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La antaño magnífica mansión se había dejado deteriorar. Era como un muerto abandonado a merced de los elementos, un cadáver con todos los rasgos por los que reconocerías a la persona fallecida. La que fue gran mansión estaba combada, despintada; le faltaban tejas en el tejado y tablones en la fachada. Incluso el conjunto de pinos de delante, que había servido de escudo contra el viento, se hallaba en un estado lamentable, sin podar, desatendido, como el tipo de árboles que se ve en los cementerios.

– Está abandonada -dijo Jonathan.

– Quién lo habría pensado… -No se me ocurría qué otra cosa decir-. Bueno, mira, Jonathan… por lo menos la han dejado en su sitio. Ya viste dónde estaba la casa de mi familia: ahora no hay más que un cruce de caminos. El mundo cambia, ¿no?

Jonathan se quedó callado como respuesta a mis palabras de ánimo. Dimos la vuelta con el coche y regresamos al pueblo.

Aquella noche fuimos a cenar a un pequeño restaurante en el centro de Saint Andrew. Se le podía llamar restaurante porque era un sitio donde se servían comidas, pero no se parecía al tipo de restaurantes al que yo estaba acostumbrada. Se parecía más a un vagón comedor con una docena de mesas de tablero laminado, cada una rodeada por cuatro sillas de tubo metálico. Los manteles eran de hule, y las servilletas, de papel. Los menús estaban plastificados y amarillentos, y daba la sensación de que la carta no había cambiado en veinte años.

Había cinco clientes, incluyéndonos a Jonathan y a mí. Los otros tres eran hombres con vaqueros y camisas de franela y algún tipo de gorra, cada uno sentado a una mesa diferente. Probablemente, la camarera era también la cocinera. Nos miró con recelo al entregarnos los menús, como si estuviera dudando si servirnos o no. En una radio sonaba de fondo música country.

Pedimos comida que ninguno de los dos había visto en mucho tiempo, si es que la habíamos visto alguna vez, ya que habíamos vivido en el extranjero: filetes de siluro frito, pollo y dumplings, platos casi exóticos de lo raros que eran. Nos quedamos hasta apurar las botellas de cerveza, bajo la mutua impresión de que los otros clientes nos estaban mirando. La camarera -pelo como alambres enroscados y bolsas muy visibles bajo los ojos- miró con descaro los platos a medio terminar antes de preguntarnos si queríamos algún postre. «El pastel es bueno», dijo con voz anodina, como quien hace un comentario intrascendente.

– ¿Te ha decepcionado visitar tu casa? -pregunté, después de que la camarera nos sirviera dos cervezas más. Jonathan negó con la cabeza.

– Debería haber esperado eso. Pero aun así, no estaba preparado.

– Es tan diferente… Y en algunos aspectos parece tan igual… Me siento desplazada. Si no estuvieras conmigo, me marcharía.

Salimos del restaurante y caminamos calle abajo. Todo estaba cerrado, menos un bar diminuto, el Blue Moon, a juzgar por el incongruente letrero de neón en forma de media luna, como era de esperar. Sonaba romántico, pero a través del cristal vi que estaba completamente lleno de hombres, camioneros y leñadores que miraban una retransmisión deportiva en la televisión. Cuando la zona comercial del pueblo se terminó, llegamos al cementerio. La luz de la luna nos bastaba para dar una vuelta entre las lápidas.

Estaba descuidado y cubierto de maleza. Arbustos de bayas silvestres, ortigas y matorrales habían reclamado la tapia de piedra y envuelto las columnas gemelas que en otro tiempo habían flanqueado la entrada, además de engullir algunas de las lápidas. Años de fuertes heladas habían movido de su sitio algunas lápidas; otras estaban erosionadas por el tiempo o rotas por vándalos. Me orienté rápidamente entre las tumbas, sin muchas ganas de visitar de aquel modo a mis antiguos vecinos, pero Jonathan iba de tumba en tumba, intentando leer los nombres y las fechas, retirando las hierbas que habían crecido alrededor de las lápidas. Parecía tan triste y abatido que tuve que reprimir el impulso de cogerle de un brazo y sacarlo de allí.

– ¡Mira, es la tumba de Isaiah Gilbert! -gritó Jonathan-. ¡Murió en… 1842!

– ¡Un montón de años… Una vida buena y larga! -respondí a gritos desde donde estaba, fumando y debatiéndome entre la nostalgia y el vértigo.

Para entonces, Jonathan ya estaba junto a otra tumba. Se había agachado, sobre las puntas de los pies, y echaba un vistazo a su alrededor.

– Me pregunto si todos los que conocíamos están aquí, en alguna parte.

– Es inevitable que algunos de ellos se marcharan. ¿Has encontrado a alguien de mi familia?

– ¿No estarán en el cementerio católico, al otro lado del pueblo? -preguntó él. Recorrió un pasillo, mirando lápida tras lápida-. Podemos ir después, si quieres.

– No, gracias. No tengo curiosidad.

Supe que Jonathan había encontrado a alguien importante cuando se arrodilló junto a una gran lápida doble. Era de piedra sin pulir y estaba erosionada por los años, con el dorso plano hacia mí, de modo que yo no podía leer la inscripción.

– ¿Quién es? -pregunté, acercándome.

– Es mi hermano. -Estaba pasando las manos por las palabras grabadas-. Benjamín.

– Y Evangeline… -Toqué el otro lado de la lápida: «Evangeline Saint Andrew, amada esposa. Madre de Ruth».

– Así que se casaron…

– ¿Honor familiar? -pregunté, frotando las letras con la punta de los dedos-. No parece que ella viviera mucho.

– Y a Benjamín lo enterraron a su lado. No se volvió a casar.

Durante la hora siguiente, encontramos a la mayor parte de la familia de Jonathan: su madre y después la hija, Ruth, la última Saint Andrew que vivió en el pueblo. Pero faltaban las hermanas de Jonathan, lo que le hizo suponer que se habrían casado y marchado del pueblo, formando familias felices y prósperas en alguna otra parte, para ser enterradas junto a sus maridos en entornos menos tristes. Para escapar de toda la melancolía de Saint Andrew.

Llevé a Jonathan de vuelta a la cabaña. Había pasado de contrabando dos botellas de un cabernet extraordinario desde Francia en mi maleta. Descorchamos una y dejamos que respirara en la encimera mientras nos tumbábamos juntos en la cama. Apreté a Jonathan contra mí hasta que el frío abandonó su cuerpo, y después lo desnudé. Estuvimos en la cama entre las desgastadas sábanas de algodón, bebiendo el cabernet en vasos y hablando de nuestra infancia, los hermanos y hermanas, amigos y conocidos. Los allegados muertos desde hacía tanto tiempo, materia inerte y descompuesta en el suelo mientras nosotros seguíamos inexplicablemente vivos. Yo todavía no era capaz de contarle la verdad sobre Sophia. En cambio, hablamos de todas las personas que habíamos querido hasta que Jonathan se quedó dormido… Y yo lloré; fue la primera de muchas veces.

49

No hubo más excursiones para revivir el pasado. No más visitas a cementerios, ni recorrido de caminos por el bosque, antes familiares pero ahora apenas reconocibles y fantasmales. Paseamos por la orilla del Allagash, viendo alces y ciervos y admirando la luz del sol de Maine centelleando en la corriente, en lugar de rememorar sucesos que habían ocurrido en tal o cual lugar. Pasamos el resto del tiempo apaciblemente en compañía mutua.

El tiempo que compartíamos se convirtió en una especie de droga de la que yo nunca tenía suficiente, y empecé a pensar que a lo mejor podíamos perdernos allí, donde había empezado nuestra relación. Puede que Jonathan se conformase con quedarse en aquel lugar familiar. No tendríamos que vivir en el mismo Saint Andrew; dado lo mucho que había cambiado el pueblo, quizá nos resultara desconcertante permanecer en él. Podíamos encontrar un terreno en el bosque y construir una cabaña solitaria, donde viviríamos apartados de todo y de todos. Ni periódicos, ni reloj, ni el insistente tictac del tiempo repicando en nuestro hombro, reverberando en nuestros oídos. Sin huir del pasado cada cincuenta o sesenta años para reaparecer como otra persona en otro país, o más bien fingiendo ser una persona nueva, tan nueva como un polluelo recién salido del huevo, pero sintiéndome por dentro como la persona que era y de la que no podía escapar.