A medida que se acercaba el día, cedí a algunos caprichos tontos y esperanzados. Por si acaso Jonathan quería ver mi casa, le pedí a la mujer de la limpieza que viniera unos días antes, compré un ramo de flores enorme, el tipo de arreglo floral que no desentonaría en una boda real. Guardé champán en el frigorífico y saqué un excelente cabernet añejo de la bodega.
La noche anterior no pude pegar ojo, y estuve sentada en la cama, mirándome en un espejo. ¿Le parecería diferente? Escudriñé mi reflejo. Resultaba mezquino preocuparse porque hubiera habido cambios, una fantasía en la que yo era como otras mujeres, las mujeres de los anuncios de televisión, angustiadas por las arrugas y las patas de gallo. Pero yo sabía que no había cambios. Seguía pareciendo una estudiante universitaria con una expresión permanentemente contrariada. Tenía el mismo rostro sin arrugas que Jonathan había mirado el día en que se marchó. Era guapa, pero no bella. La desgracia y la gracia salvadora de mi vida: lo bastante bonita para ser apreciada, pero no lo bastante hermosa para ser codiciada. Todavía tenía rescoldos del ardor de una mujer joven que nunca se cansaba del sexo, aunque la verdad era que había tenido sexo suficiente para todas mis múltiples vidas. No quería parecer desesperada cuando él me viera, pero al mirarme en el espejo me di cuenta de que no había manera de evitarlo. Siempre estaría desesperada por él.
Todavía mirándome en el espejo, me pregunté si resultaría extraño y perturbador que nos encontráramos al día siguiente para vernos, con tanta familiaridad, entre una multitud de recién nacidos. Al mirarnos uno al otro, parecería que el tiempo se había detenido. ¿Cuántos años habían pasado desde que Jonathan me dejó? ¿Ciento sesenta…? Ni siquiera podía acordarme de en qué año había sido. Me sorprendió descubrir que ya no me dolía de la manera violenta e intensa en que me había dolido en su momento, que el dolor había tardado décadas en convertirse en un malestar difuso, fácil de calmar con la excitación de verlo.
Dejé el espejo. Era hora de beber algo. Abrí la botella fría de champán. ¿Qué sentido tenía guardarla para el día siguiente, para algo que sin duda no iba a ocurrir? ¿No era suficiente motivo de celebración que Jonathan se hubiera puesto en contacto conmigo después de llevar una eternidad separados? Decidí cortar de raíz mis esperanzas antes de cambiar las sábanas o poner más toallas en el cuarto de baño. Iba a visitarme y nada más.
«Nos veremos en el vestíbulo a mediodía», había indicado en su último correo electrónico. Apenas podía esperar, de modo que consideré la posibilidad de acampar allí a una hora más temprana o subir a la habitación de Jonathan. Pero no podía mostrarme tan desesperada; era mejor fingir que tenía mi orgullo y que era capaz de controlarme. Así que me quedé en mi despacho mirando cómo avanzaban las manecillas del reloj hasta las once, antes de salir a la calle, llamar a un taxi y dirigirme al Hôtel Prix Saint Germaine con cierta tranquilidad que podía pasar por indiferencia. Por la ventanilla posterior del taxi vi cómo se iba desdibujando mi curiosa callecita, como la decoración pintada de un tiovivo cuando empieza la música.
Conocía el Hôtel Prix Saint Germaine, pero nunca había estado en él. Era un hotel viejo y tranquilo, escondido en una calle de la Rive Gauche que no estaba de moda, muy adecuado para un médico de la selva que va a pasar unos días a París. El aire del vestíbulo olía a rancio y, si hubiera tenido color, habría sido pardo. Había un empleado de aspecto profesionalmente adusto detrás del mostrador de recepción, cuyos ojos me siguieron mientras yo me sentaba en una de las butacas de cuero dispuestas en grupos en el vestíbulo. ¿Acaso todos los vestíbulos de hotel daban esa sensación, como de habitación que contiene el aliento? La butaca que yo había elegido estaba enfocada al espacio que iba de la puerta a la recepción. Sobre la puerta, un viejo reloj ornamental marcaba las 11.48 horas.
Cuando era joven, Jonathan tenía por norma hacer esperar a los demás. Como médico de la selva, yo imaginaba que habría aprendido a ser más puntual.
Sobre la mesita había un periódico matutino abandonado. Nunca fui muy dada a seguir los acontecimientos mundiales y ya casi nunca me molestaba en leer el periódico. Las noticias me confundían, todas se habían vuelto similares. Veía los noticiarios de la noche y me asaltaba una incómoda sensación de déjà-vu. ¿Una matanza en África? ¿Ha sido en Ruanda? No, espera, eso fue en 1993. ¿En el Congo Belga, o en Liberia? ¿Un jefe de Estado asesinado? ¿Una caída del mercado de valores? ¿Una epidemia de polio, de viruela, de tifus o de sida? Había pasado a través de todo aquello a una distancia prudencial, limitándome a ver cómo los acontecimientos hacían estragos y aterrorizaban a la humanidad. Era terrible ver el sufrimiento, pero nunca tuve capacidad para influir en nada. Solo era una espectadora.
Podía entender que a Jonathan le hubiera atraído estudiar medicina, prepararse para poder hacer algo con las desgracias que asolaban el mundo. Subirse las mangas y ponerse a la tarea, aun sabiendo que sería imposible erradicar las enfermedades, ni siquiera en una sola aldea, pero intentándolo a pesar de todo. Sin darme cuenta, mis ojos habían estado posados en el periódico durante todo el tiempo que había estado pensando.
De pronto levanté la mirada, anticipando la aparición de Jonathan.
La puerta de la calle se abrió y yo me eché hacia delante, ansiosa, al ver lo que parecía una figura familiar, pero volví a relajarme. El hombre vestía pantalones caquis arrugados y una vieja chaqueta de tweed. Alrededor del cuello llevaba una tela con algún tipo de estampado étnico, y gafas de sol en los ojos. Y su rostro estaba sin afeitar, de tres o más días, se veía áspero e irregular.
El hombre fue derecho hacia mí, con las manos en los bolsillos. Estaba sonriendo. Entonces me di cuenta.
– ¿Esta es la bienvenida que voy a tener? ¿Ya no te acuerdas de mi cara? Debería haberte enviado una foto reciente -dijo Jonathan.
Salimos a la calle a sugerencia de Jonathan. Dijo que estaba pálida. Me cogió del brazo desde el primer momento y lo tuvo bien agarrado mientras me acompañaba a la acera. Encontramos un rincón tranquilo en un parque: todo cemento y bancos, y un solo árbol solitario rodeado de hormigón por los cuatro lados, pero daba la ilusión de naturaleza.
– Me alegro de verte.
Yo no pude responder y, de todas maneras, mi respuesta era innecesaria. Se me antojaba absurdo que hubiera estado tanto tiempo ausente de mi vida y que, al volver a verlo, pareciera que no había nada en el mundo que pudiera separarnos. Quería tocarlo y besarlo, pasar las manos por su cuerpo y asegurarme de que estaba allí, en carne y hueso, delante de mí. Pero por muy familiarizados que estuviéramos uno con otro, más de cien años de separación se interponían entre nosotros. Y algo en su conducta me decía que procediera despacio.
Una vez que recuperé el color, encontramos un café y acabamos allí sentados durante horas. Entre cafés, vasos de Lillet y cigarrillos (para mí, aunque el doctor Jonathan no lo aprobaba), estuvimos en un reservado poniéndonos al día de varias vidas. Las historias de la sabana eran fascinantes, y me asombraba que Jonathan pudiera ser tan feliz en una tierra tan seca y árida como fresco y exuberante era Maine. Que pudiera sentarse como un hereje meditabundo en una tienda, llenando jeringas sin pensar en los mosquitos que zumbaban a su alrededor. Malaria, el oeste del Nilo, ¿a él qué le importaba? Se presentó voluntario para viajar a un valle afectado por un brote de dengue. Había llevado antidiarreicos y otras medicinas a la espalda cuando el Land Rover no podía cruzar un río. Por mucho que admirara lo que hacía, los relatos en los que se ponía en peligro me hacían sentir incómoda.
– ¿Cómo me has encontrado después de todo este tiempo, en todo el mundo? -le pregunté por fin (me estaba muriendo por preguntarlo). Él sonrió enigmáticamente y bebió otro sorbo de su aperitivo.