson de Cabot, Albertazzi y Batson. Mucha gente presumía que Cabot y Albertazzi eran los socios transatlántico y milanese, respectivamente, de Jerry, y se imaginaba que debía de fastidiarles que el triunvirato internacional se limitase, en la práctica, al solo nombre de Batson. En realidad, a ninguno de los dos les molestaba la primacía de Jerry Batson, pues ninguno de los dos -pese a tener oficinas, cuentas bancarias y nómina mensual- existía realmente. Eran tempranos ejemplos de la hábil mano izquierda de Jerry con la verdad. «Si no puedes presentarte tú mismo, ¿cómo vas a presentar un producto?», había sido propenso a murmurar en sus primeros tiempos, francos y anteriores a su expansión mundial. Todavía hoy, veinte o más años después, era propenso, en sus estados de ánimo reminiscentes o posteriores al almuerzo, a otorgar existencia real a sus socios dormidos. «Bob Cabot me dio una de las primeras lecciones de este negocio…», comenzaba. O, «Claro que Silvio y yo nunca estábamos de acuerdo…». Tal vez la realidad de aquellas transferencias mensuales a través de una isla del Canal de la Mancha había dotado de una corporeidad duradera a los titulares de la cuenta.