Y así, el herrero se ofreció a transformar su viejo cobertizo en una pequeña y pulcra morada, y las buenas mujeres del pueblo la ayudaron a instalarse, llevándole las preciadas cosas de su propiedad de las que podían prescindir: un taburete tambaleante, un poquito de té, una manta vieja. Enviaron a sus maridos con leña y ramas. Cuando le preguntaron qué iba a hacer para mantenerse -costura, hilado, tejido, tal vez… ¿era comadrona, experta en curar y cuidar niños?-, ella se limitó a sonreír recatadamente y a agachar la cabeza, como diciendo: «¿Yo? ¿Qué habilidades voy a tener? Mi marido me trataba como a una muñeca de porcelana. ¿Cómo podrá abrirse paso en el mundo una pobre viuda que no sabe hacer nada?». Las buenas esposas se marcharon desconcertadas, chasqueando la lengua y meneando la cabeza, sin saber qué decir, excepto que Dios proveería para todos Sus hijos, incluida aquella inocente mujer que parecía pensar que se podía encontrar caridad sin límites en aquel inhóspito y solitario pueblo.
Pero resultó que no tuvo que depender de la caridad. Misteriosamente, en su puerta aparecían provisiones de manera espontánea. Un tarro de mantequilla dulce, un saco de patatas, una jarra de leche. La leña se amontonaba ante su puerta trasera. Y dinero: era una de las pocas personas del pueblo que tenía dinero corriente, que contaba en la tienda de provisiones cuando hacía sus pedidos. Y qué pedidos más curiosos: botellas de ginebra, tabaco… Los vecinos observaron un candil encendido a altas horas, a través de la única ventana de su casita. ¿Es que se quedaba levantada toda la noche, fumando tabaco y bebiendo ginebra?
Al final, fueron los leñadores los que la delataron, los que talaban para Charles Saint Andrew en turnos de un año y vivían lejos de sus mujeres. Los hombres como ellos son capaces de oler a las mujeres como Magdalena a un pueblo de distancia, al otro lado de un valle si el viento sopla a favor y ellos están lo bastante desesperados. Primero uno, después otro, más tarde todos ellos por turnos encontraban el camino a la puerta de Magdalena tras la puesta de sol. No es que los leñadores fueran sus únicos clientes: al fin y al cabo, ellos pagaban en metálico, no en huevos y jamón curado. Pero fueron ellos los que extendieron su mala fama por el pueblo, como se derrama el agua sucia al vaciar un barril de lluvia, y se encendió la ira de muchas buenas esposas. Magdalena seguía sin decir nada. Al menos mientras brillaba el sol. Ni siquiera cuando una indignada esposa la insultaba a la cara.
Las esposas, ayudadas por el párroco, organizaron un movimiento para expulsarla del pueblo. Su presencia era el primer signo de vida urbana pecaminosa que brotaba en Saint Andrew, el tipo de cosas de las que intentaban escapar los colonos. El reverendo Gilbert acudió a Charles Saint Andrew, ya que este era el patrón de los leñadores, los únicos clientes de los que se podía quejar abiertamente.
Aunque simpatizaba con la petición del predicador, Charles le hizo ver que había otra faceta de los servicios de Magdalena que los lugareños estaban pasando por alto. Los leñadores actuaban siguiendo impulsos completamente naturales -cosa que el predicador aceptó de mala gana-, ya que estaban separados por muchos kilómetros de sus esposas legales. Sin los servicios de Magdalena, ¿de qué podrían ser capaces los leñadores? En realidad, la presencia de Magdalena hacía más seguro el pueblo para las esposas y las hijas.
Y así se pactó una incómoda tregua entre la ramera y las mujeres virtuosas, que había durado siete largos años. En tiempos de penuria y de enfermedad, ella hacía su contribución, les gustara a las otras o no: cuidaba a los enfermos y a los moribundos, daba de comer a los viajeros indigentes, echaba monedas en la caja de donativos de la iglesia cuando no había nadie que la viera entrar. Yo no podía evitar pensar que debía de añorar un poco de compañía femenina, aunque se mantenía respetuosamente apartada y no buscaba conversación con las mujeres del pueblo.
La verdadera situación de Magdalena era un misterio para muchos niños. Veíamos que nuestras madres evitaban a aquella enigmática figura. La mayoría de los niños más pequeños creían que era una bruja o algún tipo de ser sobrenatural. Recuerdo sus grititos de burla, el ocasional puñado de guijarros lanzado en su dirección. Yo nunca lo hice. Incluso a una tierna edad, sabía que había algo imponente en ella. Según todas las normas, yo nunca habría debido tratar con ella. Mi madre no era propensa a juzgar, pero las mujeres como ella no se relacionaban con prostitutas, y tampoco sus hijas. Y sin embargo, yo lo hice.
Ocurrió un domingo, durante un largo sermón. Me excusé y salí a la letrina. Pero en lugar de volver deprisa a la galería y al lado de mi padre, me entretuve fuera, al calor de un hermoso día de principios de verano. Deambulé hasta el establo de Tinky Talbot para echar un vistazo a su nueva carnada de cerditos, rosados con manchas negras, cubiertos de pelo fino y áspero. Acaricié sus curiosos hocicos, escuché sus suaves gruñidos.
Entonces miré a un lado, camino abajo -era lo más cerca que había estado nunca de la misteriosa cabaña-, y vi a Magdalena sentada en una mecedora en el estrecho porche, con una larga pipa ennegrecida apretada entre los dientes. También ella estaba disfrutando del sol, envuelta en una colcha, con el pelo escandalosamente suelto alrededor de los hombros. Las partes de su cuerpo que no estaban tapadas con la colcha eran delgadas y delicadas, los huesos de pájaro de sus clavículas eran visibles bajo una piel fina como el papel. No llevaba polvos en la cara, solo un rastro de hollín que tiznaba las comisuras de los párpados y un amago de color en los labios.
No se parecía a las demás mujeres del pueblo. Eso se notaba en su actitud: sentada sola al sol, disfrutando de su propia compañía y sin disculparse por estar ociosa. Me sentí atraída por ella inmediatamente, aunque también me daba miedo. Había algo maligno en ella. Al fin y al cabo, no asistía al oficio religioso; allí estaba, disfrutando de su domingo mientras el resto del pueblo se hallaba en la iglesia o en la sala de cultos.
Levantó la mano para protegerse los ojos del sol.
– Hola, ¿quién eres?
En aquel momento, era decisión mía. Podría haber vuelto corriendo a la iglesia, pero di unos pocos pasos tímidos hacia la mujer.
– Usted no me conoce, señora. Me llamo Lanore McIlvrae.
– McIlvrae… -Hizo memoria y llegó a la conclusión de que no conocía mi apellido y, por lo tanto, mi padre no se contaba entre sus clientes-. No, querida, no creo haber tenido el placer de conocerte. -Sonrió cuando hice una reverencia-. Me llamo Magdalena, aunque sospecho que eso ya lo sabes, ¿no? Puedes llamarme Magda.
Vista de cerca, era muy guapa. Se levantó para poner bien la colcha y descubrí que todavía llevaba su corsé de noche y una finísima bata de lino claro, sujeta bajo el pecho con una delicada cinta rosa. En una casa práctica como la nuestra, mi madre no poseía ni una sola prenda de ropa tan femenina como la bata algo gastada de Magda. Me impactó la combinación de su belleza y aquella bonita prenda; era la primera vez que codiciaba de verdad algo de otra persona.
Ella notó que yo miraba su bata y esbozó una sonrisa cómplice.
– Espera aquí un momento -dijo, y entró en la casa.
Cuando salió, me entregó una cinta de terciopelo rosa. No te puedes imaginar qué tesoro me ofrecía; los artículos confeccionados eran raros en nuestro austero pueblo; los adornos como la cinta, más raros aún. Era el tejido más suave que yo había tocado en mi vida, y lo sujeté con cuidado, como si fuera un conejito recién nacido.
– No puedo aceptar un regalo como este -dije, aunque estaba claro que deseaba que no fuera así.
– Tonterías. -Se echó a reír-. No es más que un trozo del ribete de un vestido. ¿Qué voy a hacer yo con esto? -mintió.