Me observó pasar el dedo por la cinta, disfrutando con mi placer.
– Quédatelo, insisto.
– Pero mis padres preguntarán de dónde lo he sacado.
– Puedes decir que te lo encontraste -propuso, aunque las dos sabíamos que no podía hacer aquello. Era una historia inverosímil. Y sin embargo, yo era incapaz de decidirme a devolverle la cinta a Magda. Le complació que mi puño se cerrara en torno a su regalo, y sonrió, pero no era una sonrisa de triunfo, sino más bien de solidaridad.
– Es usted muy generosa, señora Magda -dije, haciendo otra reverencia-. Tengo que volver a la iglesia o mi padre se preocupará pensando que me ha ocurrido algo.
Ella levantó la barbilla para poder mirar siguiendo su fina nariz en dirección a la sala de cultos.
– Ah, sí, tienes razón. No debes preocupar a tus padres. Espero que vuelvas a visitarme, señorita McIlvrae.
– Volveré, lo prometo.
– Bien. Pues corre.
Yo troté sendero abajo, levantándome la falda para evitar las zonas embarradas. Antes de doblar la esquina, volví la mirada por encima del hombro hacia la casita, y vi que Magda se había sentado otra vez en su mecedora y se balanceaba satisfecha, mirando hacia el bosque.
Esperé impaciente que llegara el siguiente domingo para escabullirme durante el oficio religioso y visitar de nuevo a Magda. Había escondido la cinta en el bolsillo de mi otro par de enaguas, donde podía deslizar la mano de vez en cuando y frotar furtivamente el terciopelo. La cinta me recordaba a la propia Magda; lo diferente que era de mi madre y de las otras mujeres del pueblo, y eso me parecía razón suficiente para que me fascinara.
Una de las cosas que consideraba admirables en ella, aunque en realidad no lo comprendía, era que no tenía un hombre. Ninguna mujer del pueblo vivía sin un hombre, y el hombre era siempre el cabeza de familia. Magda era la única mujer del pueblo que hablaba por sí misma, aunque, que yo supiera, no se hacía oír demasiado. Dudaba que fuera a las reuniones vecinales. Y sin embargo, seguía viviendo por su cuenta y por lo visto le iba bien, y eso parecía una cosa de verdad admirable.
De modo que el domingo siguiente me las arreglé para abandonar otra vez la iglesia (aunque con una mirada severa de mi padre) y corrí a la casita de Magda. Y allí estaba ella, esta vez de pie en el porche. Su aspecto ya no era descuidado. Vestía una bonita falda a rayas y llevaba una chaqueta de lana ajustada de color brezo morado, un color poco corriente. El efecto general parecía calculado para encantarme, como si tuviera la intención de impresionarme. Me sentí halagada.
– Buenos días, señora Magda -dije mientras corría hacia ella, casi sin aliento.
– Vaya, que tengas feliz día del Señor, señorita McIlvrae.
Sus ojos verdes centelleaban. Nos pusimos a charlar; me preguntó por mi familia y yo señalé en dirección a nuestra granja. Justo cuando estaba pensando si debería volver a la iglesia, ella dijo tímidamente:
– Te invitaría a entrar en mi casa, pero supongo que tus padres no lo aprobarían. Siendo quien soy, no sería correcto.
Tenía que saber que yo sentiría curiosidad por ver el interior de su cabaña. ¡Su casa, el santuario de su independencia! Sentí el impulso de volver a la iglesia, de regresar con mi padre, que me esperaba… pero ¿cómo iba a rechazar aquello?
– No tengo más que un minuto… -dije, mientras la seguía peldaños arriba y a través de la puerta.
A mí aquello me pareció el interior de un joyero, pero en realidad es probable que todo estuviera desarreglado y desordenado. La diminuta habitación estaba dominada por una cama estrecha cubierta con una colcha primorosamente bordada en amarillo y rojo. Una serie de frascos de cristal ocupaba el alféizar de una ventana, proyectando rayos de luz verde y parda sobre el suelo. Había algunas joyas en cuencos de cerámica con diminutas rosas pintadas. Su ropa estaba en colgadores sujetos en la puerta de atrás: un surtido de faldas largas de diversos colores, largos echarpes y volantes de las enaguas. Junto a la puerta se alineaban no uno sino dos pares de delicados zapatos de mujer. Mi única decepción fue que la habitación estaba mal ventilada; el aire estaba cargado con un aroma de almizcle que yo aún no reconocía.
– Me encantaría vivir en un sitio así -dije, y se echó a reír.
– Yo he vivido en sitios mejores, pero con esto me apaño -confesó, y se dejó caer en una silla.
Antes de marcharme, Magda me dio dos consejos, de mujer a mujer. El primero, que una mujer siempre debe ahorrar algo de dinero para ella sola. «El dinero es muy importante», me dijo y me mostró dónde guardaba una bolsa llena de monedas. «El dinero es el único medio para que una mujer tenga algo de verdadero poder sobre su propia vida.» El segundo consejo era que una mujer jamás debe traicionar a otra por un hombre. «Pasa constantemente», dijo con tono triste. «Y es comprensible, dado que a los hombres se los valora más que a nada. Se nos hace creer que una mujer solo vale lo que valga el hombre de su vida, pero eso no es cierto. En cualquier caso, las mujeres debemos apoyarnos unas a otras, porque depender de un hombre es una estupidez. Él siempre te decepcionará.» Agachó la cabeza, pero juro que vi lágrimas en sus ojos.
Me estaba levantando del suelo para marcharme cuando llamaron a la puerta. Un hombre corpulento entró antes de que Magda pudiera responder; lo reconocí como uno de los leñadores de Saint Andrew.
– Hola, Magda, pensé que estarías sola y querrías compañía, ya que todos están en la iglesia esta mañana… ¿Quién es esta? -Se paró en seco al verme, y una sonrisa desagradable se extendió por su cara curtida por el viento-. ¿Tienes una chica nueva, Magda? ¿Una aprendiza? -Me puso la mano en el brazo como si yo no fuera una persona sino una pertenencia.
Magda se interpuso entre los dos y me condujo hábilmente hacia la puerta de atrás.
– Es una amiga, Lars Holmstrom, y no es asunto tuyo. No le pongas tus torpes manos encima. Vamos márchate -me dijo, empujándome por la puerta-. Puede que nos veamos la semana que viene.
Y antes de darme cuenta, me encontré de pie sobre un montón de hojas secas, ramas caídas que crujían bajo mis pies, y la puerta se me cerró en la cara mientras Magda se ocupaba de su negocio, el precio de su independencia. Atravesé la maleza para llegar al sendero y corrí hacia la sala de cultos justo cuando los feligreses salían al sol. Esa vez iba a pagarlo caro con mi padre, pero me pareció que la oportunidad lo merecía: Magda era la custodia de los misterios de la vida y yo sentía que valía la pena seguir aprendiendo de ella, costara lo que costase.
6
Una tarde de verano, cuando yo tenía quince años, todo el pueblo se congregó en el prado de McDougal para oír hablar a un predicador itinerante. Todavía puedo ver a mis vecinos dirigiéndose hacia el campo dorado de hierba alta reluciendo al sol y volutas de polvo levantándose del sinuoso camino. A pie, a caballo y en carro, casi todos los habitantes de Saint Andrew acudieron aquel día al prado de McDougal, aunque os puedo asegurar que no fue por un exceso de devoción. Hasta los predicadores errantes eran una rareza en nuestro rincón de los bosques; aceptábamos cualquier entretenimiento que se nos ofreciera para mitigar el aburrimiento de un largo día de verano en aquel lugar desolado.
Aquel predicador en particular había surgido aparentemente de la nada, y en pocos años se había hecho merecedor de muchos seguidores, además de una reputación de oratoria incendiaria y un lenguaje subversivo. Corría el rumor de que había dividido a los fieles en el pueblo más próximo -Fort Kent, a un día a caballo hacia el norte-, enfrentando a los congregacionistas tradicionales con una nueva hornada de reformistas. También se decía que Maine iba a convertirse en estado, librándose de la tutela de Massachusetts, así que había una especie de movimiento en el aire -religioso y político- que apuntaba a una posible rebelión contra la religión que los colonos habían traído de Massachusetts.