Le da un momento a Lanny para que aplaque su dolor y lo vuelva a guardar en su sitio.
– Pero no se terminó ahí, ¿verdad? Evidentemente, os volvisteis a ver.
Ella tiene una expresión inescrutable, clara y oscura.
– Sí, así fue.
47
París, un mes antes
Día gris. Miré por detrás de las cortinas la delgada franja de cielo visible desde el tercer piso de mi casa, que forma parte de una serie de casas antiguas en el distrito quinto. Empezaba el invierno en París, lo que significaba que casi todos los días serían grises.
Encendí mi ordenador, pero me quedé de pie ante el escritorio y le eché crema a mi café mientras el programa se iniciaba. Me lo bebí por la fuerza de la costumbre. Apenas había dormido, un sueñecito; estaba levantada desde primera hora de la mañana, como de costumbre, llevando a cabo con disciplina la investigación necesaria para el libro que me había comprometido a escribir pero que me aburría hasta no poder más. Después, cansada de aquello, reanudé la tarea de catalogar mi colección de cerámica mientras veía reposiciones de series de televisión americanas. Había llegado al punto de pensar en ceder mi colección de cerámica a una universidad o un museo de arte, algún lugar donde pudiera verla más gente. Me había hartado de tener tantos cacharros a mi alrededor, que se agarraban a mí como manos surgidas de tumba. Sentía la necesidad de deshacerme de unas cuantas cosas.
El café, caliente y cremoso, hizo maravillas en mí aquella mañana; me hizo sentir estable y metódica, todo lo contrario de como me sentía normalmente, distraída e incapaz de centrarme. La sensación era tan poco familiar que -como ya no tenía calendarios en la casa- durante un breve y perturbador instante, no pude recordar qué año era.
Mis correos electrónicos terminaron de descargarse y eché un vistazo a la lista de remitentes. Casi todos los mensajes eran asuntos de trabajo: mi abogado, mi editora… y la pequeña y destartalada imprenta que publicaba mis preciosas monografías sobre cerámica asiática antigua, una invitación a una fiesta… Qué vida me había creado durante los últimos veinte años como falsa experta en tazas de té chinas. Mi identidad ficticia se apoyaba en una colección de valiosísimas tazas que mi jefe chino había puesto en mis manos cuando yo subía a bordo de un barco británico para escapar de los saqueadores nacionalistas. Hacía toda una vida, otra historia que nadie conocía. Era lo que decidí ser en aquella ocasión y, si no pensaba mucho en ello, la mayor parte de las veces me servía.
Había una dirección de correo que no reconocí. De Zaire… ah, sí, ahora se llama República Democrática del Congo. Yo me acordaba de cuando era el Congo Belga. Fruncí el ceño. ¿Conocía a alguien en Zaire? Debía de tratarse de una petición de donativos o de una estafa, me dije, un timador que aseguraría ser un príncipe africano que necesitaba un poco de ayuda para salir de un apuro económico momentáneo. Estuve a punto de borrar el mensaje sin abrirlo, pero en el último momento cambié de parecer.
Querida Lanny:
Saludos de la única persona de la que pensabas que no volverías a saber. En primer lugar, gracias por haber respetado mi último deseo y no intentar seguirme la pista desde que nos separamos…
Malditas sean las palabras inocentes, escritas en píxeles parpadeantes en la pantalla, IMPRIMIR, pulsé con el ratón. «Imprímelo, maldita sea.» Necesitaba tener esas palabras en las manos.
Espero que me perdones por irrumpir en tu vida de esta manera. Aunque resulta muy cómoda, nunca he superado la sensación de que la correspondencia por correo electrónico es algo menos educada y correcta que escribir una carta. Por la misma razón me resulta difícil usar el teléfono. Pero el tiempo apremia, así que he tenido que recurrir a esto. Dentro de unos días estaré en París y me gustaría muchísimo verte mientras estoy ahí. Espero que tus planes te lo permitan. Por favor, responde y dime si querrás verme.
Con cariño,
JONATHAN
Me instalé rápidamente en mi silla, con los dedos sobre las teclas. ¿Qué decir? Había tanto comprimido dentro, después de décadas de silencio… De querer hablar y no tener a nadie con quien hablar. De hablar con las paredes, con el cielo, con las palomas, con las gárgolas pegadas a los chapiteles de la catedral de Notre Dame… Gracias a Dios… «Pensé que no volvería a saber de ti. Lo siento. Lo siento. ¿Significa esto que me has perdonado? Te he estado esperando. No puedes imaginarte lo que he sentido al ver tu nombre en la pantalla de mi ordenador. ¿Me has perdonado?», quise contestarle.
Vacilé, cerré las manos en dos puños apretados, los agité, los abrí, volví a agitar las manos. Me incliné sobre el teclado. Y por fin, escribí: «Sí».
Esperar a que llegara el día fue un tormento. Intenté refrenar mis expectativas, pero era imposible no soñar después de haber tenido noticias de Jonathan salidas de la nada. Yo sabía que no debía concebir muchas esperanzas, pero todavía había una pequeña parte de mí que atesoraba salvajes e improbables sueños románticos cuando se trataba de Jonathan. Era imposible no dejarse llevar por una o dos fantasías, solo para sentir otra vez esa clase de alegría. Hacía tanto tiempo que no esperaba algo con impaciencia…
Jonathan me habló de su vida en su segundo correo electrónico. Había estudiado medicina, en Alemania en los años treinta, y utilizaba su título para viajar a lugares pobres y remotos para prestar sus servicios médicos. Cuando uno tiene una documentación dudosa, es más fácil sortear a las autoridades en zonas aisladas donde se necesita un médico y los agobiados funcionarios del gobierno pueden hacer la vista gorda con tu caso. Había trabajado con leprosos en el Pacífico asiático, con víctimas de la viruela en el subcontinente. Un brote de fiebre hemorrágica lo había llevado a África central, y se había quedado para dirigir una clínica en un campo de refugiados cerca de la frontera de Ruanda. «No es cirugía a corazón abierto», escribía. Trataba heridas de bala, disentería, vacunación contra el sarampión. Lo que hiciera falta.
¿Qué podía decir como respuesta, aparte de confirmar la hora y el lugar donde íbamos a encontrarnos? Me emocionaba e inquietaba pensar que Jonathan era médico, un ángel misericordioso. Pero Jonathan estaba esperando que yo le contara mi vida desde la última vez que nos habíamos visto, y allí sentada ante el ordenador no se me ocurría qué escribir. ¿Qué podía decir que no fuera embarazoso? La vida había sido difícil desde que nos habíamos separado. Había estado vagando la mayor parte del tiempo. Casi todas las cosas que había hecho habían sido tontas, mezquinas, cosas que en su momento creí que eran necesarias para mi supervivencia. En aquel momento mi vida era apacible, casi monacal, y no del todo por elección propia. Pero había llegado a aceptarla.
Jonathan se percataría de mi omisión, pero me aseguré a mí misma que me conocía y no se haría ilusiones de que hubiera cambiado en todo el tiempo que habíamos estado separados. Al menos, no tan drásticamente como él. En cambio, mi primer correo electrónico a Jonathan estaba lleno de cumplidos: qué impaciente estaba por verlo para ponernos al día en persona, y cosas parecidas.