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– ¡Lanore! Te estaba buscando. Ya estoy listo. ¡Vámonos! -bramó.

– Buenas noches -dije y me aparté del predicador, al que esperaba no volver a ver. Su ardiente mirada me escoció en la nuca mientras Nevin y yo nos marchábamos.

– ¿Contenta con tu salida? -me gruñó Nevin mientras bajábamos por el camino.

– No ha sido lo que yo esperaba.

– Lo mismo digo. Ese tipo está chiflado, probablemente a causa de la enfermedad que sin duda tiene -dijo Nevin, aludiendo a la sífilis-. Aun así, me han dicho que cuenta con seguidores en Saco. Me pregunto qué está haciendo aquí, tan al norte.

A Nevin no se le ocurrió que podría haber sido expulsado por las autoridades, que podría estar huyendo. Que en su locura podía ser propenso a visiones y ampulosas profecías, a inculcar ideas en las cabezas de las chicas crédulas y amenazar a las que no estaban tan dispuestas a hacer lo que él quería.

Me apreté el chal alrededor de los hombros.

– Te agradecería que no le contaras a nuestro padre lo que ha dicho el predicador.

Nevin soltó una risa siniestra.

– Mejor será que no. Ya me resulta difícil pensar en sus blasfemias, conque no hablemos de repetírselas a él. ¡Múltiples esposas! ¡«Desposorio espiritual»! No sé lo que haría nuestro padre… pegarme a mí con el látigo y encerrarte a ti en el establo hasta que tengas veintiún años, solo por escuchar las palabras de ese pagano. -Iba meneando la cabeza mientras andábamos-. Pero te diré una cosa: las enseñanzas de ese predicador seguro que le parecen adecuadas a tu chico, Jonathan. Ya ha convertido en esposas espirituales a la mitad de las muchachas del pueblo.

– Ya basta de hablar de Jonathan -dije, guardándome para mí sola el extraño interés del predicador por Jonathan; no deseaba confirmar la mala opinión que Nevin tenía de él-. No hablemos más del asunto.

Estuvimos callados durante el resto de la larga caminata a casa. A pesar del fresco aire de la noche, yo aún sentía un estremecimiento por la siniestra mirada del predicador y el atisbo de su verdadera naturaleza. No sabía cómo interpretar su interés por Jonathan, ni lo que había querido decir con «mi sensibilidad especial». ¿Tan obvio era mi anhelo de experimentar lo que ocurría entre un hombre y una mujer? Sin duda ese misterio era lo fundamental de la experiencia humana. ¿Acaso era antinatural, o especialmente malo, que una chica tuviera curiosidad por ello? A buen seguro, mis padres y el pastor Gilbert pensarían que sí.

Recorrí el solitario camino agitada por dentro y excitada por toda aquella charla explícita sobre el deseo. La idea de conocer a Jonathan -de conocer a otros hombres del pueblo como los conocía Magda- me hacía sentir caliente y húmeda por dentro. Aquella noche se había despertado mi verdadera naturaleza, aunque yo era demasiado inexperta para saberlo, demasiado inocente para darme cuenta de que debería estar alarmada por la facilidad con que se podía encender el deseo dentro de mí. Debería haber luchado contra ello con más firmeza, pero es posible que no hubiera servido de nada, ya que nuestra auténtica naturaleza siempre acaba por imponerse.

7

Pasaron los años como suelen hacerlo, pareciéndonos que ninguno es distinto del anterior. Pero había pequeñas diferencias evidentes: yo estaba menos dispuesta a seguir las reglas de mis padres y aspiraba a cierta independencia, y me había hartado de los juicios de mis vecinos. El carismático predicador había sido detenido en Saco, juzgado y encarcelado; después se había fugado y había desaparecido misteriosamente. Pero su salida de escena no sirvió para sofocar la inquietud que amenazaba con aflorar. Se notaba en el aire una corriente latente de sedición, incluso en una población tan aislada como Saint Andrew: se hablaba de independizarse de Massachusetts y de convertirse en estado. Si a los terratenientes como Charles Saint Andrew les preocupaba que sus fortunas se vieran afectadas adversamente, no dieron ninguna señal de ello y se guardaron su preocupación para sí.

A mí cada vez me interesaban más estas cuestiones importantes, aunque seguía teniendo pocas oportunidades para dar rienda suelta a mi curiosidad. Parecía que los únicos temas que debían interesarle a una joven pertenecían al dominio doméstico: cómo hacer una hogaza tierna de pan de melaza o cómo sacarle leche a una vaca vieja, lo bien que cosías o la mejor manera de bajarle la fiebre a un niño. Pruebas para demostrar lo preparadas que estábamos para ser esposas, supongo, pero yo tenía poco interés en ese tipo de competición.

Una de las tareas domésticas que menos me gustaban era lavar. La ropa ligera se podía llevar al arroyo para aclararla y escurrirla bien. Pero varias veces al año teníamos que hacer una colada completa, lo que significaba poner un gran caldero al fuego en el patio y pasarse un día entero hirviendo, lavando y secando. Era un trabajo deprimente: meter los brazos en agua hirviendo y lejía, escurrir prendas de lana voluminosas, extenderlas a secar en los arbustos o en ramas de árboles. El día de la colada había que elegirlo cuidadosamente, ya que requería que hiciera buen tiempo y que no hubiera que ocuparse de ninguna otra tarea laboriosa.

Recuerdo uno de aquellos días, a principios de otoño, cuando yo tenía veinte años. Me pareció extraño que mi madre hubiera enviado a Maeve y a Glynnis a ayudar a mi padre con el heno, insistiendo en que ella y yo podíamos encargarnos solas del lavado. Estaba callada aquella mañana, algo nada habitual en ella. Mientras esperábamos que el agua hirviera, estuvo trajinando con los utensilios para lavar: la bolsa de lejía, la lavanda seca y los palos que utilizábamos para remover la ropa en el caldero.

– Ha llegado la hora de que tengamos una conversación importante -dijo por fin mi madre, cuando estábamos al lado del caldero, mirando cómo subían burbujas a la superficie del agua-. Es hora de pensar en que emprendas una vida propia, Lanore. Ya no eres una niña. Tienes edad suficiente para casarte…

A decir verdad, ya casi se me había pasado la mejor edad para casarme, y me había estado preguntando qué se proponían hacer mis padres al respecto. No habían arreglado compromisos para ninguno de sus hijos.

– … Así que tenemos que pensar qué hacer con el señor Saint Andrew. -Contuvo el aliento y me guiñó un ojo.

Me dio un vuelco el corazón al oír sus palabras. ¿Qué otra razón podía tener para sacar a colación el nombre de Jonathan en el contexto del matrimonio, si no fuera que ella y mi padre tenían intención de procurarme un compromiso? Me quedé muda de alegría y sorpresa. Esta última porque sabía que mi padre ya no aprobaba a la familia Saint Andrew. Muchas cosas habían cambiado desde que las familias habían seguido a Charles Saint Andrew al norte. Su relación con el resto del pueblo -los hombres que habían confiado en él- se había tensado.

Mi madre me miró fijamente.

– Te digo esto como madre que te quiere, Lanore. Tienes que dejar tu amistad con el señor Jonathan. Ya no sois unos niños. Seguir de este modo no te hará ningún bien.

No sentí las gotas de agua hirviendo que me caían en la piel ni el vapor del caldero que me humedecía la cara. Le devolví la mirada.

Ella se apresuró a llenar mi horrorizado silencio.

– Tienes que comprenderlo, Lanore. ¿Qué otro chico te va a querer, cuando resulta tan evidente que estás enamorada de Jonathan?

– No estoy enamorada de Jonathan. Solo somos amigos -gruñí.

Ella rió con dulzura, pero aun así me apuñaló el corazón.

– No puedes negar tu amor por Jonathan. Es demasiado evidente, querida, y es igual de evidente que él no siente lo mismo por ti.