– Es una historia curiosa. La respuesta breve es tecnología… y suerte. He querido buscarte durante mucho tiempo, pero me enfrentaba a la misma pregunta: ¿cómo hacerlo? La respuesta empezó con un libro infantil que vi por casualidad en casa de un colega.
– La pagoda de jade -adiviné.
– La pagoda de jade -respondió él, asintiendo-. Mientras le leía el libro al hijo del colega, te reconocí en las ilustraciones. Hice algunas averiguaciones y descubrí quién había sido la modelo del artista: Beryl Fowles, una expatriada británica que vivía en Shangai…
– Siempre me gustó ese nombre. Me lo inventé yo.
– … y contraté a alguien para que averiguara lo que pudiera sobre Beryl. Pero para entonces, Beryl Fowles llevaba décadas desaparecida.
– Y aun así me encontraste.
– Contraté a un investigador para que averiguara quién había heredado el dinero de Beryl, y así sucesivamente, pero al final, el rastro se perdió.
– Pero no te rendiste.
Jonathan me sonrió otra vez.
– Aquí es donde entra la tecnología. ¿Sabes que ahora existen programas de identificación de fotos en internet, con los que puedes tratar de encontrar imágenes tuyas o de tus amigos en páginas web? Pues hice la prueba con una de las ilustraciones del libro y… que me maten si no funcionó. No fue fácil, y tuve que ser persistente, pero al final apareció una coincidencia, una foto pequeñita de la autora de una pequeña monografía sobre antiguas tazas de té chinas, nada menos… Nunca habría pensado que te convertirías en una experta en porcelana china. El caso es que tu editorial me dijo cómo contactar contigo.
Las tazas chinas que me confió mi jefe de Shangai, adonde había ido a trabajar después de posar para el libro infantil. De modo que mi última gran aventura en China había conducido a Jonathan hasta mí.
Terminamos en mi casa al final de la tarde, con la botella de champán vacía y tres cuartos de la de cabernet, y también dimos cuenta del foie gras y las tostadas. Como Jonathan insistió, le enseñé la casa, pero cada habitación resultaba más embarazosa que la anterior. Hasta a mí me asombraba la multitud de cosas que había acumulado con los años, amontonadas para hacer más llevadero el incierto futuro. Jonathan dijo palabras amables, alabó mi previsión al conservar objetos extraordinarios y bellos para las generaciones futuras, pero lo único que pretendía era aliviar mi sentimiento de culpa. Un médico de la selva no viaja con un cargamento de cachivaches. No existía un almacén de recuerdos esperando el regreso de Jonathan. Encontré una caja que no había visto en casi dos décadas, llena de preciosas alhajas que me habían regalado mis admiradores: un anillo con un rubí del tamaño de una uva; un ancestral broche con un diamante azul. La visión de tal exceso me ponía enferma y volví a ponerlo todo en la caja para dejarla en el olvidado estante donde habían estado envejeciendo.
Encontramos cosas peores: había objetos robados, cosas que yo había expoliado de lejanos países durante mis años de frenesí. Seguro que Jonathan las reconocía como lo que eran: bellos budas tallados, alfombras tejidas a mano de veinte colores, armaduras ceremoniales. Tesoros que yo había cambiado por rifles, o robado a punta de pistola o -en algunos casos- arrebatado a los muertos. Me iba a deshacer de todo aquello, juré, cerrando las puertas de aquellas habitaciones; donaría todos los objetos y estatuillas a los museos, los devolvería a sus países de origen. ¿Cómo podía haber vivido tanto tiempo con aquellas cosas en mi casa, sin pensar siquiera en ellas?
La última habitación que vimos fue mi alcoba, en el piso de arriba. Tenía el aire triste de una habitación que ya no se utilizaba para su propósito original. Había una cama con cabecera de estilo sueco junto a un par de ventanas altas y estrechas; las ventanas tenían cortinas de algodón blanco, como el dosel de la cama, y sobre el colchón había una colcha de seda azul. Un secreter francés del siglo XVIII, con sus patas estilizadas, servía como mesa de ordenador, con una silla Biedermeyer delante. La mesa estaba llena de papeles y baratijas, y sobre la silla había una bata de seda gris. Todo tenía el aspecto de una habitación en la que hacía poco que se habían quitado los guardapolvos de los muebles, como si todo hubiera estado esperando.
Jonathan se plantó ante un cuadro colgado enfrente de la cama. El nombre del artista estaba olvidado desde hacía mucho tiempo, pero yo recordaba el día en que se había hecho aquel boceto. Jonathan no quería posar para el retrato, pero Adair había insistido, y así había quedado plasmado, recostado con indolencia en un sillón, sombrío, malhumorado y arrebatador. Él creía que así estropearía el dibujo, pero que me maten si no lo mejoró. Los dos nos quedamos mirando el retrato, retrocediendo casi dos siglos en el tiempo.
– Con todos los tesoros que has acumulado en esta casa… no me puedo creer que hayas guardado este estúpido dibujo -dijo Jonathan con voz débil. Cuando vio la expresión agraviada de mi cara, se enterneció y me cogió la mano-. Pero claro que lo ibas a guardar… y me alegro de que lo hicieras.
Le echamos un último vistazo antes de salir de la habitación.
Al caer la noche, Jonathan estaba arrellanado en un sofá en el cuarto de estar y yo estaba en el suelo, apoyada en un brazo del mueble. Llevábamos horas intercambiando historias. Yo me había franqueado con él y le había contado algunos de los episodios del pasado que me avergonzaban: cuando iba en busca de aventuras con el loco que había ocupado el puesto de Jonathan cuando este me dejó. Se llamaba Savva y era uno de nosotros, uno de los primeros compañeros de Adair, el único de los nuestros con el que me topé en todos aquellos años. Savva tuvo la desgracia de que Adair lo encontrara siglos atrás, cerca de San Petersburgo, perdido en una tormenta. Nunca quiso contar los detalles de su ruptura con Adair, pero se podían adivinar: Savva tenía un carácter voluble y una lengua afilada e impaciente.
Como Savva no soportaba estar mucho tiempo en ningún sitio, vagábamos de continente en continente como exiliados. Para ser un hombre nacido en el frío y la nieve, Savva sentía una inexplicable atracción por el calor y el sol, lo que significaba que pasamos la mayor parte del tiempo en el norte de África y en Asia central. Viajamos con nómadas a través de desiertos, transportamos rifles por el paso del Khyber, enseñamos a los beduinos a disparar fusiles, hasta vivimos algún tiempo con mongoles (que habían quedado impresionados por la extraordinaria habilidad ecuestre de Savva durante la persecución para alcanzarlos). Estuvimos juntos hasta el final del siglo XIX, cuando quedamos atrapados en un hotel de El Cairo durante una tormenta de arena. No fue una pelea lo que nos separó. Ningún incidente desagradable que diera lugar a una discusión en la que salieran a relucir años de afrentas acumuladas. Simplemente, nos dimos cuenta de que no nos quedaba nada que decirnos uno a otro. Deberíamos habernos separado décadas antes, pero había sido demasiado cómodo estar con alguien que no necesitaba explicaciones. Todavía seguimos comunicándonos cada veinte años, más o menos, con una llamada telefónica en medio de una borrachera o con una tarjeta durante unas fiestas que casi nunca celebramos, como una pareja de viejos divorciados.
– ¿Y tú? -Aproveché la oportunidad para cambiar de tema, agotada por sacar a la luz aquellos recuerdos-. Seguro que no has estado solo todo este tiempo. ¿Te volviste a casar?
Jonathan frunció la boca, pero no dijo nada.
– No me digas que has estado solo todo este tiempo. Sería muy triste.
– Bueno, yo no diría que solo. Casi nunca estás solo si eres médico en esas aldeas. Todo el mundo está tan necesitado de tu atención y les hace tan felices que estés ahí… Siempre me invitaban a comer, asistía a sus celebraciones. Participaba de sus vidas…