Una noche, estábamos en el porche trasero de la destartalada cabaña, envueltos en nuestros abrigos, sentados en dos sillas plegables, bebiendo vino en vasos de cristal y mirando la luna empañada. Jonathan dirigió nuestra conversación hacia el pasado y aquello me incomodó. Se preguntaba si Evangeline habría tenido una vida dura e infeliz después de su desaparición, y si habría sido él la causa de la muerte prematura de su madre. Yo dije que lo sentía una y otra vez, pero Jonathan no quería escucharme, negaba con la cabeza y decía que no, que había sido culpa suya, que se había portado fatal conmigo, aprovechándose de mi evidente amor por él. Yo negué con la cabeza, poniendo una mano en el antebrazo de Jonathan.
– Pero yo te quería tantísimo… -dije-. La culpa no fue toda tuya.
– Vamos otra vez ahí afuera -dijo Jonathan-, a ese sitio del bosque donde solíamos encontrarnos, bajo la bóveda de abedules jóvenes. He pensado mucho en ellos, es el lugar más bonito del mundo. ¿Crees que seguirán allí? Me reventaría que alguien los hubiera talado.
Achispados y calientes por la bebida, subimos al todoterreno, aunque yo tuve que volver a la cabaña para coger una manta y una linterna. Yo sujetaba la botella de vino contra el pecho mientras Jonathan maniobraba con el vehículo a través del bosque. Tuvimos que dejar el todoterreno a un lado de la pista maderera y recorrer los últimos ochocientos metros a pie.
Conseguimos encontrar el claro, aunque había cambiado. Los arbolitos habían crecido, pero solo hasta cierta altura, y ahí se habían detenido. Sus ramas más altas se tocaban, cerrándose en las copas de los árboles, negando el sol a los brotes que habían intentado seguir su ejemplo. Yo recordaba aquel claro en el que nos reuníamos de niños para reírnos y contarnos anécdotas de nuestras solitarias vidas, pero el tiempo se había llevado su belleza sin igual. El claro ya no era maravilloso, no tenía nada de especial; era como cualquier otra parte del bosque, ni más ni menos.
Extendí la manta en el suelo y nos tumbamos de espaldas, intentando mirar el cielo nocturno a través del dosel de follaje, pero solo había unos pocos puntos por donde podían asomar las estrellas. Tratamos de convencernos de que era el mismo lugar donde siempre nos reuníamos, pero los dos sabíamos que podría haber estado cinco pasos al oeste o cien metros a la izquierda; en pocas palabras, era tan bueno como cualquier otro lugar del bosque donde hubiera claros entre las copas de los árboles, donde pudiéramos tumbarnos de espaldas para mirar las estrellas.
Pensando en nuestra infancia, me acordé de la carga que había arrastrado todo aquel tiempo. Había llegado el momento de decirle a Jonathan la verdad acerca de Sophia. Pero los secretos antiguos son los que más fuerza tienen, y me aterraba pensar cómo reaccionaría Jonathan. Nuestro reencuentro podía terminar aquella noche; esa vez quizá me desterraría de su vida para siempre. Esos temores casi hicieron que me echara atrás una vez más, pero no podía seguir oprimida bajo el peso de aquella carga. Tenía que hablar.
– Jonathan, hay algo que debo contarte. Es acerca de Sophia.
– ¿Hummm? -Se movió, a mi lado.
– Fue culpa mía que se suicidara. Culpa mía. Te mentí cuando me preguntaste si había ido a verla. La amenacé. Le dije que estaría perdida si tenía el niño. Le dije que tú nunca te casarías con ella, que habíais terminado. -Siempre había supuesto que me echaría a llorar cuando hiciera aquella confesión, pero no lo hice. Me empezaron a castañetear los dientes.
Él se volvió hacia mí, aunque no pude distinguir su expresión en la oscuridad. Pasaron unos cuantos segundos antes de que respondiera.
– ¿Y has esperado todo este tiempo para contarme esto?
– Por favor, por favor, perdóname…
– No pasa nada. De verdad. He reflexionado acerca de ello a lo largo de estos años. Es curioso lo diferentes que se ven las cosas con el tiempo. Entonces, jamás habría pensado que mi padre y mi madre me permitieran casarme con Sophia. Pero ¿qué habrían podido hacer para impedírmelo? Si yo amenazaba con dejar a la familia para estar con Sophia y el niño, no me habrían repudiado. Habrían acabado cediendo. Yo era su única esperanza para mantener en marcha el negocio, para que alguien cuidara de Benjamín y de mis hermanas después de morir ellos. Pero entonces no me daba cuenta. No sabía qué hacer y recurrí a ti. Fue injusto, ahora lo veo. Así que… soy igual de culpable de que Sophia se suicidara.
– ¿Te habrías casado con ella? -pregunté.
– No lo sé… Es posible, por el niño.
– ¿La querías?
– Hace tanto tiempo, que no recuerdo exactamente mis sentimientos.
Puede que estuviera diciendo la verdad, pero no se daba cuenta de que me iba a volver loca con aquel tipo de respuestas. Estaba segura de que él veía a las mujeres de su vida colocadas por orden de importancia, y estaba ansiosa por saber cuál era mi posición, quién estaba por delante de mí, quién quedaba por detrás. Quería que nuestra complicada historia se simplificara: desde luego, algunas cosas se tienen que aclarar solas con el paso de tantos años. A aquellas alturas, Jonathan tenía que saber lo que sentía.
Me incorporé, sin tocar en modo alguno a Jonathan, y aquello me puso nerviosa. Necesitaba la confirmación de su contacto para saber que no me odiaba. Aunque no me culpara de la muerte de Sophia, podía estar asqueado por las cosas terribles que yo había hecho.
– ¿Tienes frío? -le pregunté.
– Un poco. ¿Y tú?
– No, pero ¿te parece bien que me tumbe junto a ti? -Me quité mi chaquetón y lo extendí sobre los dos. Nuestro aliento helado flotaba sobre nosotros como un espectro mientras escrutábamos el cielo nocturno.
– Tienes la mano fría. -Levanté la mano de Jonathan y soplé aliento caliente en ella antes de besar cada dedo. Le puse la mano en la mejilla-. Y tienes la cara helada.
Tampoco hubo protestas cuando acaricié con mis labios su áspero rostro, su elegante nariz recta y sus párpados finos como el papel. Y no hubo interrupciones a partir de ahí, cuando fui abriendo la ropa de Jonathan hasta encontrar un camino hacia su pecho y su entrepierna. Entonces, me desnudé y me apreté encima de él, con la franela del forro de mi chaquetón rozándome suavemente las nalgas.
Hicimos el amor allí, sobre la manta, bajo las estrellas. Pero la unión sexual había cambiado entre nosotros. Resultó lenta y tierna, casi ceremonial, pero ¿de qué podía quejarme? El arrebato de nuestra pasión juvenil ya no existía, y en su lugar había ternura, cosa que no obstante me dejó triste. Era como si nos estuviéramos diciendo adiós.
Cuando terminamos -yo cabalgando sobre Jonathan como una amazona, y él suspirando en mi oído y después subiéndose los pantalones hasta la cintura-, metí la mano en el bolsillo de mi chaquetón para buscar cigarrillos. Expulsé una estela de humo en el aire frío, y aquel calor en mis pulmones me calmó. Seguí fumando mientras Jonathan me acariciaba la cabeza.
Me preguntaba qué ocurriría al final del viaje. Jonathan no había dicho nada, y yo no estaba segura de cuándo iba a terminar. Los billetes de avión no tenían fecha de vuelta, y Jonathan no había mencionado cuándo tenía que estar de regreso en el campo de refugiados. Desde luego, el viaje no podía prolongarse mucho más; había sido una completa decepción (con intermitentes añoranzas del «felices para siempre»), un recordatorio de las cosas perdidas, y solo los árboles y el bello cielo sobre nuestras cabezas nos habían dado la bienvenida.