– Lo mismo va a pasar aquí -dijo Nevin asintiendo-. He oído a Olmstrom, a Daughtery y a otros hablar de ello con nuestro padre. Quejándose de que los Watford cobran demasiado sin tener derecho… -Los detalles estaban fuera de la comprensión de Nevin: nadie les explicaba a los niños las cuentas y deudas de la tienda de provisiones-. Daughtery dice que es una conspiración contra el hombre corriente -recitó Nevin, pero me pareció que no estaba seguro de que Daughtery dijera la verdad.
– ¿Y qué? ¿A mí qué me importa si Daughtery no paga su deuda a los Watford? -dije con desdén, fingiendo que no me importaba. Pero por dentro estaba escandalizada al pensar que alguien podía incumplir deliberadamente una obligación, ya que nuestro padre nos había enseñado que ese tipo de conducta era vergonzoso, algo que solo se le ocurriría a una persona sin dignidad.
– Podría ser malo para tu Jonathan -dijo Nevin con mala intención, encantado con la oportunidad de meterse con Jonathan-. No son solo los Watford quienes corren peligro si las cosas se ponen mal. El capitán tiene los títulos de su propiedad. ¿Qué pasaría si se negaran a pagar sus rentas? En Fairfax estuvieron luchando tres días. Me han dicho que desnudaron al guardia y le pegaron con palos, y le hicieron volver a casa a pie, desnudo como cuando nació.
– Si ni siquiera tenemos funcionario municipal en Saint Andrew -dije yo, alarmada por el relato de mi hermano.
– Lo más probable es que el capitán envíe a sus leñadores más corpulentos y fuertes a casa de Daughtery para exigirle que pague.
Había un tinte de reverencia en la voz de Nevin; su respeto por la autoridad y el deseo de ver prevalecer la justicia -rasgos de nuestro padre, sin duda- estaban por encima de su deseo de ver a Jonathan sufrir algún revés.
Daughtery y Olmstrom… el capitán y Jonathan… hasta la estirada señorita Watford y su igualmente arrogante hermano… Me avergonzaba mi ignorancia y sentía a mi pesar un respeto por la capacidad de mi hermano para ver el mundo en toda su complejidad. Me pregunté qué otras cosas pasaban sin que yo me enterara.
– ¿Crees que nuestro padre se les unirá? ¿Le detendrán? -susurré, preocupada.
– El capitán no tiene títulos sobre nuestra casa -me informó Nevin, un tanto disgustado porque yo no supiera ya eso-. Padre es el único propietario. Pero yo creo que está de acuerdo con ese tipo. -Señaló con la cabeza al predicador-. Padre vino al territorio, lo mismo que todos los demás, pensando que serían libres, pero no ha resultado así. Algunos lo están pasando mal, mientras los Saint Andrew se hacen ricos. Como te decía… -Dio una patada a la tierra, levantando una nube de polvo seco, y añadió-: Tu chico puede tener problemas.
– No es mi chico -repliqué.
– Pero quieres que sea tu chico -dijo mi hermano en tono de burla-. Aunque solo Dios sabe por qué. Debes de estar un poco tarada, Lanore, para que te guste ese señorito imbécil.
– Le tienes envidia, por eso no te gusta.
– ¿Envidia? -farfulló Nevin-. ¿De ese pavo real? -se burló y se alejó, sin querer reconocer que yo tenía razón.
Unos treinta vecinos siguieron al predicador a casa de los Dale, al otro lado de la cuesta, donde iba a seguir hablando para todos los que quisieran escucharle. Tenían una casa de buen tamaño, pero aun así estábamos muy apretados, ansiosos de continuar oyendo a aquel fascinante orador. La señora Dale encendió el fuego en la gran chimenea de la cocina, porque incluso en verano hacía frío por las noches. Fuera, el cielo se había oscurecido, adquiriendo un tono añil con una brillante franja rosa en el horizonte.
Qué enfadado debía de estar Nevin conmigo; les pedí a mis padres que me dejaran ir a escuchar al predicador, lo que significaba que necesitaba un acompañante, así que mi padre, generosamente, le dijo a Nevin que tenía que ir conmigo. Mi hermano resopló y se puso rojo, pero no podía negarle nada a mi padre, así que vino pisando fuerte detrás de mí hasta la casa de los Dale. Pero Nevin, a pesar de su sensibilidad tradicional, tenía también una vena rebelde, y yo estaba segura de que en secreto le alegraba asistir al resto de la reunión.
El predicador estaba de pie junto al fuego de la cocina y nos escrutó a todos, con una sonrisa de loco en la cara. Visto tan de cerca, el predicador parecía mucho menos un hombre de Dios que en el gran prado. Llenaba la estancia con su presencia, hacía que el aire pareciera enrarecido, como en la cima de una montaña. Empezó por darnos las gracias por habernos quedado con él. Porque había reservado el secreto más importante para compartirlo en aquel momento con nosotros, los que habíamos demostrado que estábamos buscando la verdad. Y aquella verdad era que la Iglesia -fuera cual fuese tu fe, que en aquel territorio era principalmente la congregacionista- era el mayor problema de todos, la institución más elitista, y solo servía para reforzar el statu quo. Esta última declaración arrancó una mueca de desprecio y conformidad a Nevin, que se enorgullecía de ir a la misa católica con nuestra madre y no rozarse los domingos con los padres del pueblo y las familias más privilegiadas en la sala de cultos.
Lo que teníamos que hacer era renunciar a los preceptos de la Iglesia -el predicador dijo esto con aquel brillo llameante de nuevo en los ojos, un brillo que parecía menos pacífico visto de cerca- y adoptar otros nuevos, más adecuados a las necesidades del hombre corriente. Y la primera y más importante de aquellas anticuadas convenciones, dijo, era la institución del matrimonio.
En la abarrotada cocina donde se apretaban treinta cuerpos se hizo el silencio más absoluto.
Ante nosotros, el predicador se movía por su pequeño círculo como un lobo. No era al cariño natural entre hombres y mujeres a lo que ponía objeciones, le aseguró el predicador al grupo. No, era a las restricciones legales del matrimonio, al sometimiento, a lo que él se oponía. Iba contra la naturaleza humana, protestó, ganando confianza al ver que nadie había intentado callarle. Estamos hechos para expresar nuestros sentimientos con aquellos con los que tenemos afinidad natural. Como hijos de Dios, deberíamos practicar el «desposorio espiritual», insistió: elegir compañeros con los que sintiéramos un lazo espiritual.
¿Compañeros?, preguntó una joven, alzando la mano. ¿Más de un marido? ¿O de una mujer?
Los ojos del predicador titilaron. Sí, habíamos oído bien: compañeros, porque un hombre debería tener tantas esposas como mujeres por las que se sintiera espiritualmente atraído, lo mismo que una mujer. Él mismo tenía dos esposas, dijo, y había encontrado esposas espirituales en todos los pueblos que había visitado.
Unas risitas furtivas se extendieron por el grupo, y la habitación se cargó de lujuria reprimida.
El predicador metió los pulgares bajo las solapas de su levita. No esperaba que la gente ilustrada de Saint Andrew aceptara el desposorio espiritual de buenas a primeras, solo porque él lo recomendara. No, suponía que tendríamos que pensar en la idea, reflexionar hasta qué punto dejábamos que la ley determinara nuestras vidas. Sabríamos en nuestros corazones si él nos decía la verdad.
Entonces dio una palmada y borró la expresión seria de su cara, y todo su porte cambió cuando sonrió. ¡Ya estaba bien de tanta charla! Habíamos pasado toda la tarde escuchándole y ya era hora de un poco de diversión. «¡Cantemos algunos himnos, himnos animados, y pongámonos en pie y bailemos!» Aquello era un cambio revolucionario respecto a nuestro habitual oficio en la iglesia. ¿Cánticos animados? ¿Bailar? La idea era herética. Tras un momento de vacilación, varias personas se pusieron en pie, comenzaron a dar palmadas y al poco rato habían empezado a cantar una tonada que más parecía una canción de marineros que un himno.