Fue mi madre la que convenció a mi padre de que acudiéramos, aunque ella jamás habría pensado en dejar el catolicismo; solo quería pasar una tarde fuera de la cocina. Extendió una manta en el suelo y esperó a que empezara el sermón. Mi padre se sentó a su lado inclinando la cabeza con aire receloso, echando miradas alrededor para ver quién más estaba allí. Mis hermanas estaban cerca de mi madre, metiéndose recatadamente las faldas bajo las piernas, y Nevin se había alejado en cuanto el carro se detuvo, ansioso por encontrarse con los chicos que vivían en las granjas vecinas a la nuestra.
Yo me quedé de pie, protegiéndome los ojos de la fuerte luz del sol con una mano, observando la multitud. El pueblo entero estaba allí, algunos con mantas como mi madre, algunos con comida dentro de los cestos. Yo estaba buscando a Jonathan, como de costumbre, pero parecía que no se encontraba allí. Su ausencia no me sorprendía: su madre era probablemente la congregacionista más estricta del pueblo, y la familia de Ruth Bennet Saint Andrew no participaría en aquella insensatez reformista.
Pero entonces vislumbré el brillo de un pelaje negro entre los árboles. Sí, era Jonathan bordeando el prado a lomos de su inconfundible caballo. No fui la única que lo vio; un murmullo se extendió visiblemente por algunas partes de la multitud. ¿Cómo sería tener conciencia de que docenas de personas te están mirando arrebatadas, siguiendo con los ojos el contorno de tus largas piernas contra los costados del caballo, de tus fuertes manos sujetando las riendas? Había tanto deseo reprimido ardiendo sin llama aquel día en el pecho de tantas mujeres en aquel prado seco, que me extraña que la hierba no se incendiara.
Cabalgó hacia mí y, soltándose de los estribos, saltó de la silla. Olía a cuero y a tierra cocida por el sol, y yo estaba deseando tocarle hasta las partes más insignificantes, incluso su manga, medio mojada por el sudor.
– ¿Qué ocurre? -Jonathan se quitó el sombrero y se pasó aquella manga por la frente.
– ¿No lo sabes? Llega al pueblo un predicador que no es de por aquí. ¿No has venido a escucharle?
Jonathan miró por encima de mi cabeza, como si tratara de calcular cuánta gente había acudido.
– No, he estado fuera, supervisando la nueva parcela que vamos a cosechar. El viejo Charles no se fía del nuevo agrimensor. Cree que bebe demasiado. -Miró de soslayo para ver mejor qué chicas lo estaban contemplando-. ¿Está aquí mi familia?
– No, y además no creo que tu madre apruebe que estés aquí. El predicador tiene una reputación malísima. Podrías ir al infierno solo por escucharle.
Jonathan me sonrió.
– ¿Por eso has venido tú? ¿Tienes ganas de ir al infierno? Ya sabes que hay caminos que conducen a la perdición mucho más agradables que escuchar a predicadores disidentes.
Había un mensaje en el brillo de sus profundos ojos castaños, pero yo no supe interpretarlo. Antes de que pudiera pedirle que se explicara, él se echó a reír y dijo:
– Parece que está aquí todo el pueblo. Qué pena que no pueda quedarme, pero, como tú dices, pagaría con el infierno si mi madre se enterara.
Puso el pie en el estribo y volvió a subir a la silla, pero después se inclinó sobre mí.
– ¿Y tú, qué, Lanny? Nunca te han gustado los sermones. ¿Qué haces aquí? ¿Esperas encontrar a alguien, a algún chico en particular? ¿Acaso te has encaprichado con algún muchacho?
Aquello fue toda una sorpresa: el tono desdeñoso, la mirada penetrante. Nunca había dado la más mínima señal de que le importara saber si yo estaba interesada en otro.
– No -dije, sin aliento, apenas capaz de balbucear una respuesta.
Él agarró las riendas despacio, como sopesándolas igual que sopesaría sus palabras.
– Sé que llegará el día en que te veré con otro chico, ¡mi Lanny con otro chico!, y no me va a gustar. Pero así es la vida.
Antes de que yo pudiera recuperarme de la impresión y decirle que estaba en su mano impedirlo – ¡seguro que ya lo sabía!-, había hecho dar la vuelta al caballo y se había adentrado a medio galope en el bosque, dejándome confusa una vez más con la vista fija en él. Jonathan era un enigma. La mayor parte del tiempo, me trataba como a su mejor amiga, con una actitud platónica hacia mí, pero en ocasiones creía reconocer una invitación en su manera de mirarme, o un destello – ¿me atrevería a esperarlo?- de deseo en su inquietud. Ahora que se había alejado, yo no podía seguir pensando en ello… o me volvería loca.
Me apoyé en un árbol y miré al predicador abrirse camino hasta el centro de un pequeño claro frente a la multitud. Era más joven de lo que yo había esperado -Gilbert era el único predicador que yo había conocido, y había llegado a Saint Andrew ya canoso y malhumorado- y caminaba derecho como una baqueta, como si estuviera seguro de que Dios y la justicia estaban de su parte. Era atractivo de una manera que resulta inesperada e incluso incómoda cuando se ve en un predicador, y las mujeres que estaban sentadas más cerca de él se agitaron como pajaritos cuando les dedicó una amplia e inmaculada sonrisa. Y sin embargo, viendo cómo miraba a la multitud mientras se preparaba para empezar (tan seguro como si fueran ya suyos), experimenté un escalofrío siniestro, como si estuviera a punto de ocurrir algo malo.
Empezó a hablar en voz alta y clara, rememorando sus andanzas por el territorio de Maine y describiendo lo acaecido en ellas. Aquella zona se estaba convirtiendo en una copia de Massachusetts, con sus costumbres elitistas. Un puñado de hombres ricos controlaba el destino de sus vecinos. ¿Y qué había significado aquello para las personas normales? Malos tiempos. A la gente corriente no le salían las cuentas. Hombres honrados, padres y maridos, iban a la cárcel y sus tierras se vendían sin contar con las mujeres y los niños. Me sorprendió ver entre la multitud cabezas que asentían.
Lo que la gente quería -lo que los americanos querían, insistió, esgrimiendo su Biblia en el aire- era libertad. No habíamos luchado contra los británicos solo para tener nuevos amos en lugar del rey. Los terratenientes de Boston y los comerciantes que vendían a los colonos no eran más que ladrones que imponían precios escandalosos de usurero, y la ley era su perrito faldero. Sus ojos resplandecían mientras observaba a la multitud, animado por sus murmullos de asentimiento, y dio unas zancadas en su círculo de hierba pisoteada. Yo no estaba acostumbrada a oír opiniones disidentes en voz alta, en público, y me sentí vagamente alarmada por el éxito del predicador.
De pronto, Nevin apareció a mi lado, escrutando las caras alzadas de nuestros vecinos.
– Míralos, qué pasmados boquiabiertos -dijo en tono de burla. No cabía duda de que había heredado el temperamento crítico de nuestro padre. Cruzó los brazos sobre el pecho y soltó un bufido.
– Parecen bastante interesados en lo que dice -comenté.
– ¿Tienes la más remota idea de lo que está diciendo? -Me miró de soslayo-. No lo sabes, ¿a que no? Pues claro que no, no eres más que una tonta. No te enteras de nada.
Fruncí el ceño y me puse las manos en las caderas, pero no respondí porque Nevin tenía razón en un aspecto: yo no tenía ni idea de lo que estaba hablando aquel hombre. Ignoraba lo que ocurría en el mundo en general.
Nevin señaló a un grupo de hombres que estaban de pie a un lado del abarrotado campo.
– ¿Ves a esos hombres? -preguntó, señalando a Tobey Ostergaard a Daniel Daughtery y a Olaf Olmstrom. Eran tres de los hombres más pobres del pueblo, aunque los menos caritativos habrían dicho que también eran de los más holgazanes-. Están hablando de causar problemas -dijo Nevin-. ¿Sabes lo que es un «indio blanco»?
Hasta la chica más tonta del pueblo habría asegurado que conocía la expresión: meses atrás habían llegado noticias de una sublevación en Fairfax, en la que lugareños disfrazados de indios habían atacado a un funcionario municipal que intentaba presentar un auto judicial a un granjero que retrasaba sus pagos.