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Los ojos se le quedaban cerrados cada vez durante más tiempo, y la languidez se instaló en su cara. Cogí una bata y la extendí sobre él. Abrió los ojos un breve instante.

– Voy a volver a Maine. Quiero verlo otra vez… Por eso te he buscado, Lanny. Quiero que vengas conmigo. ¿Vendrás?

Me esforcé por contener las lágrimas.

– Claro que iré.

48

Cogimos uno de esos Airbus gigantescos para regresar a América. Apenas había despegado el avión de Orly cuando Jonathan se quedó dormido. En Nueva York hicimos transbordo para volar a Bangor, y allí alquilamos un todoterreno para viajar hacia el norte. Hacía dos siglos que no veía aquella tierra y, por absurdo que pueda sonar, había partes que me parecía que habían cambiado muy poco. En el resto, había carreteras asfaltadas, granjas victorianas, inmensos campos de cultivos primorosamente atendidos, y las altas y estilizadas orugas de las tuberías de riego en el horizonte. Viéndolo a través del parabrisas de aquel vehículo grande y suntuoso, me resultaba fácil engañarme diciéndome que nunca había estado allí. Después, la carretera abandonaba las llanuras agrícolas para penetrar en los grandes bosques del norte. Nos sumergimos en su fría oscuridad, flanqueados por fila tras fila de enormes troncos, el cielo tapado por una manta de verdor. El coche subía y bajaba siguiendo los altibajos del terreno, y torcía bruscamente para rodear peñascos que se abrían paso fuera de la tierra, cubiertos ya de musgo y liquen. Todo eso sí que lo recordaba. Veía los árboles y retrocedía doscientos años, asaltada por los recuerdos de mi primera vida, mi auténtica vida, la vida que se me había arrebatado. A Jonathan tenía que pasarle lo mismo.

Sentíamos que nuestro hogar estaba cada vez más cerca. Qué deprisa se hacía el trayecto en un automóvil… La última vez que habíamos hecho aquel viaje pasamos semanas en un coche de caballos, con Jonathan en estado de shock por lo que yo le había hecho y sin apenas dirigirme la palabra.

Nos quedamos sin habla al acercarnos al pueblo. Cómo había cambiado todo. Ni siquiera estábamos seguros de que aquella carretera, la calle principal que atravesaba el centro del pueblo, fuera el mismo camino polvoriento de carros que conducía al incipiente Saint Andrew de hacía doscientos años. ¿Dónde estaban la iglesia y el cementerio? ¿No deberíamos ver desde donde estábamos la iglesia congregacionista? Hice rodar el coche calle abajo lo más despacio posible, para poder imaginar el pueblo que recordábamos y no el que teníamos delante.

Por lo menos, Saint Andrew mantenía su carácter peculiar y no era como la mayoría de los pueblos de Estados Unidos, donde cada tienda, restaurante y hotel es una franquicia de una multinacional, idéntica a sí misma en el mundo entero. Por lo menos, Saint Andrew tenía cierta individualidad, aunque hubiera perdido su propósito original. Ya no era un pueblo entregado al trabajo. Las granjas dispersas habían desaparecido y en los quince últimos kilómetros no habíamos visto ni rastro de la industria maderera. La industria del ocio había ocupado su puesto. Las tiendas de equipos de acampada y excursionismo cubrían ambos lados de la calle principal, negocios en los que hombres blancos bien lavados y con ropa de campaña guiaban a otros hombres y mujeres blancos a través de los bosques o Allagash abajo en canoas. O bien los llevaban hasta el centro del río, calzados con elegantes botas altas de agua, a pescar todo el día peces que volvían a soltar en cuanto los habían admirado. Había tiendas de artesanía y bares donde antes había habido casas rurales y pajares, la forja de Tinky Talbot y la tienda de suministros de los Watford. Nos quedamos asombrados cuando al fin comprobamos que la iglesia congregacionista se había demolido y que el centro del pueblo lo ocupaban una ferretería, una heladería y una oficina de correos. Por lo menos el cementerio seguía en pie.

Seguro que a aquella nueva generación de habitantes le resultaba bastante agradable, y si yo no hubiera sabido cómo había sido dos siglos atrás, no me habría parecido mal. Pero el pueblo se ganaba la vida atendiendo los caprichos de los forasteros y parecía degradado; era como encontrar que la casa de tu infancia se había convertido en un burdel o, peor aún, en un todo a cien. Saint Andrew había cambiado su alma por una vida más fácil, pero ¿quién era yo para juzgarlo?

Nos alojamos en un refugio a las afueras del pueblo. El Dunratty se había convertido en un viejo motel, destartalado por la inevitable dejadez, frecuentado por cazadores y pescadores de temporada y que pretendía resultar atractivo para los hombres, de modo que era de esperar cierta austeridad. Había unas diez habitaciones alineadas, pegadas a la oficina. Pedimos una cabaña, la más metida en el bosque. El encargado no dijo nada, solo miró discretamente para ver si llevábamos rifles o cañas de pescar y, al no ver nada de aquello, volvió con resignación, sin prisas, a su tarea. Preguntó si estábamos casados, como si le importara que una de sus mugrientas chabolas se utilizara como nido de amor. El motel estaba vacío, con excepción de nosotros, nos dijo; estaría todo muy tranquilo. Lo encontraríamos en la casa, si necesitábamos algo -y señaló en una dirección indefinida-, pero por lo demás podíamos confiar en que nadie nos molestaría.

Era un sitio miserable, con las cuatro paredes forradas de laminado barato y el tejado simplemente cubierto de contrachapado. Ocupaban el espacio en su práctica totalidad dos camas -un poco más grandes que las individuales pero no tanto como las de matrimonio, con débiles estructuras metálicas, como las de los tiempos de la Depresión – separadas por una pequeña cómoda que hacía las veces de mesita de noche, rematada por una lámpara de cerámica. Había dos sillones de tapicería deshilachada delante de un televisor que parecía tener treinta años. A un lado se hallaba una mesa camilla con tres sillas plegables de madera. Detrás de una puerta encontré una pequeña cocina funcional, y por una segunda puerta se accedía a un baño ligeramente enmohecido. Me eché a reír cuando Jonathan tiró las maletas encima de una de las camas.

– ¿Nos vamos a quedar? -pregunté, incrédula-. Tiene que haber algún sitio más agradable. Puede que en el pueblo…

Jonathan no dijo nada y se quedó de pie ante una puerta corredera de cristal. Más allá de una tarima de madera bastante burda estaba el bosque: grandes y gruesos troncos que se alzaban por encima de nosotros, crujiendo al viento. Abrimos la puerta y salimos en mitad del bosque, y el aire puro circuló a nuestro alrededor. Nos quedamos en la sencilla tarima mirando al bosque infinito durante no sabría decirte cuánto tiempo. Aquel era el hogar que habíamos conocido. Él nos había encontrado.

– Nos quedamos -respondió Jonathan.

Salimos de la cabaña aproximadamente a las cinco de la tarde, ansiosos de echar un vistazo alrededor antes de que se pusiera el sol. Pero era difícil orientarse; los caminos que esperábamos que fueran en una dirección acababan llevándonos a un sitio completamente distinto, como si la zona se hubiera remodelado una y otra vez con el tiempo. El trazado de los caminos era obra de las compañías madereras modernas, y atravesaba hectáreas y más hectáreas de bosque sin razón aparente, hasta llegar a una carretera que a su vez nos condujo a la confluencia de los ríos Allagash y Saint John. Después de dos intentos fallidos, encontramos un camino que nos recordó la pista de carros que llevaba a la casa de los Saint Andrew, y con un asentimiento silencioso de Jonathan lo seguimos hasta el final.

Tras recorrer un túnel de árboles muy crecidos, salimos a una zona despejada que en otro tiempo habían sido los campos de heno que había delante de la casa de Jonathan. El camino estaba cambiado -ya no se adentraba por la hondonada del depósito de hielo ni subía hasta la gran casa-, pero reconocí la orografía. Había una pista maderera de tierra a la derecha de la casa, que todavía se alzaba en el risco. Aceleramos un poco, ansiosos por volver a verla. Sin embargo, al acercarnos, levanté el pie del pedal. La casa todavía estaba en pie, pero solo alguien que hubiera vivido allí sería capaz de reconocerla.