Lanny pone la carta bajo el busto y Luke clava la tapa de la caja de madera. La empresa de paquetería llegará a las dos en punto para la entrega del día, y Luke solo ha embalado los dos bustos. Esperaba tener listas por lo menos media docena de piezas. Va a tener que trabajar más deprisa.
Cuando deja el martillo para secarse la frente, se fija en el montón de cartas sin abrir. Encima de todas hay un grueso sobre de América y, sin proponérselo, echa un vistazo al remite. Es de un bufete de abogados de Boston, el que se ocupaba de la mansión de Adair… o más bien, de la cripta de Adair. Luke examina rápidamente el montón: hay siete cartas de los mismos abogados, que abarcan casi un año. Abre la boca para decirle algo a Lanny sobre el asunto, pero ella pasa corriendo a su lado, con el bolso colgado del hombro, buscando distraídamente las llaves de la casa.
– Tengo hora con el peluquero, pero estaré de vuelta antes de que lleguen los mensajeros. ¿Compro comida para los dos? ¿Qué te gustaría?
– Sorpréndeme -dice él.
A Luke le encanta ver cómo Lanny ha vuelto a sus rutinas -señal de que la depresión no la ha paralizado- y en particular, lo pronto que le ha incorporado a él a su vida. Le encanta que estén tan a gusto juntos. Ella ha dejado de fumar porque él se lo pidió, porque él no puede soportar verlo, a pesar de que sabe que no representa ningún riesgo para su salud. Ella lo comparte todo con éclass="underline" su panadería favorita, su paseo vespertino favorito, los ancianos con los que charla en el parque. A Luke le encanta hacer cosas por Lanny, cuidar de ella. Y Lanny, por su parte, le está agradecida por toda la consideración que le demuestra. ¿La ama? Luke es escéptico, sumamente escéptico, respecto a que pueda haber amor tan pronto, sobre todo teniendo en cuenta quién es ella y lo que le ha contado, pero al mismo tiempo reconoce que una vertiginosa sensación se ha apoderado de él, una sensación que no había tenido desde que nacieron sus hijas.
En cuanto Lanny se ha marchado, Luke vuelve al piso de arriba en busca del siguiente objeto que va a ser repatriado. Tiene que acordarse de dejar que Lanny trate con el mensajero porque Luke tiene una cita más tarde. Va a entrevistarse con el director de servicios voluntarios de Mercy International, una organización que envía médicos a zonas en guerra y campos de refugiados, a clínicas para gente sin hogar. Fue la última organización para la que trabajó Jonathan. Alguien se había puesto en contacto con Lanny poco después de que ella y Luke llegaran de Quebec, preguntando por Jonathan. Este le había dado a la organización la dirección de Lanny por si tenían que localizarlo durante su ausencia, y como no había regresado, ellos querían saber si Lanny conocía su paradero. Ella se quedó sin habla por un momento, pero después tuvo una idea y dijo que conocía a otro médico que tal vez quisiera ofrecer sus servicios, siempre que pudiera quedarse en París. Luke se alegra de ir a la entrevista, se alegra de que Lanny sepa que no será feliz si no puede hacer uso de su formación médica, confía en que su oxidado francés sea lo bastante bueno para atender a inmigrantes de Haití o de Marruecos.
Luke elige la siguiente pieza para embalar, un gran tapiz que irá a un museo textil de Bruselas. El tapiz está enrollado como una alfombra y está apoyado en un mueble librero con puertas de cristal repleto de toda clase de cachivaches. La mitad de las puertas de cristal de la librería se han dejado subidas, y un objeto se cae de un estante cuando Luke intenta poner el tapiz en posición vertical.
Se agacha y lo recoge. Es una bolita de gamuza, y por la manera en que está enrollada la gamuza -la manera descuidada que tiene Lanny de envolver las cosas-, se da cuenta de que hay algo dentro de la tela vieja y polvorienta. La desenvuelve con cuidado -quién sabe qué cosa delicada puede haber dentro- y encuentra un pequeño objeto metálico. Un frasquito, para ser exactos, más o menos del tamaño del meñique de un niño. Aunque está enmohecido y oscuro por los años, se nota que está tan primorosamente labrado como un artículo de joyería. Con dedos temblorosos, levanta la tapa y retira el tapón. Está seco.
Huele el frasquito vacío. Su mente se pone en marcha: puede que esté seco, pero hay maneras de analizar el residuo. Se podría llevar a un laboratorio y averiguar los ingredientes del elixir, las proporciones. Se podría intentar fabricar un lote y, probablemente, después de algunas pruebas y errores, se conseguiría. Recrear la pócima significa que podría vivir con Lanny para siempre. No estaría sola. Y por supuesto, quizá habría otras personas interesadas en la inmortalidad. Podrían venderlo por sumas exorbitantes, administrarlo en la lengua de sus clientes como hostias de comunión. O tal vez serían completamente caritativos -al fin y al cabo, ¿cuánto dinero necesita una persona?- y dárselo a los grandes cerebros para que lo estudiaran. ¿Quién sabe qué impacto podría tener eso en la ciencia y la medicina? Un elixir que regenera los tejidos dañados revolucionaría el tratamiento de las heridas y enfermedades.
Eso lo podría cambiar todo. Lo mismo que revelar al mundo la condición de Lanny.
Y sin embargo… Luke sospecha que el análisis de los residuos no revelaría nada. Algunas cosas resisten el escrutinio, no se pueden examinar a la fría luz del día. Un minúsculo porcentaje de casos no se puede explicar ni reproducir. En sus tiempos de estudiante de medicina, había oído unos cuantos casos de esos, ofrecidos espontáneamente por un viejo y sabio profesor al final de una clase, susurrados entre los estudiantes al salir de la sala de operaciones después de una disección. Hay algunos médicos e investigadores que descartan esas historias y querrán hacerte creer que la vida es mecánica, que el cuerpo no es más que un sistema de sistemas, como una casa. Que vivirás siempre que comas esto, bebas esto otro, sigas estas reglas, como si existiera una receta para la vida; igual que arreglas las cañerías o apuntalas la fachada, porque tu cuerpo no es más que un recipiente que contiene tu conciencia.
Pero Luke sabe que no es tan simple. Aunque un cirujano buscara dentro de Lanny -y qué pesadilla sería, con el cuerpo intentando cerrarse mientras las manos y los instrumentos entran en él-, no averiguaría qué parte de ella ha cambiado para hacerla eterna. Tampoco servirían los análisis de sangre ni las biopsias ni ningún tipo de examen radiológico. Luke mismo podría analizar la pócima, darle la receta a mil químicos para que la recreasen, pero piensa que nadie sería capaz de reproducir el resultado. En Lanny está actuando una fuerza, él puede sentirlo, pero no tiene ni idea de si es espiritual, mágica, química o algún tipo de energía. Lo único que sabe es que la bendición que es la existencia de Lanny, como la fe y la oración, funciona mejor en soledad, protegida del escepticismo y de la fuerza bruta de la razón. Y sabe que si se hicieran públicas las circunstancias de Lanny, podría desintegrarse como el polvo o evaporarse como el rocío a la luz del sol. Probablemente por eso, ninguno de los otros -esos otros de los que Lanny le ha hablado, Alejandro, Dona y la diabólica Tilde- ha salido a la luz pública, piensa Luke.
Le da vueltas al frasquito entre los dedos, como si fuera un cigarrillo, y después lo coloca sin pensarlo bajo su tacón y descarga todo su peso sobre él. Se dobla con tanta facilidad como si estuviera hecho de papel, y queda aplastado, plano. Va a la ventana, la abre y tira el fragmento metálico todo lo lejos que puede, por encima de los tejados de los vecinos, y deliberadamente no sigue con los ojos la trayectoria. Al instante, se siente aliviado. Tal vez debería haber hablado con Lanny antes de destruir el frasquito, pero no. Sabe lo que habría dicho ella. Ya está hecho.